Slavoj Zizek: el riure del mujic.
Da un paso al frente: dicen
Que eres un hombre bueno.
Que no eres venal, pero el rayo
Que parte la casa tampoco
Lo es.
(...)
Y después te vamos a enterrar
Con una buena pala en buena tierra.
Así que oye bien: sabemos
Que eres nuestro enemigo. Es por eso que te vamos
A poner delante de un paredón. Pero, tomando en cuenta
Tus méritos y virtudes,
Va a ser delante de un buen paredón que te vamos a matar,
Con buenas balas tiradas con buenos fusiles”.
Así termina el primer capítulo de Sobre la violencia, del
filósofo esloveno Slavoj Zizek, anunciando sin ambages lo que viene: una
vuelta a la orden del día de la política revolucionaria y de su
corolario, el terror. Figura prominente de la teoría crítica
contemporánea, Zizek es todo un fenómeno: las editoriales se arrebatan
sus títulos, da conferencias multitudinarias, un sinfín de documentales
le están dedicados y hasta una discoteca de Buenos Aires tiene su
nombre... Éxito que se explica en cierta medida por su manera de mezclar
las referencias abstrusas a Hegel con la cultura popular –novelas
policíacas, de ciencia ficción, filmes de Hollywood, chistes del antiguo
campo socialista, digresiones acerca de las nuevas prácticas sexuales–,
a la vez que despliega una feroz y no menos sutil crítica del
capitalismo contemporáneo –a lo cual añade citas de Stalin para
reprender la flojera de la izquierda institucional–; cierta tendencia a
la provocación que el autor se puede permitir, ya que su pasado de
disidente en el período comunista lo pone al amparo de toda sospecha de
afinidades con el estalinismo. Bajo la batuta de una tríada corrosiva
(Hegel, Marx, Lacan) a la cual de vez en cuando se suma el maestro del
suspense, Hitchcock, en el baile al que nos invita Zizek la guillotina
acosa las máscaras.
Pero ¿de dónde viene esa necesidad de rehabilitar la violencia como
instrumento de lucha política? Para poder responder esta pregunta es
necesario detenerse antes en la distinción que Zizek establece entre
violencia subjetiva y violencia objetiva. Mientras que la primera es
ejercida por un agente claramente identificable, la segunda se distingue
por el hecho de ser inherente al sistema –pero no por ello corresponde
al monopolio de la violencia legítima del Estado (ejército, policía,
etcétera)–, sino más bien a las formas de coerción mucho más sutiles que
rigen las relaciones de dominación y de explotación. La fase actual del
capitalismo evidencia la complementariedad entre estos tipos de
violencia: “la violencia ultraobjetiva o sistémica, inherente a las condiciones sociales inducidas por el capitalismo global (el cual implica la creación automática de individuos excluidos y dispensables como los parados o los desahuciados), y la violencia ultrasubjetiva de las nuevas corrientes fundamentalistas étnicas
y/o religiosas (en una palabra: racistas)”. De ahí la advertencia de
Zizek: no nos podemos dejar subyugar por la espectacularidad de la
violencia subjetiva –motines en los suburbios, atentados terroristas,
etcétera–, puesto que no es más que el tipo más visible, tan sólo la
reacción ante esta violencia mucho más importante: la violencia
sistémica de base. Teniendo en cuenta esa dialéctica, se disipa el aura
de irracionalidad que, en la opinión pública, ensombrece con frecuencia
las manifestaciones de violencia subjetiva.
El reino del capital
Aquí cobra sentido la cita que inicia este artículo. La erosión del
Estado-providencia en el curso de las últimas décadas ha propiciado el
surgimiento de un tipo de personalidad pública a la que Zizek tilda de comunista liberal.
¿Qué es un comunista liberal? Se trata ni más ni menos del hombre de
negocios que pretende que es posible aprovecharse de la globalización y a
la vez “adoptar los valores anticapitalistas de responsabilidad social y
ecológica”: Bill Gates, George Soros, o los directores ejecutivos de
Google, IBM, INTEL, eBay... Para el comunista liberal los antagonismos
socio-económicos se reducen a problemas concretos que hay que resolver
lo antes posible: hambruna en África, fundamentalismo religioso,
opresión de las mujeres musulmanas, etcétera. Sus obras caritativas, su
implicación en la resolución de las crisis humanitarias, no resisten
comparación alguna. Pero, claro está, con una condición: el repliegue
del Estado. Si se les exige demasiados gravámenes a las corporaciones o
si se las trata de regular: ¿cómo generar los fondos destinados a los
necesitados? En realidad, su discurso no se aleja de la doxa neoliberal,
a no ser por cierta condescendencia hacia los desfavorecidos.
