El 'Príncep': la naturalesa profunda del poder.
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Maquiavel |
Las cuestiones centrales del libro giran todas en torno al poder. Es
un perfecto manual de las técnicas de poder, y de cómo toda acción
política debe ser evaluada en función de su capacidad para obtenerlo y
mantenerlo, no de su ajuste más o menos cabal a los imperativos de la
moralidad. Lo que importa es el éxito a la hora de buscar este objetivo,
y aquel condiciona la naturaleza de los medios que sean necesarios para
alcanzarlo. “El que quiere el fin debe querer los medios”, que diría
Nietzsche. Y los medios que se requieren para el sustento y la
protección del Estado —o la conservación del poder por parte del
príncipe— no siempre se prestan a los dictados de la acción moral. Es
más, si un gobernante no está dispuesto a renunciar a la moral cuando
las circunstancias así lo exijan, más vale que se dedique a otra cosa.
“Un príncipe que quiera mantenerse como tal debe aprender a no ser
necesariamente bueno, y usar esto o no según lo precise”. Vicio y virtud
serían así categorías de la moral, no de la política. Porque la
política exige mancharse las manos, es irreconciliable con una visión de
la realidad en la que la acción moral siempre nos ofrece una
alternativa a lo que se impone como necesario, que haya algo así como
una armonía entre principios éticos y las consecuencias específicas
derivadas de aplicarlos .
A la vista de esto, no es de extrañar que Maquiavelo fuera visto
desde siempre como el “maestro del mal” (L.Strauss), como un a-moralista
a quien había que combatir por todos los medios. El cardenal Pole llegó
incluso a decir que su libro había sido escrito “por la mano de
Satanás”. Otros lo absuelven, porque en sus Discursos, el
tratado sobre las repúblicas que comenzara a escribir en ese mismo año
de 1513, cambia de perspectiva y traslada el fin de la acción política
desde la conservación del poder del príncipe al vivere civile y libero
republicano, y subraya la necesidad del apoyo del pueblo como
fundamento de la fuerza del gobernante. Aunque, todo sea dicho, con ello
no cambia lo más sustancial de su enfoque. La razón de Estado sigue
presente —si está en peligro la patria deja de constreñirnos la moral y
el derecho—, y, sobre todo, sigue manteniendo que la política, aun bajo
condiciones republicanas, no nos enfrenta a un mundo reconciliado. La
maldad del hombre es inextricable —“un hombre olvida antes la muerte de
su padre que la pérdida de su patrimonio”— y nunca podremos liberarnos
del engaño y la mentira como medios fundamentales de la acción política.
Maquiavelo nos ofrece, en efecto, una política exenta de moralina,
que diría Nietzsche, y ha pasado a la historia, como el primer realista
político. Nadie supo distinguir con tanta nitidez la distancia que se
abre entre cómo funciona de hecho la política y cómo nos gustaría que lo
hiciera. Su mensaje no puede ser más meridiano, la política siempre es
estratégica, siempre ha de vérselas con actores que tratan de maximizar
sus intereses con todos los medios a su alcance, y ninguno de ellos hace
aspavientos a los instrumentos que sean necesarios para alcanzarlos. Es
preciso observar, sin embargo, que al presentarnos este dato
fundamental de lo político, nuestro autor contribuye a desvelarnos la
naturaleza profunda del poder, desprovista ya de mitos e ideologías
legitimadoras, su rostro desnudo. Y, como ya observaba Gramsci, esto es
lo que nos permite actuar para eludir sus peores consecuencias y buscar
“otra política”.
La constatación de que Maquiavelo en eso tiene razón es, en
definitiva, lo que nos ha llevado a diseñar todos los diques posibles
para evitar que la razón de Estado o la persecución del interés propio,
tanto por parte de los gobernantes como de los grupos de interés,
traspase ciertos límites. Esa ha sido la labor tradicional de la
democracia y de las instituciones del Estado de derecho. Hoy, junto con
la exigencia de ética pública, funcionan como algunos de los
condicionantes externos de la acción política. Exactamente igual que eso
que teorizaba en su libro cuando se refería a la necessitá o la fortuna.
La virtú del gobernante no solo consiste en saber operar bajo esos condicionantes, sino en tener conciencia también de cuál es la qualità de’ tempi, las peculiaridades de cada contexto y el estilo de gobierno que encaja con ellas. En este sentido, la política de los drones
de Obama sería más maquiavélica que la de Guantánamo o de las empresas
bélicas de Bush. En ambos casos, el fin, la seguridad, condiciona los
medios, pero una es mucho más aceptable para la moralidad pública de un
país como Estados Unidos que otra y, por tanto, más eficaz. El fin se
impone a pesar de su inmoralidad, pero unos son más digeribles para las
“circunstancias del tiempo” que otros. Como se ve, lo importante es el
éxito de la acción, no su adecuación a principios. O, desde otra
perspectiva y por quedarnos en nuestro país, las nuevas medidas
dirigidas a evitar la corrupción, que son una respuesta a la tendencia
de un sector de la clase política a perseguir sus propios intereses a
expensas del interés público, responden a una clara presión ciudadana
para imponer un nuevo dique a los políticos. Maquiavelo diría que lo
hacen más por ser reelegidos que porque crean en ellos, pero lo que
importa a la postre es que existan y constriñan su acción.
Sea como fuere, el mensaje fundamental de Maquiavelo es que el punto
de partida de lo político debe ser siempre la necesidad de atender a las
consecuencias de las decisiones políticas, una variante, mucho más
cruda, de la ética de la responsabilidad weberiana. El problema estriba
en que —sin caer en el hipermoralismo— seamos capaces de escoger los
medios, que aun permitiéndonos la consecución de un fin concreto, no
atenten contra lo que deben ser los objetivos fundamentales de nuestra
vida en común y dotan de identidad y sentido a la vida democrática, el vivere civile e libero
adecuado a nuestra época. Es algo que no podemos ignorar en estos
momentos en los que casi todo vale con tal de salir de la crisis
económica, el fin hipostasiado, o en el que los presupuestos básicos de
la ética pública aparecen hechos jirones. Puede que el mal no pueda ser
erradicado de la política, pero lo que está claro es que el mejor
antídoto contra el burdo maquiavelismo es una ciudadanía vigilante con
capacidad para la reflexión y la crítica. No podemos olvidar que, como
decía el profesor Del Águila, uno de nuestros mayores expertos sobre
Maquiavelo, al final “somos nosotros quienes trazamos la línea de lo
intolerable”.
Fernando Vallespín, Maquiavelo, nuestro contemporáneo, El País, 02/03/2013
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