Què podem fer amb tanta fragilitat?


 

Fragilidad es una palabra que no tiene buena fama. Sin embargo, traemos la fragilidad con nosotros en forma de ausencia y cargamos con ella el resto de nuestras vidas en sus variopintas formas de presencia.

Al parecer, los humanos somos unos animales que no contamos en nuestro código genético con las pautas de comportamiento dadas para actuar con éxito en el entorno, entendiendo por éxito tanto conseguir sobrevivir en el medio como actuar con satisfacción en él. Esta fragilidad genética nos da tanto la posibilidad como la necesidad de inventar nuestras propias maneras de vincularnos en los ecosistemas en los que vivimos. La actividad de concebir preguntas y respuestas acerca de cómo actuar hace de nosotros una especie creadora de mundos: hace que seamos animales habitando la realidad según cómo interpretamos el entorno, actuando según cómo nos relacionamos simbólicamente en el medio. ¿Qué ocurriría si las formas mentales o los usos lingüísticos fuesen nuestras maneras de vivir? Quizás que conviviríamos según cómo nos educáramos en unos u otros juegos de lenguaje y estilos de comunicación. Platón, Kant y Dewey habrían acertado: seríamos lo que hiciera de nosotros nuestra educación o comunicación.

Y así, aquella ausencia de nuestra fragilidad genética la convertimos en la presencia de nuestra fragilidad cultural. Ausentes nuestros relatos de vida, los inventamos socialmente como “creación de lo que está por hacer venir” (así apuntaba Ortega el significado de cultura en el mejor de sus sentidos) y novelamos nuestra vida jugando con metáforas de las que hemos olvidado que lo son –como quería Nietzsche-. Esos usos lingüísticos vigentes caen con su peso sobre nosotros con la familiaridad de lo cotidiano, de lo que está presente, de lo que acontece. De manera que los animales humanos contamos con las creencias, intereses, proyectos y sentimientos que han ido depositando en nosotros las redes de relaciones sociales en las que nacemos y crecemos. Esto nos ocurre casi siempre sin darnos cuenta, fluyen hacia nosotros y las absorbemos por todos nuestros poros en la familia, la escuela, los grupos, los medios de comunicación, las relaciones laborales y las personales …, en todas y cada una de nuestras relaciones. Los anteriores nos socializan en sus usos y costumbres, nos responden con indicaciones más o menos precisas de qué es bueno comer y qué no, cómo divertirse y cómo no, cómo vivir nuestra sexualidad; y así hasta el completo repertorio del recetario culotural acerca de cómo ser uno de los nuestros y no morir en el intento. El peso de miles de años de continuidades mestizas de historias de animales humanos cae sobre los individuos de nuestra especie y con frecuencia ocasiona el malestar de la cultura. Las instituciones sociales y las relaciones de poder son vínculos entre individuos que en algún momento hemos hecho venir para que ahora sean tal y como son.

¿Qué podemos hacer con tanta fragilidad? Se puede negar u ocultar, pero también se puede cultivar como un filosófico mutuo cuidado de sí. Los animales humanos somos frágiles porque aunque nacemos con el código genético de la especie, solo nos hacemos personas jugando a relaciones de reconocimiento mutuo entre personas, entre iguales en nuestra habilidad para crear mundos compartidos para la convivencia (abandonando por desuso la torpe dialéctica amo/esclavo). Si no aprovechamos la ausencia genética de respuestas para crear la presencia de un estilo propio de comunicación, propicio para novelarnos a nosotros mismos como individuos conversando los juegos públicos de lenguaje, entonces nadie lo hará por nosotros. La realidad no humana calla y solo nosotros, los animales humanos, podemos usar o no nuestra humana medida del entorno para crear mundos en los que deseemos concebirnos como personas entre personas.

Esta es la propuesta o hipótesis de investigación del tiempo de juego de la educación filosófica: ¿y si nos hiciéramos personas entre personas jugando, en las redes de relaciones compartidas, al proceso de búsqueda de la creación de mundos o estilos de comunicación para el reconocimiento mutuo?

Rodolfo Rezola, Elogio de la filosofía, Claves de razón práctica Julio/Agosto 2016, nº 247

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