Con razón Zizek los utiliza para mostrar el funcionamiento de la
ideología en su más pura expresión: la violencia socio-simbólica, al
desplegarse, nos (a)parece espontánea: de tal modo las desigualdades
socio-económicas terminan por inscribirse en el orden natural de las
cosas. A lo cual habría que añadir que los comunistas liberales, al
igual que las élites en su conjunto, lejos de desempeñar el papel de
marionetistas, están ellos mismos atrapados en las redes de la ideología
capitalista. O tal como a Zizek le gusta citar la que considera la más
elemental definición de la ideología: no saben lo que hacen, pero aún
así lo hacen. Esto, empero, no los exime de su credo ni de sus acciones:
“en la lucha contra la violencia subjetiva, los comunistas liberales no
dejan de ser los agentes de la violencia estructural que crea las
propias condiciones de la explosión de esa violencia subjetiva. Los
mismos filántropos que pagan millones para luchar contra el SIDA o
promover la tolerancia han arruinado la vida de miles de individuos por
medio de la especulación financiera y asimismo han creado las
condiciones favorables para el auge de la intolerancia que denuncian”.
En resumidas cuentas, “la caridad no es más que una máscara generosa que
disimula el verdadero rostro de la explotación económica”.
Así pues la dinámica de autogeneración continua del capital se
convierte en “la clave de los sucesos y catástrofes de la vida real”.
Retomando un enfoque marxista, Zizek insiste en que esta abstracción (el
incesante auto-engendramiento de la circulación del capital) determina
la estructura de la vida social. Y, para no dejar dudas sobre el tenor
de la violencia objetiva, que atraviesa el conjunto de la sociedad desde
los más acomodados hasta los más desposeídos, Zizek acude a la
distinción establecida por Lacan entre la realidad y lo Real: “la realidad remite
a la realidad social de las personas implicadas concretamente en las
interacciones y los procesos de producción, mientras que lo Real
consiste en la inexorable lógica abstracta y espectral del
capital que determina lo que sucede en la realidad social”. La crisis
económica actual ilustra perfectamente este problema: “la realidad no
tiene importancia, es la situación del capital lo que cuenta”.
La política del miedo
Tras la caída del comunismo y la asunción de la democracia liberal
como estadio final de la evolución política –el “fin de la Historia” de
Fukuyama– nuestro modo político ha pasado a ser el de la biopolítica postpolítica.
Según Zizek, éste es el marco actual: la postpolítica pretende haberle
dado la espalda a las viejas luchas ideológicas para centrarse en la
gestión de expertos y a su vez la biopolítica tiene como fin la
regulación y la seguridad del bienestar de los individuos. Tecnocracia y
primacía del confort resultan ser las dimensiones que se imponen una
vez que se renuncia a la toma de postura ideológica y por ende a la
política; todo se reduce a la gestión eficaz de la existencia. Aun así,
esa supuesta objetividad de las élites, la de hacer política sin ideología,
no hace más que poner de manifiesto el dominio de la ideología
capitalista: a tal punto satura los mecanismos sociales que se vuelve
invisible.
Esta situación constituye de facto un vaciamiento de la democracia. A
partir del momento en que la política se reduce al peritaje, a la
coordinación objetiva de intereses, el único modo de movilizar a las
multitudes o de inyectar un poco de pasión en el debate, es el recurso
al miedo, “constituyente de base de la subjetividad actual”. La obsesión
por la seguridad (delincuencia, terrorismo) sirve pues de detonante al
despliegue de los más variados dispositivos de vigilancia y represión:
ubicuidad de las cámaras y de las policías privadas, proliferación de
los sistemas de rastreo (pasaportes biométricos, bancos de datos
genéticos) y de las leyes que inhiben el derecho a manifestarse.
