El pragmatisme i les teories útils.
Aprovechando que Estados Unidos está de actualidad (como siempre, en realidad) me gustaría hablar de unos cuantos estudiantes que se empezaron a reunir en la década de 1870 en Cambridge (Massachussets). Entre ellos estaban los filósofos Charles Sanders Peirce y William James, y el jurista Oliver Wendell Holmes Jr. Pusieron en marcha un “club metafísico” en el que cuajó una idea heredada del filósofo Alexander Bain: “Una creencia es aquello según lo cual una persona está preparada para actuar”.
Esta escuela filosófica se acabó conociendo como pragmatismo y estos pensadores, influidos especialmente por la experiencia de la Guerra Civil, crearon la primera corriente de pensamiento moderno de Estados Unidos, como escribe Louis Menand en El club de los metafísicos.
Los pragmáticos defendían que las ideas no están “ahí fuera”, esperando a ser descubiertas, sino que son herramientas, como un tenedor o un microchip, que las personas diseñamos para navegar en sociedad. Y las ideas no son individuales, sino sociales. Una idea no tiene éxito porque un genio la haya diseñado en un cuaderno, haya comprobado que es perfecta y la haya guardado en una caja fuerte, sino porque la comparte mucha gente que está dispuesta a actuar a partir de ella.
Esto vale tanto para grandes ideas (hay que defender la libertad de expresión), como para esas cosas en las que ni nos fijamos (¿y si instalamos en las calles un sistema de luces rojas y verdes para que nadie muera arrollado por un coche?)
Había diferencias entre los pragmáticos. Todos defendían que no somos solo recipientes pasivos de impresiones, sino que reconstruimos y reinterpretamos el mundo con ayuda de teorías e ideas que son útiles. Pero Peirce (1839-1914) creía que podemos conocer el mundo que nos rodea: la investigación científica y social es un proceso que corrige y adapta nuestro conocimiento para que funcione cada vez mejor mejor.
Por ejemplo, el terraplanismo es falso, aunque unos cuantos crean en él, porque no funciona: si la Tierra fuera plana no podríamos guiarnos con los GPS, las estaciones no tendrían sentido, y no podríamos explicar la ruta de los aviones, entre otras cosas.
Peirce advertía de que siempre hay margen para corregir o mejorar nuestro conocimiento. Hemos de estar abiertos a la posibilidad de estar equivocados y a corregirnos, porque siempre nos falta conocimiento o cambia el contexto.
William James (1842-1910) estaba de acuerdo, pero iba un poco más allá: para James, “lo que funciona” incluye también el impacto psicológico de nuestras creencias. Por ejemplo, la religión: si la hipótesis de Dios funciona de forma satisfactoria en el sentido más amplio de la palabra, si nos es útil en nuestra vida y en nuestras relaciones con los demás, entonces es verdadera o podemos actuar como si lo fuera.
Peirce rechazaba esta extensión casi individualista del pragmatismo. Él no creía en una utilidad tan personal, sino en una utilidad que pudiera demostrarse en el laboratorio y que se acercara cada vez más a una verdad coherente y compartida. Es más, el pragmatismo de James era fácil de criticar: como recuerda A. C. Grayling en su Historia de la filosofía, Bertrand Russell dijo que sus ideas empujaban a defender que la frase “Papá Noel existe” es cierta.
El tercer gran pensador pragmático fue John Dewey (1859-1952), que no formó parte del club de los metafísicos y que defendió sobre todo la vertiente social del pragmatismo: no hay naturalezas o esencias inmutables, sino que las ideas científicas, éticas y filosóficas son instrumentos que usamos para entender el mundo y, sobre todo, para adaptarnos a él y a sus cambios. Son apuestas en un mundo probabilístico, como escribe Menand, y mientras las apuestas resulten ganadoras, las mantenemos. Pero en cuanto llega nueva información que convierte en obsoletas esas apuestas o que las mejoran, la incorporamos, y rechazamos así el dogmatismo.
La principal aportación de los pragmáticos es recordar que el valor de una idea no depende de si nos parece correcta o de si se adhiere a una serie de principios que consideramos deseables a priori, sino a la diferencia que provoca en nuestras vidas. Ideas como la libertad de expresión, la democracia y la equidad traen beneficios, incluso a pesar de que también vengan con riesgos y efectos secundarios no deseados. En cambio, ideas como el racismo, la homofobia y el sexismo no han traído nada bueno, salvo privilegios para unos pocos y, como mucho, algo de consuelo mental para gente que vive con rencor y miedo.
Los pragmáticos creen en una sociedad abierta y plural que permita llegar a las mejores “apuestas”. Lo que se debe asegurar, dice Menand, no son los principios o los valores, sino la legitimidad de los procedimientos, que nos permiten saber qué funciona y corregirlo cuando no lo hace: “Sabemos que un resultado es correcto no porque haya derivado de principios inmutables, sino porque se alcanzó tras seguir los procedimientos correctos”.
Los procedimientos justos permiten el debate y el progreso, pero también el error y su corrección. Podemos probar una idea y, si no funciona, apostar por otra. Cuando nos roban la posibilidad de corregirnos, nos quedamos atrapados en un mundo que, como diría un pragmático, no funciona.
Jaime Rubio Hancock, Seamos prácticos: pragmatismo, Trump y Venezuela, Filosofía inutil 04/09/2024
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