Sóc un gos (Michel Foucault).
Esta dramaturgia de la pobreza real, de la pobreza indefinida
provoca efectos paradójicos. Por fidelidad a los principios de la pobreza
activa, como forma visible de la vida sin mezcla, de la vida pura y
autosuficiente, el cínico termina en efecto por llevar una vida de fealdad,
dependencia y humillación. Y de tal modo, la aplicación radical del principio
conduce a su inversión: vida de pobreza escandalosa, insoportable, fea,
dependiente y humillada del cínico. (…) No cuesta mucho imaginar que esa
valorización de la suciedad, de la fealdad, de la desgracia, que forma parte
del cinismo, no era muy fácil de aceptar en sociedades tan aferradas a los
valores de la belleza, las valores de la plástica en el cuerpo humano, en el
gesto humano, en las actitudes, en el porte de los individuos. (…) Se entiende,
en todo caso, que la inversión haya suscitado un escándalo. Puesto que también
en Sócrates podrían encontrarse,
desde luego, unas cuantas cosas concernientes al juego entre la valorización y
la desvalorización de lo bello y lo feo. Pero Sócrates, justamente, insiste a las claras en el hecho de que no
hay que aferrarse a la belleza del cuerpo, y hay que preferir los ejercicios
del alma a los destinados a embellecer y fortalecer el cuerpo. En él también se
constata la idea de que, bajo la falta de gracia de un cuerpo sin belleza, es
menester reconocer la belleza del alma. Pero, precisamente, el principio de
esta relativa –y nunca otra cosa que simplemente relativa- descalificación de
la belleza y el valor físicos siempre es, en Sócrates, la preferencia sobre otra, el privilegio de una belleza
sobre otra.
La pobreza cínica, al contrario, es la afirmación del
valor propio e intrínseco de la fealdad física, de la suciedad, de la miseria.
Este aspecto es importante e introdujo en la ética, el arte de la conducta, y
también en la filosofía, por desdicha, valores de fealdad que éstas no siempre
abandonaron.
Pero hay algo más que esa valorización de la fealdad en
sí misma. Está el hecho de que, en la pobreza absoluto, el individuo termina
por encontrarse en una situación de dependencia. Y el principio de la vida sin
mezcla, la vida sin subordinación, la vida independiente de todo, termina por
invertirse. En efecto, cuando alcanzamos el piso de la pobreza absoluta, ¿con
qué nos topamos? Nos topamos con la esclavitud, una esclavitud que, como
recordarán, era lo inaceptable a los ojos de un griego y un romano; y cuando la
esclavitud se vuelve inaceptable, es en general como un destino que se sufre y
que es preciso sufrir con indiferencia. (…)
La pobreza, en consecuencia, lleva a la aceptación de la
esclavitud. Y a algo que para un griego o un romano era aun más grave que la
esclavitud (porque, después de todo, la esclavitud siempre podía formar parte
de las desdichas de la existencia humana): la mendicidad. La mendicidad es la
pobreza llevada al extremo de depender de los otros, de su buena voluntad, de
los azares del encuentro. Tender la mano era para un antiguo el gesto de la
pobreza infamante, de la dependencia bajo su forma más insoportable. Y esta
mendicidad constituía la pobreza cínica llevada hasta el escándalo voluntario.
Y para terminar, más allá de la mendicidad, de esa
dependencia material, la pobreza cínica afrontaba algo que era todavía más
grave que la esclavitud y la mendicidad. Afrontaba la adoxía. La adoxía es la
mala reputación, la imagen que uno deja de sí cuando ha sido insultado,
despreciado, humillado por los otros, cosas que, como es obvio, jamás habían
tenido un valor positivo entre los griegos y los romanos. No se podía, desde
luego, dar valor positivo a la adoxía
en una sociedad en que las relaciones de honor eran tan importantes, y la
gloria, la buena reputación, el recuerdo que se deja en la memoria de los
hombres, era una de las formas de la supervivencia deseada. (…)
Los cínicos buscan concretamente ese deshonor mediante
las búsqueda activa de situaciones humillantes que valen porque ejercitan al
cínico en la resistencia a todo lo que es fenómeno de opiniones, creencias,
convenciones. Tenemos un ejemplo en la anécdota de Diógenes que, al recibir un puñetazo en la cabeza, o un bastonazo,
no sé, se niega a responder. No es una cuestión de honor. Él dice: la próxima
vez me pondré un casco. Pues el golpe no es otra cosa que un golpe, y todo
deshonor que se presume en esa situación –se recibe un golpe- no tiene
importancia alguna y literalmente no existe. Por lo tanto: indiferencia con
respecto a todas esas situaciones de humillación, e incluso búsqueda activa de
ellas, porque hay ante todo un aspecto de ejercicio, de reducción de las
opiniones, y también el hecho de que, dentro de esa humillación aceptada, se
podrá en cierto modo invertir la situación y recuperar el control. Así sucede
en la historia de Diógenes que,
mientras come en la plaza pública, genera en los transeúntes la idea de
calificarlo de perro: comes como un perro, le dicen. Y él, al aceptar la
humillación, invierte de inmediato la situación. Acepta la humillación y la
invierte, diciendo: pero ustedes también son perros, porque sólo los perros
pueden hacer un círculo alrededor de un perro que come. Perro soy, pero ustedes
lo son tanto como yo. Un día, al llegar a un banquete, le tiran un hueso,
porque es un perro. Entonces, Diógenes se va con el hueso, vuelve y mea a los
comensales, como un perro. (272-275)
Clase del 14 de
marzo de 1984. Segunda hora.
Michel Foucault, El coraje de la verdad, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires
2010
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