La idea de la vida és més important que la mateixa vida.









En el humano, la regla moral esencial es no hacer daño, y somos un ser “ultrasocial que consigue vivir en áreas urbanas densamente pobladas donde se da una sociabilidad respetuosa, se interactúa de forma confiada entre desconocidos, con amplísimos márgenes para la tolerancia y la cooperación”, recuerda Adolf Tobeña, catedrático de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Barcelona. ¿Entonces?


Entonces el enfrentamiento armado es lo que llevamos viendo desde hace siglos, una cuestión nutrida por lo que Eric Fromm bautizó como la escuela de “instintivismo”, una idea encubridora para aceptar la guerra. “Están las emociones humanas, y luego la cultura se encarga de estimular o reprimir unas u otras”, advierte Tizón.


En La religión de la guerra (Arena libros, 2022), que recoge artículos de juventud del filósofo André Glucksmann, se argumenta que Occidente es una sociedad cartografiada a partir de las guerras derivadas del imperialismo, el colonialismo y el nacionalismo. Y que esta ocupa un lugar preeminente en la imaginería occidental. La guerra es columna vertebral en las lecciones de historia, en pinturas, novelas, películas, series o videojuegos. Un símbolo poliédrico percibido como destino, deber, costumbre, llamada biológica, aventura, un absurdo y, últimamente, como el peor de los crímenes.


En 1987, Georgi Arbatov, consejero de Mijaíl Gorbachov, advirtió a Occidente: “Os vamos a hacer una cosa terrible: os vamos a privar de un enemigo”. Si hay que potenciar identidades menos beligerantes habrá que enfrentarse a la atracción por el combate. En La guerra es la fuerza que nos da sentido (Síntesis, 2003), Chris Hedges, un reportero curtido en los conflictos como El Salvador o los Balcanes (y que decidió abandonar The New York Times tras recibir una bronca por ser crítico con la invasión de Irak), advierte que el problema es el poder del mito de la guerra, porque tiene una fuerza que da sentido al caos y a la muerte violenta, y justifica la crueldad y estupidez humana. “La guerra es necrofilia oculta bajo los tópicos del deber y la camaradería”, escribe.


La clave está en que entre los grupos humanos se puede dar a veces un valor superior. Si es considerada como una “causa justa” —sea cual sea esta—, permite exaltar la moral hasta obnubilarnos y enfrentarnos a otros, según Tobeña, autor de La guerra infinita: de las luchas tribales a las contiendas globales (Plataforma), junto con Jorge Carrasco.


Está también el deseo de luchar. “Los humanos tenemos el privilegio del absurdo: la idea de la vida es más importante que la vida misma. Las civilizaciones caen o no en función de la vitalidad de sus ideas culturales, de sus valores”, explica el antropólogo Scott Atran en conversación telefónica. “Tenemos un sesgo neuropsicológico automático, un resorte psicológico que nos impulsa a preferir y defender a los nuestros, pero ese sesgo no conduce necesariamente al enfrentamiento”, advierte Tobeña.


¿Y cuándo llega la hostilidad? Cuando se alimenta la competición, la lucha por el dominio y el favoritismo progrupal —sea tribalismo, gremialismo, chovinismo o nacionalismo— hasta el paroxismo. Y cuando la dirección de individuos que pretenden sacar partido personal de las contiendas promocionan el desprecio y el odio a la otredad. Cuando se alimenta el miedo, “cortocircuitante de los procesos cognitivos”, lo que puede conducir al enfrentamiento, según Tizón.


En esta oscura trama, la propaganda belicista esconde a los que huyen o a los que se niegan a disparar. Durante la II Guerra Mundial, el ejército alemán mató a 30.000 desertores y en la guerra civil americana la mitad de los soldados no usaron sus armas. Son sombras que rompen en mil pedazos el relato ordenado, en mando y coherencia, de la guerra.


Según los tres parámetros fundamentales de las guerras —frecuencia, duración y letalidad—, estas van disminuyendo. Cuando empezó la I Guerra Mundial se apuntaron más de dos millones de voluntarios, algo impensable ahora. La historiadora británica Mary Beard argumentaba algo parecido hace poco: “No hemos resuelto el problema de la guerra o los crímenes, pero ya sabemos que eso no se hace. Hemos avanzado”.


La especie humana tiene una capacidad de mentalización comunitaria capaz de lo mejor y de lo peor. Están personas como el doctor palestino Mahmoud Abu Nujaila, de Médicos sin Fronteras, que murió en un bombardeo al hospital Al Awda, en Gaza, por su decisión de no abandonar a enfermos y heridos. “Hicimos lo que pudimos. Recordadnos”, dejó escrito en la pizarra para planificar cirugías.


Mar Padilla, ¿Es inevitable la guerra para el ser humano?, El País 02/01/2023

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