Una breve digresión acerca del masturbatón resulta útil para
comprender el alcance del miedo en estos tiempos. En 2006 Londres fue
la sede del primer masturbatón del Reino Unido, evento en el que
centenares de hombres y mujeres se masturbaron en beneficio de agencias
especializadas en la sexualidad y la reproducción. “La postura
ideológica en la que se origina el concepto de masturbatón se
caracteriza por un conflicto entre su forma y su contenido: constituir
un colectivo a partir de individuos dispuestos a compartir con otros el
egoísmo solipsista de su placer exclusivo [...]. Esta colusión de
elementos contrarios se funda en la exclusión compartida: estar solo en
medio de una multitud no es sólo una posibilidad, es un hecho.
Este aislamiento y esta inmersión impiden ambos la verdadera
intersubjetividad, es decir el encuentro con el Otro”. No es una
casualidad que entre las ventajas de la masturbación citadas por los
organizadores se indicara que ésta encarna el summum del safe sex.
Ostentación del placer solitario, exclusión del otro real como amenaza,
obra de caridad a favor de ese mismo otro pero esta vez virtual y por
lo tanto sin posibilidad de perturbar nuestro equilibrio: curiosa manera
de estrechar vínculos, ¿no? A la gran orgía, en que el exceso de
fluidos, olores y cuerpos eran el aguijón del deseo, la sustituye el
exhibicionismo aséptico de la petite mort en solitario. Del uno para todos, todos para uno al se mira y no se toca, más que un cambio de lema, una profecía: el masturbatón es el sexo de la era del miedo.
Si la política del miedo es la faceta más espectacular de la
situación actual, la tecnocracia rampante es la dinámica que la
determina. Irlanda nos da un ejemplo perfecto. Luego del rechazo por el
pueblo del tratado de Niza en 2001, el gobierno (bajo la presión de
Bruselas) convocó otro referendo para que se aprobara el texto. La
historia se repitió en 2008 con el tratado de Lisboa. Y los referendos
hubiesen continuado uno tras otro hasta que el pueblo tomara la decisión
correcta, es decir, que aprobara lo decidido por las altas
administraciones europeas. Hace poco los griegos, acosados por los demás
gobiernos de la Unión, tuvieron que renunciar a un referendo sobre el
pacto de austeridad que les fue impuesto a cambio del rescate
financiero. Tendencia perversa que comienza a ser la norma: respecto a
las políticas europeas, sólo se acepta la decisión popular si se alinea
con la voluntad de la administración central.
Este desplazamiento de la política hacia la especialización explica
en parte la fuerte tasa de abstención que despunta en los procesos
electorales de las democracias occidentales. Zizek lo ve como la
deserción de una ciudadanía que no se reconoce más en el sistema: “la
abstención de los votantes va más allá de la negación intrapolítica, del
voto de no-confianza: es un rechazo del marco de decisión”.
Las contradicciones principales
La conjunción de tecnocracia y obsesión por la seguridad, que
actualmente condiciona la política en las sociedades occidentales,
anuncia quizá el futuro del capitalismo. En Primero como tragedia, después como farsa,
al analizar el desarrollo fulgurante del capitalismo en China, Zizek se
pregunta: “¿Qué pasa si la despiadada combinación del látigo asiático
con el mercado bursátil europeo demuestra ser económicamente más eficaz
que el capitalismo liberal? ¿Qué pasa si es la señal de que la
democracia, tal como la entendemos, no es ya una condición y una fuerza
motriz del desarrollo económico, sino, por el contrario, un obstáculo?”
Alejándose de la crítica marxista tradicional, que considera los
derechos universales de la democracia como el marco jurídico necesario
para la explotación y la dominación de clase, Zizek destaca que dicho
marco no es simple ilusión, sino que justamente la existencia de estos
derechos influye en la rearticulación de las relaciones socioeconómicas,
mediante la paulatina politización de éstas. Es así que surgen
preguntas tales como: ¿por qué las mujeres no pueden votar?, o bien ¿por qué las condiciones de trabajo no son un problema público, político?
El éxito del capitalismo asiático viene a alterar los términos de
esta ecuación, puesto que, por lo visto, constituye la vía más eficaz
para eliminar las contradicciones entre la urgencia de la reproducción y
circulación sin freno del capital y las reivindicaciones que emanan
continuamente del juego democrático. Por lo tanto, hay algo más que una
coincidencia en el hecho de que en la neutralización de la política, es
decir, en la obliteración de los antagonismos que estructuran la
sociedad, se sitúe el punto de convergencia entre la tecnocracia y el
modelo chino.
