Aforismes: la brevetat contra la cultura de la immediatesa.


Cada día son más los pensadores que defienden que internet nos está transformando en seres superficiales y mediocres. Creen que nuestra forma de leer se está modificando y empobreciendo a pasos agigantados. No hay nada nuevo bajo el sol, como afirma la sabiduría biblíca. Cualquier progreso tecnológico ha sido confrontado con virulencia desde hace siglos por quienes se sienten amenazados por las novedades técnicas. Hace un década el reconocido politólogo Giovanni Sartori lanzaba una tesis profética similar que tenía como protagonista a la televisión, a la que responsabilizaba de la demolición radical de nuestro aparato cognoscitivo. Frente a estas hipótesis se levantan quienes niegan estas apocalípticas constataciones. Crítican el alarmismo de estas afirmaciones y defienden que no existe una demostración palpable para sostener que los avances digitales son los culpables de esos supuestos efectos perniciosos denunciados. Sin embargo, estos enconados debates suelen olvidar lo esencial: desgraciadamente aún no sabemos valorar cómo ha cambiado la Red nuestra forma de pensar y cuál será su indudable impacto en nuestro horizonte de sentido.
Establecido todo ello, no podemos caer en la defensa sorda ni del posicionamiento optimista ni del pesimista, más si tenemos en cuenta que nuestras previsiones en la gran mayoría de las anteriores ocasiones han sido desbaratadas por lo imprevisto. Con todo, hay aspectos de la realidad digital, con todos los claroscuros que se quieran, que invitan a replantearse algunas posibles objeciones demasiado críticas porque, sin ir muy lejos, la rápida evolución de las tan denostadas redes sociales está redescubriendo la necesidad de recuperar el antiguo género literario del aforismo. El sistema de microblogging Twitter y su limitación de caracteres (140 para ser exactos) impone un esfuerzo máximo en lo mínimo y está facilitando un poderoso renacimiento de este género desdeñado. Eso sí, de los millones de usuarios de estas redes solo un número reducido consigue elaborar sentencias de la suficiente calidad y profundidad. Porque el aforista intenta, entre la ironía lacónica y la certeza lúcida, ser un pensador sugerente, centelleante e inteligente con la menor cantidad de palabras. El aforismo pretende desvelar el mundo a la vez que consigue señalar lo velado y golpear nuestra conciencia. Su territorio literario es amplio y difuso por su esencia híbrida. Hay tipos de aforismos para todos los gustos: poéticos, paradójicos, cínicos, inspiradores, oscuros e, incluso, sagrados. Y si no, que se lo pregunten a los fieles lectores de las máximas de Marco Aurelio, el Eclesiastés, los pensamientos de Juan Ramón Jiménez, las sentencias de Elias Canetti, los escolios del colombiano Nicolás Gómez Dávila, los apuntes de Wittgenstein o las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. 
Desde sus orígenes en la Grecia clásica con las reglas médicas de Hipócrates, los aforismos han sido defendido como una invitación a la reflexión, que contagia la pasión por el pensamiento y el cuidado de las palabras. Por ello, el estoico Epícteto aseguró que filosofar servía para afinar los criterios, lo que debía terminar repercutiendo convincentemente en la escritura. Y no hay que olvidar que el lenguaje es una herramienta indispensable para comunicar y para pensar. Los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII (Pascal, La Rochefoucauld, La Bruyère o Chamfort) fueron también conscientes de la importancia de expresar sus opiniones de forma concisa, clara y directa. Como notables herederos de la antigüedad clásica, utilizaron estas formas breves para reflexionar sobre la naturaleza humana, las dificultades de las relaciones entre las personas, sus sentimientos y su moral. Porque los aforismos, además de dirigirse como certeros dardos hacia nuestro intelecto, incitan de alguna forma a la transformación personal y a la acción. 
La producción aforística pervivirá también a lo largo del siglo XXI. En una sociedad donde se ha establecido como mandamiento sagrado el “no perderás ni un minuto”, este tipo de frases seguirán obligándonos a leer lentamente, incluso a releer con suma atención cada palabra, y se convertirán en el estímulo necesario para romper con la ansiedad generada por la cultura de la inmediatez en la que estamos sumergidos. Podrán ser piezas breves, pero nunca serán nimias. En definitiva, los aforismos mantienen el ímpetu de la provocación y no esquivan las preguntas de sentido que nos acompañan desde el nacimiento. Forman parte de la mejor tradición literaria como fragmentos de una conversación continua entre sabios de todos los tiempos, que han procurado alumbrar algunas de las cuestiones centrales de nuestra vida. El aforista se enfrenta en la actualidad a la líquidez de nuestro tiempo tomando conciencia de la existencia humana porque en su horizonte se encuentran la razón y la belleza. Franz Kafka ya lo destacó hace un siglo en uno de sus más conocidos aforismos: la literatura es siempre una expedición a la verdad.
Joseba Louzao, La fuerza del aforismo, fronteraD 28/02/2016
(Este artículo se publicó en La Gaceta, el 15 de septiembre de 2011).

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