Eugenio Trías; repensar la política.
Hace unos días el pensamiento mundial en lengua española ha tenido
una pérdida irreparable. Eugenio Trías es, para gran parte de la
crítica, el principal pensador español contemporáneo que ha dejado como
legado un sistema filosófico exhaustivo al tiempo que original hasta
extremos inusitados; portador, ciertamente, de lo que más adolece el
contexto actual: innovación.
Dentro de su abrumadora producción hay un ámbito deficientemente
conocido: su pensamiento político. Esto se debe a que los numerosísimos
textos que consagró, a lo largo de cuatro décadas, a lo cívico son los
más sintéticos de su obra.
Eugenio Trías |
En todo caso, alguien que militó en el partido comunista, que fue
—como él mismo escribe— “un convencido antifranquista”, que reivindicó
no hace mucho la vigencia de la filosofía de Marx y que denunció las
guerras neoconservadoras en Oriente Próximo y que, al tiempo, apoyó en
algunas épocas al Partido Popular o escribió en la prensa conservadora
es imposible de ser definido mediante alguna categoría política; mucho
menos, partidista.
Voy a intentar realizar, sin embargo, un esbozo sumario, pero lo más
fiel posible, de algunas de sus ideas políticas más relevantes.
Trías sostiene que la intervención del intelectual en el debate
político debe consistir en introducir inoportunidades con respecto de lo
que, en cada contexto de acontecimientos, se tiene por lo oportuno. Su
propio método de hacerlo era genuino: realizaba, por escrito,
intervenciones puntuales pero muy elocuentes, para enseguida replegarse
de nuevo a la meditación filosófica a la espera de otra ocasión propicia
para la reflexión pública.
Pragmatismo, nacionalismos y la España de las ciudades. Trías
entiende que la democracia va más allá de una mera forma política; la
concibe como un modo de vida, una ética. Piensa que en los asuntos
políticos el ciudadano no debe elegir tanto por convicciones cuanto por
responsabilidad; esto es, respondiendo de un modo plenamente libre y
personal a las exigencias que cada situación le demanda o alude. A modo
de ejemplo, solía abogar por el voto útil como la decisión más objetiva
del elector, es decir, por aquella apuesta electoral que, lejos de ser
tributaria de ideologías subjetivas, mejor contribuye, a juicio de la
persona, al bien común en cada contexto determinado. Los que conocen
bien su obra saben que esta prescripción es del todo ajena a cualquier
tipo de pragmatismo o cortoplacismo coyuntural: “La paradoja de la
inteligencia y de sus frutos radica”, sostiene, “en que solo si aquella
se ejerce sin horizonte pragmático acaba produciendo frutos que a la
larga tienen uso social y capacidad de transformar el mundo”.
La idea de nación es para él un concepto sencillamente obsoleto.
Confiesa que no sabe si España es o no una nación, y si Cataluña, el
País Vasco o Galicia son nación o nacionalidad, por cuanto cree que la
solución a este problema no reside ahí, sino en un constitucionalismo
que no se base en hechos diferenciales nacionales, históricos o
lingüísticos sino que emane de la voluntad de los habitantes de las
ciudades y municipios, conformadores de realidades cívicas y sociales
propias.
Frente a la solución del Estado de las autonomías o las múltiples
variantes federalistas o confederalistas, propone una España de las
ciudades, un país configurado por redes urbanas vigorosas que sean la
encarnación de la conciencia cívica institucionalizada en el poder
municipal democrático. Sueña con una España con multicapitalidad, donde
cada una de las ciudades-fuerza aporte sus mejores virtudes o
especialidades en los múltiples sectores y ámbitos.
Otorga un enorme valor a los medios de comunicación como instrumentos
para propiciar salud democrática. Entiende que la forma más eficaz de
evitar que los intereses de los grandes partidos monopolicen el espacio
público es que los medios de comunicación atiendan más a las
preocupaciones cotidianas al tiempo que a cuestiones de índole cultural,
científica y filosófica.
Repensar la política. Su filosofía política se funda en la
reformulación de las cuatro grandes ideas que, a su juicio, han
aparecido en la historia del pensamiento político. La primera, que
entiende como causa final de nuestra conducta, es la felicidad (la buena
vida de los griegos). La concibe como resultado de ajustar nuestras
vidas a la condición más humana de cuantas son posibles: la medianía
entre los excesos (que denunciaba como sobrevalorados en nuestra
sociedad) y las insuficiencias de lo empírico, material y matricial.
Recuerda que la acción política debe enfocar toda su atención a generar
este valor: la búsqueda de la felicidad en los ciudadanos.
La segunda gran idea que repiensa es la libertad. Insiste en que no
se debe confundir con modernidad sino que se tiene que identificar con
responsabilidad, pero no entendiendo esta como la necesaria condición
para el ejercicio de la libertad sino como coincidente con esta. La
libertad de cada persona la define como su capacidad de responder
lingüísticamente a lo que cada situación le propone, demanda, exige o
impele. La tercera idea central es la justicia, y la redefine como la
mediación entre lo singular (la persona) y lo universal (lo común): hay
justicia allá donde se consiga recrear lo cívico en la individualidad.
El poder político debe ser, entonces, la potencia (puissance) —en ningún
caso, dominio o dominación (pouvoir)— de generar tal recreación.
Pero Trías no cesa de recordar que todas las grandes ideas arrojan
sombras. La seguridad es el concepto-sombra de estas tres ideas
centrales. Amenaza siempre con tornarse en el máximo valor de la acción
política. Cuando lo hace, acaba generando, paradójicamente, gran
inseguridad y lesiona fuertemente la felicidad, la libertad y la
justicia. Eso lo dijo bellamente un lustro antes de estallar la presente
crisis económica; hoy casi todos los analistas coinciden en que fueron
las ansias de asegurar el crecimiento económico las que propiciaron la
catástrofe actual.
La crisis actual. A finales de los noventa criticó públicamente la
cultura del pelotazo que empezaba a emerger en nuestro país y advertía
sobre los peligros desmesurados (hybris) que conlleva el culto al dinero
y al éxito fácil conseguidos por medio de la especulación económica y
financiera.
Denunció tanto el casino financiero global como el santuario
provinciano particular. Solo la intelección puede, a su juicio, sanar o
contrarrestar esa cultura de la especulación.
Entiende que la forma de acometer cambios en la sociedad no es por
medio de los políticos; en estos veía limitaciones muy grandes, y sus
deficiencias, corrupciones y perversiones las atribuía a la propia
sociedad de donde surgen. Años antes del auge de las redes sociales,
sostuvo que “se está gestando una incipiente civilización de la
inteligencia y del conocimiento”. Se refiere a las minorías globales.
Justificó su convencimiento de que es la sociedad civil la que puede
mejorar el mundo por disponer de un instrumento poderoso: las minorías
globales, es decir, ciudadanos de distintos lugares del planeta,
fuertemente valedoras, a contracorriente, de una idea o vocación
minoritaria. Una minoría global es, por lo tanto, un sector social no
mayoritario —bien que con tendencia a ser cada vez más numeroso,
especialmente entre clases medias instruidas—, pero presente en muchas
partes del mundo, y que apuesta por temas de imposible generalización
colectiva, pero de gran predicamento entre tales seguidores apasionados.
Son estos los que, para Trías, contribuyen cada día al lento entierro
de hábitos caducos.
Arash Arjomandi, Hacia el lento entierro de hábitos caducos, El País, 02/03/2013
Comentaris