Obeint l' Estat, ens obeïm a nosaltres mateixos (Rousseau).

Resultat d'imatges de contrato

Las cláusulas de este contrato (pacto social) están de tal suerte determinadas por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría inútiles y sin efecto; de manera, que, aunque no hayan sido jamás formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y han sido en todas partes tácitamente reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violado el pacto social, cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural, al perder la convencional por la cual había renunciado a la primera. 

Estas cláusulas, bien estudiadas, se reducen a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad entera, porque, primeramente, dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siendo igual, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás.

Además, efectuándose la enajenación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, sin que ningún asociado tenga nada que reclamar, porque si quedasen algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiese sentenciar entre ellos y el público, cada cual siendo hasta cierto punto su propio juez, pretendería pronto serlo en todo; en consecuencia, el estado natural subsistiría y la asociación convertiríase necesariamente en tiránica o inútil.

En fin, dándose cada individuo a todos no se da a nadie, y como no hay un asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede, se gana la equivalencia de todo lo que se pierde y mayor fuerza para conservar lo que se tiene.

Si se descarta, pues, del pacto social lo que no es de esencia, encontraremos que queda reducido a los términos siguientes: "Cada uno pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y cada miembro considerado como parte indivisible del todo."

Capítulo VI    Del pacto social       Libro I


Si el Estado o la ciudad no es más que una persona moral cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si el más importante de sus cuidados es el de la propia conservación, preciso le es una fuerza universal e impulsiva para mover y disponer de cada una de las partes de la manera más conveniente al todo. Así como la naturaleza ha dado al hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos. Es éste el mismo poder que, dirigido por la voluntad general, toma, como ya he dicho, el nombre de soberanía.

Los compromisos que nos ligan con el cuerpo social no son obligatorios sino porque son mutuos, y su naturaleza es tal, que al cumplirlos, no se puede trabajar por los demás sin trabajar por sí mismo. ¿Por qué la voluntad general es siempre recta, y por qué todos desean constantemente el bien de cada uno, si no es porque no hay nadie que no piense en sí mismo al votar por el bien común? Esto prueba que la igualdad de derecho y la noción de justicia que la misma produce, se derivan de la preferencia que cada una se da, y por consiguiente de la naturaleza humana; que la voluntad general, para que verdaderamente lo sea, debe serlo en su objeto y en su esencia; debe partir de todos para ser aplicable a todos, y que pierde su natural rectitud cuando tiende a un objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando de lo que nos es extraño, no tenemos ningún verdadero principio de equidad que nos guíe.

Capítulo IV    De los límites del poder soberano    Libro II


Despréndese de esta fórmula que el acto de asociación implica un compromiso recíproco del público con los particulares y que, cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, se halla obligado bajo una doble relación, a saber: como miembro del soberano para con los particulares y como miembro del Estado para con el soberano. (...)

Desde que esta multiplicidad queda constituida en un cuerpo, no se puede ofender a uno de sus miembros, sin atacar a la colectividad y menos aún ofender al cuerpo sin que sus miembros se resientan. Así, el deber y el interés obligan igualmente a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente; y los mismos hombres, individualmente, deben tratar de reunir, bajo esta doble relación, todas las ventajas que de ellas deriven.

Además, estando formado el cuerpo soberano por los particulares, no tiene ni puede tener interés contrario al de ellos; por consecuencia, la soberanía no tiene necesidad de dar ninguna garantía a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros. (...) . El soberano, por la sola razón de serlo, es siempre lo que debe ser.
Capítulo VII   Del soberano   Libro I

Jean-Jacques Rousseau, El Contrato Social

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