La divisió entre concepció mística i concepció ascètica en el cristianisme (Michel Foucault).


Es en los textos neotestamentarios donde las cosas se vuelven sin duda más complicada o, en todo caso, más interesantes. La parrhesía comienza entonces a aparecer con un valor ambiguo. Y hasta cierto punto, esa ambigüedad de los valores de la noción de parrhesía retoma y amplifica la que ya habíamos señalado en los griegos, cuando aparecía como el coraje del individuo virtuoso para dirigirse a los otros y tratar de rescatarlos de su error y llevarlos a la verdad, y, asimismo, como la libertad de palabra, el desorden, la anarquía por la cual cualquiera puede decir todo sin distinción. En alguna medida en estos textos, vamos a reencontrar esa ambigüedad, pero con una transposición muy profunda.

Primero, en su valor positivo, la parrhesía se deja ver como una suerte de virtud bisagra, que caracteriza a la vez la actitud del cristiano –del buen cristiano- con respecto a los hombres y su manera de ser con respecto a Dios. En lo concerniente a los hombres, la parrhesía será el coraje de hacer valer, a pesar de todas las amenazas, la verdad que uno conoce, que uno sabe y de la que quiere dar testimonio. En este aspecto estamos cerca del valor de la parrhesía con las significaciones constatadas en la Antigüedad griega. (…)

La parrhesía por la cual algunos individuos fueron capaces de oponerse a la persecución y aceptar el martirio puede ser provechosa y útil. (…) Hay hombres vigilantes a quienes el coraje de esos parresistas que son los mártires puede persuadir, convencer o, en todo caso, llamar a la verdad de la lección evangélica. El mártir es el parresiasta por excelencia. Y en esa medida, se darán cuenta de que la palabra parrhesía se refiere al coraje que uno tiene frente a los perseguidores, un coraje que ejerce para sí mismo, pero también para los otros y para aquellos a quienes quiere persuadir, convencer o fortalecer en su fe.

Pero esa parrhesía como relación con los hombres es también una virtud con respecto a Dios. La parrhesía no es sólo el coraje que se manifiesta frente a las persecuciones para convencer a los otros, sino también un coraje que es la confianza que se tiene en Dios, y esa confianza no puede disociarse de la actitud de coraje que se muestra ante los hombres. Lo que constituye justamente la diferencia –creo que es san Jerónimo el que lo dice- entre el coraje, por ejemplo, de un Sócrates o un Diógenes y el de un mártir es que el primero no es más que el coraje de un hombre que se dirige a los otros hombres, mientras que el de los mártires cristianos es un coraje que se apoya en ese otro aspecto, esa otra dimensión de la parrhesía que es la confianza en Dios. Confianza en la salvación, en la bondad de Dios, y también confianza en la escucha de Dios. Y en este punto, toda una serie de textos muestra que el tema de la parrhesía viene a conjugarse con el tema de la fe y la confianza en Dios.

(…) Sólo podemos tener ese coraje de la verdad, incluso hasta llegar el martirio, en la medida en que lo anclemos, lo arraiguemos en una relación de confianza con Dios que nos ponga en cercanía con Él, una especie de cara a cara que recuerda, al menos hasta cierto punto, el cara a cara primordial del hombre con su Creador. Ése es el núcleo positivo del término parrhesía.

Con una salvedad: a media que, en la vida del cristianismo, la práctica cristiana, las instituciones cristiana, se marque el principio de obediencia, tanto en la relación consigo mismo con la verdad, esa relación de confianza –en la cual consistía la parrhesía- del hombre consigo mismo, apoyada en una relación de confianza con Dios (confianza en la salvación, en que vamos a ser escuchados por Dios, en que estamos cerca de Dios, en que el alma se abre a Dios), va en cierto modo a oscurecerse, va a vacilar en lo que se refiere a su propio principio y su eje primordial, va a parecer empañada. Y el tema de la parrhesía como confianza será sustituido por el principio de una obediencia trémula, en la cual el cristiano tendrá que temer a Dios, reconocer la necesidad de someterse a la voluntad de Dios, a la voluntad de quienes Lo representan. Veremos desarrollarse el tema de la desconfianza hacia sí mismo, así como la regla del silencio. Por eso mismo, la parrhesía en cuanto apertura de corazón, relación de confianza en virtud de la cual el hombre y Dios quedan cara a cara, en la mayor cercanía recíproca, se verá cada vez más bajo la amenaza de aparecer como una suerte de arrogancia y presunción.