Así pues Zizek, en Primero como tragedia, después como farsa,
señala los conflictos que, por su intensidad, manifiestan el impasse
del capitalismo –que adquiere aquí un doble sentido: el de las
contradicciones que la lógica capitalista es de por sí incapaz de
resolver y, por ello mismo, el de barrera a su reproducción indefinida.
“Son cuatro los antagonismos en cuestión: la amenaza inminente de una
catástrofe ecológica; la inadecuación de la noción de propiedad privada
con la de propiedad intelectual; las repercusiones éticas y sociales de los nuevos avances tecnológicos y científicos (en especial en la biogenética); y, por último, aunque no el de menor importancia, las nuevas formas de apartheid [...].”
Los tres primeros elementos corresponden a lo que Negri y Hardt llaman bienes comunes,
la sustancia compartida de nuestro ser social, cuya privatización
actual “conlleva una violencia a la que, en caso de necesidad, habría
que resistirse por la fuerza”. He aquí la explicitación: los bienes
comunes de la cultura (el lenguaje, nuestros medios de comunicación y de
educación, la infraestructura de los transportes públicos, de la
electricidad, del correo, etcétera); los bienes comunes de la naturaleza
exterior, amenazados por la contaminación y la explotación
indiscriminada (ya sea el petróleo, los bosque tropicales, el hábitat
natural, etcétera); los bienes comunes de la naturaleza interior, es
decir el patrimonio biogenético de la humanidad, el cual se encuentra al
borde del precipicio, ya que la biogenética hace realizable, por
primera vez, la perspectiva de un cambio de la naturaleza humana. El
último punto, las nuevas formas de segregación, reúne los otros tres, ya
que el abismo entre los excluidos y los incluidos atraviesa todos esos
campos.
“Lo que motiva el combate en todas estas esferas es una toma de
conciencia del potencial de destrucción –que podría conducir al
autoaniquilamiento de la humanidad– inducido por la lógica de “alambrado
de los bienes comunes” inherente al capitalismo.”
Poco después de la caída del muro de Berlín una broma, parodiando el
curso de la historia según la ortodoxia marxista
(capitalismo-socialismo-comunismo), rezaba que el socialismo era la vía
más rápida para pasar del capitalismo al capitalismo. Hoy día el
problema más bien sería que el capitalismo se convierta en el trampolín
que nos propulse de un salto a la horda primitiva –no por gusto, la
obsesión que domina el aluvión de filmes catastrofistas tales como La carretera o Soy leyenda–.
El tiempo del fin
Los textos de Zizek pueden por momentos rezumar cierto aire
apocalíptico. Esto no sólo se debe a la urgencia de la situación –el
fracaso de las últimas cumbres de medio ambiente deja claro hasta qué
punto la lógica del capital es nefasta en este campo–, sino también al
mesianismo propio de las corrientes revolucionarias.
En su glosa a la Epístola a los romanos, Giorgio Agamben
define el tiempo mesiánico no como el fin de los tiempos, sino más bien
como el tiempo del fin, es decir, el tiempo que queda entre el tiempo y
su fin. Éste es el lapso en que se inscribe toda praxis revolucionaria.
Conciencia del fin (sea del Antiguo Régimen, del capitalismo o incluso
de la Historia) que instaura de hecho la urgencia de actuar. Urgencia,
que no precipitación. Zizek insiste en que a la conminación hay que hacer algo,
que en estos tiempos de crisis repetidas (económica, climática,
humanitaria) “se asemeja a la compulsión supersticiosa que hace
gesticular cuando se observa un proceso sobre el cual no se ejerce
ninguna influencia real”, hay que oponer la voluntad de reflexionar y de
“decir lo que hay que decir”.
