Els danys antropològics.









No es que quiera proponer ningún cambio en los códigos penales y menos en un sentido punitivista, pero sí querría que se contemplase, a modo de agravante moral, el efecto colateral de algunos crímenes: me refiero a lo que me atrevería a llamar "daños antropológicos".

Los muros, vallas, patrulleras, encierros y expulsiones, trasladados al discurso político y la mansedumbre ciudadana, no solo provocan miles de muertos todos los años (en lo que el teólogo Hinkelammert ha denominado "genocidio estructural"), no solo promocionan la xenofobia y naturalizan el neofascismo; es que estas medidas, con sus altísimos índices de mortalidad y sufrimiento, constituyen en sí mismas un atentado gravísimo contra el concepto sagrado de "hospitalidad", sin el cual la civilización humana se vendría abajo. La hospitalidad no está pensada para parientes y amigos sino para los extraños que llaman a nuestra puerta; regula, si se quiere, las relaciones entre los desconocidos, que de otra manera adquirirían siempre una hechura violenta y potencialmente mortal. Se me ocurren pocas conductas morales tan graves como la violación de las reglas de la hospitalidad, sustento mismo de un universo humano siempre en peligro de destrucción recíproca y generalizada. Aquí el "daño antropológico" -reflejado en nuestra creciente indiferencia ante el dolor de los demás- es tan difícil de negar como de experimentar: nos degradamos lentamente sin darnos cuenta.

Los maltratos y abusos sexuales sobre la infancia minan el cimiento mismo de la confianza humana, basada en el hecho asombroso y banal de que dos desconocidos de fuerza desigual (los padres y los hijos) se sientan seguros y queridos cuando están juntos; en el hecho asombroso y banal de que la criatura más frágil del mundo, entre los brazos de la más grande y terrible, se sienta protegida y no amenazada y la mayor parte de las veces sonría en lugar de llorar. El "daño antropológico" que hacen los adultos agresores es tan grande que hay que tener cuidado para no empeorarlo con medidas institucionales que generalicen la sospecha. Quiero decir que, por muchas que puedan ser las excepciones, nos conviene seguir dando por supuesto que todos los padres del mundo quieren a sus hijos y les van a dar cariño y cuidados y no golpes y porrazos. La alternativa totalitaria (la de dejar la reproducción y crianza de los niños en manos de un Estado platónico regido por una IA) salvaría quizás a muchos niños, pero destruiría el concepto mismo de humanidad.

Hace unos años escribí que soledad es aquello que sentimos en un mundo en el que nos hemos convencido de que solo podemos esperar lo peor de los desconocidos. Ese es el mundo en el que, disuelto el principio de hospitalidad, se impone frente al otro la desconfianza, el miedo y la agresividad: el del neoliberalismo reaccionario realmente existente. Ahora bien, mayor aún es la soledad individual en un mundo en el que de pronto lo peor procede del más conocido; es decir, de quien menos se puede esperar. El caso de Gisèle P, más allá de la agresión sexual, es monstruoso porque contiene en la propia ejecución dos daños radicales: dos daños que dañan -es decir- la raíz misma de nuestra condición humana. Me refiero al daño irreparable de descubrir que "el marido perfecto" era en realidad un perfecto desconocido y además un desconocido malvado para el que, tras cincuenta años de matrimonio "idílico", su mujer no poseía suficiente realidad individual para rivalizar con una piedra. La soledad de Gisèle es inimaginable, insondable, aterradora.

Que tu marido, tus vecinos, tus amigos se vuelvan desconocidos de los que solo cabe esperar lo peor significa subvertir la estabilidad misma del mundo como lugar habitable. En un momento en el que luchamos en vano para revertir el prejuicio contra los desconocidos, la historia de Gisèle P., en otra vuelta de tuerca, nos lleva a concluir, más allá, que cuanto más conocemos a una persona, cuanto más cercana y dulce nos parece, cuanto más declara querernos y estar dispuesta a cuidarnos, más está conspirando contra nosotros en la oscuridad y más peligrosa resulta.

Ha sido lamentablemente frecuente sospechar del extraño, del foráneo, del extranjero y ese prejuicio ha vivido durante siglos al lado del sentido de la hospitalidad, práctica que consiste justamente en dar por supuesto, al menos como ficción, que cualquier otro es igual que nosotros, que el viajero desconocido merece sentarse a nuestra mesa: lo sentamos a nuestra mesa precisamente para desarmarlo mediante una ceremonia de reconocimiento recíproco. El caso de Gisèle P. nos describe un círculo aún más angosto y cerrado en el que, investida de sombras la luz misma, solo queda ella, pequeña y sola, desconocida quizás para sí misma.

Más terrible aún que el de la xenofobia, en efecto, es ese mundo nuevo en el que la sospecha se dirige ahora también a los conocidos, al amigo de infancia, al vecino obsequioso, al amante ante el que me desnudo en libertad. No, no podemos aceptar un mundo en el que damos por supuesto que el inmigrante quiere violar a nuestra hija y que nuestro marido nos quiere violar a nosotras con la complicidad de todo el vecindario. No podemos aceptar esta lógica en virtud de la cual la proximidad, la amabilidad, la simpatía nos deben hacer sentir alerta y amenazadas; en virtud de la cual la sonrisa del compañero nos hace evocar, de manera espontánea y con un sobresalto defensivo, la imagen de diez cadáveres enterrados en el jardín.

Habrá que recordar que todos somos desconocidos para los otros y en parte para nosotros mismos, pero que nuestras opacidades, más o menos honorables, no están enterradas, con una soga al cuello, en el patio trasero del edificio. No me gustaría, lo confieso, un mundo de absoluta transparencia y de absoluta represión; todos tenemos nuestros secretos (y el derecho a conservarlos, revelarlos poco a poco y de manera selectiva o guardarlos para siempre) y todos concebimos fantasías privadas más o menos vergonzantes que ni queremos ni nos permitimos hacer realidad. Es la ingenuidad y no la desconfianza la que nos mantiene vivos entre humanos: la ingenuidad de creer en el amor de los padres por sus hijos, por muchos abusos domésticos que haya; la de creer en el valor de la hospitalidad contra la xenofobia y el neoliberalismo; la de creer también en la bondad de nuestros amantes, nuestros vecinos y nuestros amigos, incluso si a veces nos equivocamos trágicamente. El lenguaje, la hospitalidad, la infancia, el amor son los cuatro pilares antropológicos, si se quiere pre-políticos, de la civilización humana, condición a su vez de toda acción política liberadora. La defensa de esos cuatro pilares contiene el verdadero sentido de la palabra "conservador". No debemos ser indulgentes (y menos mentalmente) con los que dañan antropológicamente el mundo, pero tampoco podemos olvidar que la chapuza ingenua y humana que queremos defender solo puede salvarse asumiendo un margen de riesgo, de error y de dolor.

Santiago Alba Rico, La soledad de Gisèle P., publico.es 10/09/2024

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