El que amaga el món fenomènic (Arthur Schopenhauer)


Arthur Schopenhauer
Schopenhauer es, como bien sabemos, deudor de la filosofía de Kant, de la que se considera heredero legítimo, si bien en muchos aspectos se erige en uno de sus más feroces críticos. De hecho, entre los requisitos que formula para comprender El mundo se encuentra el conocimiento de la obra crítica kantiana. El importante papel que juega Kant en su propio pensamiento, en particular en su teoría del conocimiento, hizo que Schopenhauer redactara un Apéndice dedicado a la crítica de la filosofía kantiana, que fue introducido ya en la primera edición de El mundo como voluntad y representación, si bien en la segunda recibió considerables modificaciones. El Apéndice ocupa una considerable extensión (142 páginas de las 633 totales del volumen) y Schopenhauer recomienda comenzar por su lectura para comprender mejor el resto de la obra y en particular el primer libro. El análisis de la obra kantiana se centra aquí en la teoría del conocimiento. De ella, solamente la Estética transcendental sale indemne de las críticas de Schopenhauer, mientras que la Lógica transcendental es, salvo en puntos concretos, objeto de una enmienda a la totalidad por considerarla plagada de contradicciones y confusiones, entre las que destaca una especialmente perniciosa: la total confusión por parte de Kant entre el conocimiento intuitivo y el abstracto. También la ética, la teoría del derecho y la Crítica del juicio kantianas son objeto de crítica en este Apéndice, si bien la primera encuentra un examen mucho más detallado en el escrito de concurso Sobre el fundamento de la moral, cuya primera mitad está dedicada a poner de manifiesto las luces y sombras de la teoría kantiana de la razón práctica: entre las primeras, la distinción entre el carácter empírico e inteligible, y la doctrina de la coexistencia entre necesidad natural y libertad transcendental; entre las segundas, el racionalismo ético kantiano y la idea de un deber incondicionado que funda una ética de deberes.

En verdad, Schopenhauer toma de Kant mucho menos de lo que deja, pero a lo que toma le da un puesto sumamente relevante en su filosofía. De hecho, el primer elemento kantiano que asume preside toda su concepción de la realidad: se trata del idealismo transcendental con su distinción de fenómeno y cosa en sí, distinción que en él se traduce, como indica el propio título de la presente obra, en la dualidad de voluntad y representación: dualidad, que no dualismo, ya que voluntad y representación no son dos realidades distintas sino dos caras complementarias e inseparables de un mismo ser: el mundo.

«El mundo es mi representación» es la frase con que Schopenhauer compendia el idealismo kantiano (del Kant de la primera edición de la Crítica de la razón pura, no el de la segunda, que en su intento de evitar el idealismo rotundo echó a perder una obra maestra de todos los tiempos). Con ella se expresa el carácter puramente relativo del mundo del conocimiento y la consiguiente exclusión de todo planteamiento realista: todo en él se reduce a ser objeto para un sujeto, ese «ojo del mundo» que todo lo conoce y de nada es conocido.

Pero es propio de todo gran pensador que incluso los elementos tomados de otros reciban su peculiar impronta para adaptarse a un esquema de pensamiento original. Eso es lo que ocurre con el idealismo y en particular con el concepto de fenómeno. Pues aunque Schopenhauer toma el idealismo directamente de Kant, lo vincula con el platonismo y la antigua sabiduría hindú, asumiendo al mismo tiempo la connotación peyorativa que tiene el mundo sensible en estos últimos. Para Kant el fenómeno era el modo en que los objetos nos son dados; en Schopenhauer, el modo en que se nos oculta la verdadera realidad de las cosas. Eso se encuentra ya implícito en la misma distinción de fenómeno y cosa en sí: si hay que distinguirlos, es porque son distintos. Tanto la forma general de la representación —la división de sujeto y objeto— como las formas del objeto —espacio, tiempo y causalidad— son para Schopenhauer, como fueron para Kant las intuiciones puras y las categorías, las condiciones de toda representación objetiva. Pero también suponen, por su origen subjetivo, una alteración de lo así conocido —en el caso de Schopenhauer, la voluntad— que ha de asumir unas formas que le son extrañas para darse a conocer. Así pues, el fenómeno no es, en contra de lo que reza su etimología, la manifestación de la realidad sino más bien su encubrimiento.    De este modo, a la inconsistencia del mundo real, en cuanto mera representación de una conciencia, se añade su carácter engañoso. Para expresarlo Schopenhauer recurre a dos comparaciones favoritas: la vida como un sueño, una idea recurrente en muchos clásicos de todos los tiempos, y el «velo de Maya», una metáfora tomada de la sabiduría hindú: «el velo del engaño que envuelve los ojos de los mortales y les hace ver un mundo del que no se puede decir que sea ni que no sea». Él mismo aporta también su propia comparación: la vida y el sueño son hojas de un mismo libro.