Y esta reflexión, más allá de la crítica del sistema, debe orientarse
a las formas concretas de la lucha. Y aquí nos hallamos ante un
obstáculo mayor a superar (o a asumir): el fracaso de las revoluciones
del siglo XX –del cual el estalinismo es el símbolo–. La actitud de
Zizek al respecto es de gran coraje, ya que afirma que, en lugar de
considerar el estalinismo (el totalitarismo) como una simple desviación
de las luchas revolucionarias, habría que considerarlo como inscrito en
el núcleo de todo verdadero proyecto de emancipación. Así lo explica en
su prefacio al discurso de Robespierre: “la dura consecuencia que
tenemos que aceptar es que este exceso de la democracia igualitaria por
encima del procedimiento democrático [es decir, la irrupción real de
aquellos que hasta entonces no contaban en los procesos políticos: los
desposeídos, los excluidos] sólo puede institucionalizarse en la forma de su contrario, como terror revolucionario
democrático”. Siendo el problema cómo reinventar ese terror hoy día. Lo
cual, retomando la formulación leninista, se traduce por la voluntad de
volver al punto de partida: “comenzar por el comienzo”. Comienzo que ha
de leerse a la luz del componente mesiánico antes mencionado y que
presupone una doble lectura: comenzar de nuevo el proyecto
revolucionario y, con el mismo impulso, hacer advenir lo antes posible
la nueva era que arrase con el tiempo del fin –que no es más que este
fin sin fin del capitalismo–.
Un primer intento de reactivación de la política revolucionaria se
basa precisamente en la amenaza ecológica. Habría que conjugar cuatro
etapas para hacerle frente de manera eficaz: una justicia igualitaria
estricta (todos deberían pagar por igual en términos de renunciamiento: a
nivel mundial, paridad en el consumo de energía por habitante, de
emisiones de dióxido de carbono, etcétera); el terror (castigo sin
piedad a todos los que violen las medidas de protección impuestas); el
voluntarismo (asumir decisiones a gran escala que frenen la lógica
capitalista); la confianza en el pueblo (no se ha de temer a la
utilización de la figura del informante, que denuncie los culpables a
las autoridades).
La violencia divina
La rehabilitación del terror revolucionario se inscribe en un
cuestionamiento más amplio de la izquierda en su conjunto (desde la
institucional hasta la altermundialista). Según Zizek, ésta ha
renunciado a todo proyecto político radical y se ha rendido ante la
economía de mercado cual si fuera la única opción posible. En este
sentido, la izquierda no es menos cautiva de la influencia simbólica del
capitalismo que el resto de la sociedad: “hoy día no hacemos sino
imaginar que no creemos de verdad en nuestra ideología; y, a
pesar de esa distancia imaginaria, no dejamos de profesarla. No creemos
menos, sino mucho más que lo nos imaginamos”. A tal punto que, insiste
Zizek, es mucho más fácil imaginarse el fin del mundo (el cine ofrece un
variadísimo muestrario) que el fin del capitalismo.
Claro está que la debacle del comunismo ha sido un duro golpe para cualquier dinámica de oposición radical al sistema. En ¿Quién dijo totalitarismo? Zizek desmonta el mecanismo que subyace en esta imposibilidad: “la noción de totalitarismo ha sido siempre una noción en función de un complejo operativo de neutralización de los radicales libres”,
equiparando la crítica radical de izquierda a la dictadura fascista de
derecha. La conciencia de los horrores del totalitarismo (de izquierda y
de derecha) condiciona aún el imaginario político, con lo cual esta
sospecha ejerce de camisa de fuerza sobre toda verdadera lucha contra el
capitalismo.
De ahí que Zizek acuda a la distinción, hecha por Walter Benjamin,
entre violencia mítica y violencia divina. Si la violencia mítica es el
modo de imponer la ley que funda la soberanía del estado, la violencia
divina, en cambio, es la expresión del exceso de vida, el signo de la
injusticia en todas partes del mundo, un mundo dislocado en el plano
ético. “Cuando individuos ajenos a la estructura del campo social
[desposeídos/excluidos] golpean a ciegas, exigiendo y aplicando
una especie de justicia/venganza inmediata, se trata de violencia
divina”. La violencia emancipadora de los desposeídos, ésa es la
violencia divina. Violencia determinada por la voluntad de justicia, de
libertad. Lo que la distingue, por ejemplo, de la barbarie nazi que se
enraíza en un proyecto de sujeción. Tal y como lo había entendido
Robespierre, una revolución no sería más que un crimen estridente que
destruye otro crimen, si no se acompañara de la fe en la idea eterna de la libertad.
El uso del atributo divino no ha de confundirnos. Dios no
representa ninguna garantía de la violencia revolucionaria: “si la
muerte de Cristo en la cruz significa algo, es precisamente que hay que
renunciar a la noción de Dios como guardián trascendente que nos
garantice la felicidad al final del camino, dicho de otro modo, al
concepto de teología histórica. La muerte de Cristo en la cruz encarna
la muerte del Dios protector [...] la violencia divina es el signo de la impotencia de Dios.”