Todo esto exigiría, desde luego, una mayor elaboración, pero se darán cuenta de que  –a partir, digamos, del siglo IV, pero cada vez más nítidamente en los siglos V y VI- en el cristianismo se desarrollan las estructuras de autoridad por las cuales el ascetismo individual quedará encajado, por decirlo de algún modo, dentro de estructuras institucionales, como las del cenobio y el monaquismo colectivo, por un lado, y las de la pastoría, por otro, que entregarán la dirección de las almas a pastores, sacerdotes u obispos. Al mismo tiempo que se desarrollan esas estructuras, el tema de una relación con Dios que sólo puede mediatizar la obediencia que va a conllevar, como condición y consecuencia, la idea de que, por sí mismo, el individuo no es capaz de obrar su salvación, no es capaz de recuperar ese frente a frente con Dios, ese cara a cara con Dios que podía caracterizar su existencia primera. Y si no es capaz de tener por sí mismo (…) esa relación con Dios, como no sea por intermedio de aquellas estructuras de autoridad, ése es el claro signo de que debe desconfiar de sí mismo. (…) Por sí mismo y en sí mismo, no puede encontrar otra cosa que el mal, y sólo a través de la renuncia a sí y la puesta en práctica del principio general de la obediencia podrá el hombre alcanzar su salvación.

La parrhesía, que se había convertido entonces en una especie de relación de confianza, de apertura de corazón que podía ligar al hombre con Dios, va a desaparecer en cuanto tal o, mejor dicho, va a reaparecer como confianza bajo la apariencia de un defecto, de un peligro, de un vicio. La parrhesía como confianza es ajena al principio del temor a Dios. Se opone al sentimiento necesario de un alejamiento con respecto al mundo y las cosas del mundo. La parrhesía parece incompatible con la mirada ahora severa que es menester posar sobre sí mismo. Quien es capaz de obrar su salvación –es decir, quien teme a Dios, quien se siente extranjero en el mundo, quien ejerce y debe ejercer sin cesar la vigilancia en sí mismo- no puede tener esa parrhesía, esa confianza jubilosa por la cual estaba ligado a Dios, se tendía hacia Él hasta encontrarlo en un cara a cara directo. Ahora, por lo tanto, la parrhesía aparece como un comportamiento censurable, de presunción, de familiaridad y de confianza arrogante en sí mismo.

(…) La supresión de la parrhesía como arrogancia y confianza en sí mismo, (…) debe tener su forma primera y su manifestación esencial en la obediencia. Donde hay obediencia, no puede haber parrhesía. Volvemos a dar con lo que les decía hace un rato, a saber, el problema de la obediencia está en el centro de esta inversión de los valores de la parrhesía.

A través de esa división en el concepto de parrhesía, vemos marcarse en el cristianismo la oposición entre dos grandes matrices, dos grandes núcleos de la experiencia cristiana. (…) Hay una concepción positiva y una concepción negativa de la parrhesía. La concepción positiva es la que hace de ella una confianza en Dios, una confianza en cuanto es el elemento por el cual el hombre puede decir la verdad que tiene a su cargo si es un apóstol o un mártir. (…) A mi entender, ese polo parresiático fue el origen de lo que podríamos calificar de gran tradición mística del cristianismo. (…)

Y después tenemos, en el cristianismo, otro polo, un polo antiparresiático que funda, no la tradición mística, sino la tradición ascética. Es el polo según el cual la relación con la verdad sólo puede instaurarse en la obediencia temerosa y reverente con respecto a Dios, y bajo la forma de un desciframiento receloso de sí mismo, a través de las tentaciones y las prueba. Este polo antiparresiático (…) fue histórica e institucionalmente mucho más importante porque, en definitiva, en su entorno se desarrollaron todas las instituciones pastorales del cristianismo. Y la larga y difícil persistencia de la mística, de la experiencia mística en el cristianismo, no es otra cosa, me parece, que la supervivencia del polo parresiástico de la confianza en Dios que subsistió, no sin esfuerzo, en los márgenes, contra la gran empresa de la sospecha parresiástica que el hombre está destinado a manifestar y practicar con respecto a sí mismo, con respecto a los otros, por obediencia a Dios y en el temor y el temblor suscitados por ese mismo Dios. (…)

Descifrar la verdad de sí en este mundo, autodescifrarse en la desconfianza hacia sí mismo y el mundo, en el temor y el temblor con respecto a Dios: esto, y sólo esto, podrá darnos acceso a la verdadera vida. Verdad de la vida antes de la verdadera vida, en esta inversión el ascetismo cristiano modificó fundamentalmente un ascetismo antiguo, que seguía aspirando a llevar a la vez la verdadera vida y la vida de verdad, y que, en el cinismo al menos, afirmaba la posibilidad de llevar esa verdadera vida de verdad. (340-348)

Clase del 28 de marzo de 1984. Segunda hora.


Michel Foucault, El coraje de la verdad, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 2010

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