Lo que vale del espacio, el tiempo y la causalidad se aplica también a su expresión común: el principio de razón suficiente. Un principio que rige necesariamente el enlace de todas nuestras representaciones pero que es también a priori, y por consiguiente, carente de validez respecto de las cosas en sí mismas. Mas el principio de razón es el fundamento de toda racionalidad: al exigir la existencia de una razón (Grund) para todo cambio, hace la realidad asequible a nuestra razón (Vernunft). Expulsarlo del orden mismo de las cosas significa —como así ocurre en Schopenhauer— privar a lo real de toda racionalidad: lo real no es racional; lo racional es nuestro modo de conocerlo.

La inconsistencia y el carácter engañoso no son, sin embargo, los únicos «defectos» de los que adolece el mundo de la representación. A estos se añade, además, su radical insuficiencia. Ciertamente, el conocimiento nos presenta la visión onírica de un mundo perfectamente ordenado en el que todo tiene su lugar en el espacio y el tiempo, y encuentra su porqué y su para qué. A la ciencia y al modo de conocimiento ordinario esa visión les basta. Pero la conciencia filosófica se percata pronto de su insuficiencia; de que la explicación guiada por el principio de razón encuentra un límite en el que ya no caben más razones y la cuestión del porqué se convierte en una pregunta por el «qué», por el supuesto inexplicado de toda explicación: la cosa en sí. Pero a esas alturas se han terminado ya los recursos del conocimiento y la razón ha de guardar silencio: y entonces le toca el turno a la voluntad.

La representación se nos aparece como la cara exterior del mundo. Desde ella el mundo se presenta como un espejismo y un sueño inconsistente, como una cáscara sin núcleo. Pero si no queremos quedarnos ahí sino intentar acceder al interior de las cosas, si buscamos el significado metafísico del mundo que está más allá del físico, hemos de instalamos en un punto de vista distinto de la representación. Desde fuera —desde la representación— nunca avanzaremos en la comprensión de la esencia de las cosas. Ese fue el error de Descartes: pensar que desde el ego cogito podría construir todo un mundo más allá de su conciencia. Porque no encontramos dentro de esta ningún dato que nos remita con seguridad a una existencia fuera de ella, y mucho menos a la naturaleza de esa presunta existencia. Es más: desde el pensamiento no podemos ni siquiera acceder a nosotros mismos. Así lo demostró Kant en su Paralogismo de la razón pura y así lo expresa, en un lenguaje más sencillo, Schopenhauer: «El yo representante, el sujeto del conocer, nunca puede convertirse en representación u objeto, ya que, en cuanto correlato necesario de todas las representaciones, es condición de las mismas […] No hay, pues, un conocer del conocer». En eso también erró Descartes: en considerar que la del yo pensante es la representación primera y más evidente. Por el contrario, el pensamiento puro nunca nos puede dar noticia del yo que piensa; pues el «ojo del mundo», tal y como señala Wittgenstein, queda fuera del campo visual y se reduce a un punto inextenso.


Pilar López de Santa María, Introducción a El mundo como voluntad y representación I de Arthur Schopenhauer, Editorial Trotta Madrid 2004

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