Esta relectura de la crucifixión –no hay autoridad superior alguna
que vele por nosotros– conduce al abandono de la teología de la historia
propia del marxismo. Si no hay Dios ni sentido de la historia que dé
significación a nuestros actos, no nos queda más que cargar “el peso
terrible de la libertad”. Es por eso que no existen criterios objetivos que
permitan calificar un acto como acto de violencia divina: “Sólo al
sujeto le incumbe el riesgo de interpretarlo y asumirlo como un acto de
violencia divina”. Sin sujeción a una necesidad subyacente, la violencia
emancipadora es un acto de libertad pura, un salto al vacío.
Aquí interviene la noción de acto ético, piedra angular de la
rehabilitación de la violencia política. Semejante acto no está sólo más
allá del principio de realidad –en el sentido que iría en contra de la
opinión dominante–, sino que “más bien consiste en una intervención que
cambia en sí los fundamentos en los que se basa el principio de realidad
[...] una intervención en la realidad social, que transforma lo que se
percibe como posible; no está simplemente más allá del bien,
sino que redefine el valor del Bien.” Esta redefinición del cuadro
normativo de la sociedad, y por ende de la percepción de los posibles,
es la esencia del acto ético.
De modo concreto, basta con tener en mente las sucesivas
redefiniciones de las normas sociales que la idea de igualdad ha
producido a lo largo de la modernidad (sufragio universal, abolición de
la esclavitud, acceso de las mujeres a la esfera pública, etcétera).
Redefiniciones que, sin excepción, han originado conflictos violentos al
oponerse a las categorías morales y políticas en vigor hasta el
momento. Lo cual demuestra el carácter intrínsecamente abierto de la
realidad: “la única manera de reflejar el estatus de la libertad es
afirmando la in-completitud ontológica de la realidad: la realidad existe en la medida en que existe una brecha o fisura ontológica en su seno.”
De la teoría a la práctica: el impasse de la crítica
Esta reactivación teórica de la violencia revolucionaria suscita
ciertas preguntas acerca de sus probables consecuencias –incluso de su
pertinencia–. La primera concierne la transición de la violencia
emancipadora (divina) a la violencia fundadora de derecho (mítica).
¿Cuál sería pues el vínculo entre la violencia que vendría a hacer
tabula rasa del antiguo sistema y la que instauraría un nuevo orden? Al
ver los horrores del estalinismo, la pregunta se impone naturalmente:
¿cómo evitar que el terror revolucionario ceda al avasallamiento
totalitario? Zizek puede replicar que no existen garantías al respecto,
que los mecanismos de inscripción de la emancipación se forjan en el
camino y que el riesgo de no lograrlo es justamente parte de la apuesta
por la libertad. Lejos de eludir dicho dilema, Zizek en repetidas
ocasiones se ha enfrentado con el escollo del estalinismo,
interpretándolo como una compresión del frenesí imprevisible y
extenuante que, por su novedad radical, es una revolución.
Ahora bien, tal réplica deja que desear. De un enfoque de la
violencia por venir se espera algo más que un simple acto de fe. Es
necesario por lo menos intentar avanzar en cuestiones tales como: ¿qué
tipo de organización política se necesitaría para llevar a cabo la
lucha? ¿Cuál sería el modo deseable (si es que existe) de la aplicación
del terror? ¿Existirían, y bajo qué disposición, los órganos aptos, una
vez pasada la necesidad, para detener el terror? En efecto, suponiendo
que la violencia no cristalice en un aparato represivo que niegue la
revolución misma, el terror podría perpetuarse en una especie de orgía
sangrienta. En una inversión irónica, la violencia privativa e
ininterrumpida de los excluidos podría así convertirse en la señal misma
del fracaso a encauzar la violencia sistémica. El horizonte de esta
venganza ad aeternam se situaría más bien en una suerte de
suicidio colectivo que en el reino de la justicia. Desestimar los
mecanismos concretos de la puesta en práctica de semejante violencia, al
igual que las barreras por alzar para no naufragar de nuevo en el
Archipiélago Gulag, confina con un abandono del pensamiento.
