Kant, el deure i Déu.











... tras haber negado toda posibilidad de llegar a Dios a través del conocimiento, lo cierto es que Kant sí aventuró que podríamos tener algo que ver con Él en otra esfera humana: la ética.

Para ello, lo primero que había que constatar es que a menudo nos topamos con obligaciones por ahí que parecen absolutas, irremisibles, categóricas. Imagine usted, amigo lector, que yo le ofreciera a usted (y usted supiera que yo tengo poder para cumplir con mi oferta) algo inaudito: aliviar todas las penas del mundo, eliminar todos los sufrimientos presentes o futuros, desde este preciso instante. Y ello a cambio de cumplir un solo requisito: someter también ahora a tortura, y durante un par de horitas, a un señor chino cualquiera que, por supuesto, jamás descubrirá que fue usted quien le abocó a tales tormentos. (Quien sepa de literatura portuguesa habrá notado que estoy retomando aquí un viejo argumento de Eça de Queiroz).

Y bien, ¿no es ese pacto tremendamente ventajoso? Solo un par de horitas de suplicio, y solo a un señor, a cambio de los millones, de los trillones de sufrimientos que toda la humanidad (ese señor chino incluido) sufre hoy en día y sufrirá mientras sigamos poblando la tierra. Si la ética va de hacer la vida más fácil a la gente, ¡sin duda mi oferta propone un buen trato! Mas, con todo lo provechoso de esta propuesta, es probable que usted me negara el permiso para torturar al señor chino desconocido. Y el motivo es que quizá a usted le parezca que la ética va justo de eso: de negarse en redondo a hacer algunas cosas, por ventajosas o agradables que parezcan. Y entre esas cosas está lo de ir torturando por ahí.

Pues bien, a Kant ese tipo de obligaciones absolutas, podríamos decir que sagradas (pero no porque nos las ordene un dios, sino porque se nos presentan así de sólidas), le fascinaban. Hasta el punto de que organizó toda su teoría ética en torno a ellas. Ya no hacía falta convencer a la gente —como intentaba Aristóteles, o el ya citado santo Tomás— de que si eres buena persona, con ello incrementas las probabilidades de tener una vida mejor; bastaba con pedir a todo el mundo que cumpliera unos pocos deberes que estaban ahí, irremisibles. De hecho, si uno cumplía esas obligaciones sin esperanza alguna de que aquello fuera a hacerle más feliz a él o a la humanidad entera (señor chino arriba o abajo), el valor de su acción aumentaba: al actuar sin expectativa alguna, uno probaba que había captado toda la potencia de los deberes categóricos. No hacías las cosas porque fueran a beneficiar a unos u otros, sino solo porque eran lo que se debía hacer. Sin más.

A este respecto es significativa la anécdota de una joven, Maria von Herbert, que escribió en 1791 a Kant alabándole sus teorías éticas. Pero en su carta le confesaba también que su vida, a decir verdad, era la de una desgraciada. Nuestro pensador le respondió la primera carta, pero luego interrumpió todo contacto con ella. Al fin y al cabo, su filosofía iba sobre cómo cumplir deberes, no sobre cómo ser feliz. Con el transcurrir del tiempo, la joven Von Herbert se acabaría suicidando. Lo cual incumplía un deber kantiano, claro, el de preservar la vida; pero ese era el único argumento («incumplirás una de tus obligaciones») que Kant era capaz de proporcionarle a una persona que le veía tan poco aliciente a la vida como para pensar en abandonarla.

¿Qué tiene que ver todo esto con nosotros? A decir verdad, estamos rodeados de escépticos que no piensan que se puedan dar indicaciones generales sobre qué es una vida buena, una vida feliz, una vida que merezca la pena vivirse. Personas que tampoco habrían contestado las cartas de Maria von Herbert, pues no sabrían qué indicarle. «Cada uno que se lo monte a su aire», parece ser la única consigna general.

En ese páramo de modelos vitales, cualquiera percibe que al menos sí que habrá que establecer algunas normas mínimas para no acabar unos descabezando a los otros: habrá que marcar al menos algunos deberes absolutos que no se sabrá muy bien de dónde proceden (cada cual tendrá creencias muy diferentes sobre el fundamento de la vida), pero que deberemos cumplir todos. Y esas obligaciones generales, esa ética mínima (así la llamará Adela Cortina), tienen un aire a aquellos deberes absolutos que nos proponía Kant.

Bien es cierto que, en su día, Kant sí razonaba que, a la vez que existían tales obligaciones irremisibles, el mundo tendría poco sentido si al final no sirvieran de nada (porque ya hemos visto, y ya vio Maria von Herbert, que desde luego para hacerte esta vida más agradable no eran exactamente la mejor senda a seguir). De modo que a Kant le parecía razonable postular que algún Dios habría al fin y al cabo, que nos garantizase a la postre (si no es aquí, en otra vida) algún sentido a tanto escrupuloso cumplimiento del deber.

Pero ese Dios, de nuevo, lejano; ese Dios solo postulado para que cumplir normas no resulte, a veces, tan absurdo; ese Dios vaporoso pronto se iría desdibujando aún más y más, hasta quedar solo en un deseo… o en un mero espejismo. Y hoy estamos rodeados de gente (acaso usted, amigo lector, sea uno de ellos) que, aunque vea claro que existen algunas obligaciones inesquivables, no colige desde esa certeza que tenga entonces que existir Dios.

Miguel Ángel Quintana Paz, Kant nos cumple 300 años, theobjetive.com 17/01/2024

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