Después de un duro combate, en el que por poco pierde la corona, el
legendario boxeador cubano Félix Savón, brindando una lección admirable
de razonamiento circular, le contestó a un periodista que insistía en
saber cuál era la clave de su éxito: “la técnica es la técnica y sin
técnica no hay técnica”. Es aquí, en la vieja praxis leninista
revisitada por Savón –en la cual la tautología (A=A) adquiere alcance
explosivo–, que se juega el destino de toda teoría de la revolución.
¿Qué hacer? ¿Qué técnicas de combate utilizar para derrocar el sistema?
Desvelarlas, nombrarlas, es la única manera de comenzar a entrever su
factibilidad –o su futilidad.
Por cierto, el único momento en que Zizek parece aplicar a un caso
concreto (la amenaza ecológica) su objetivo (la reactivación de la
política revolucionaria) nos trae de vuelta a la figura del... delator.
Difícil superar la repulsión que tal elemento suscita. ¿Cómo, por una
parte, criticar la anulación de la ciudadanía, a la que desemboca, por
medio de la representación, la democracia parlamentaria y, por otro
lado, celebrar como componente de la confianza en el pueblo lo que
constituye su propia negación, es decir, la delación? Una vez puesto en
práctica tal engranaje, la sospecha (y no la participación) pasa a ser
el vector de la dinámica política.
A Zizek le gusta repetir, con razón, que la izquierda ya no está
dispuesta a pagar el precio de un cambio verdadero y que prefiere, a
semejanza de una época saturada de productos vaciados de su sustancia
(café sin cafeína, etcétera), “una revolución sin revolución”. No
obstante, se le podría replicar que pasar por alto las fallas de la
violencia revolucionaria (el paso del terror rojo al terror estalinista)
o pretender resucitar a los sepultureros de la participación
democrática (los delatores) equivale a no querer la revolución en
absoluto.
Ahora bien, no hay que negar los relentes de provocación de su
postura. Avanzar al borde del precipicio, sería el lema de nuestro
autor. De ahí viene su propensión a fagocitar los autores y referencias
más diversos, ponerlos a chocar, leerlos bajo otro ángulo, hacerles
decir algo distinto o más de lo que dicen. Zizek es un pensador barroco,
cuyas excentricidades pueden relacionarse con las estrategias de las
vanguardias artísticas: una vociferación que busca tener el efecto de
sacudidas eléctricas en ese consenso fláccido que nos hace aceptar lo
que vivimos como el único destino posible; y un modo de paliar la gran
carencia de toda teoría revolucionaria hoy día, el enraizamiento en un
vasto movimiento popular. A predicar en el desierto, más vale atizar la
ira –al menos así se escuchará otra voz–.
Que en el caso de Zizek la profusa crítica al capitalismo se acompañe
de una exhortación decepcionante a la acción revolucionaria se debe a
que el abismo entre la dimensión analítica (disección de las creencias y
modos de actuar en vigor) y la dimensión normativa (lo que se debe
hacer en aras de un cambio radical) es sintomática de las teorías
críticas contemporáneas. Si bien dicho cuestionamiento del sistema no
carece de fuerza, aún se estanca a la hora de reinventar las formas
radicales de combatirlo.
Una broma de Zizek nos revela el triste estado de las fuerzas de
resistencia al capitalismo: “En el siglo XV, cuando Rusia estaba aún
bajo el yugo mongol, un mujic y su mujer iban por un camino polvoriento.
Un jinete mongol se paró al lado de ellos y le dijo al mujic que iba a
violar a su mujer. Y añadió: “ya que el camino está cubierto de polvo,
hace falta que, mientras me follo a tu mujer, me aguantes los testículos
para que no se me ensucien...”. En cuanto el mongol acabó y se fue, el
mujic empezó a reírse y a dar saltos de puro regocijo. Al ver esto, la
mujer le reprendió: “¿Cómo puedes estar dando saltos de alegría si ese
tipo me acaba de follar delante de ti?”. A lo que el mujic respondió:
“¡Lo jodí, lo jodí! ¡Se fue con los cojones llenos de polvo!”.
José Antonio García Simón, La rehabilitación de la violencia en la lucha política. 'Bonjour terreur'. En torno a Slavoj Zizeck, fronteraD, 27/12/2012
Este texto vio inicialmente la luz en la publicación suiza La Cité
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