No sé que no sé res.
“Hay cosas que sabemos que sabemos. También sabemos que desconocemos cosas, es decir, sabemos que hay ciertas cosas que no sabemos. Pero también hay cosas que desconocemos que desconocemos, aquellas que no sabemos que no sabemos”. Donald Rumsfeld
No hay gurú de las nuevas tecnologías, experto en marketing, SEO, redes sociales y lo que surja, que no haya comentado en alguna ocasión el Efecto Streisand. Yo
mismo me gasté hace años 3.000 euros en un desdichado posgrado del que
fue casi lo único que saqué en claro. Eso y un iPod de regalo. Pues
bien, como si tal escarnio no fuera suficiente ni siquiera esa única
enseñanza que obtuve vale para algo. Veamos por qué.
Se llama Efecto Streisand
al caso en el que el intento de ocultar o censurar una información
acaba provocando así una mayor publicidad para aquello que se pretendía
apartar de la mirada pública. Hay diversos ejemplos de ello y
evidentemente el más conocido es el que da nombre a dicho efecto,
ocurrido en el año 2003. En esta vida no eres realmente importante hasta
que tengas un epónimo, y a la señora Barbra Streisand
le llegó el suyo cuando demandó a una página web que colgó una foto de
su casa, exigiendo de paso su retirada inmediata. Esa imagen pasó
entonces a ser ampliamente difundida y todo el mundo supo entonces dónde
vivía esa actriz y cantante de rostro tan característico. La
conclusión que sacan quienes explican esto es que Internet es un oasis
de libertad, donde nada puede ni debe ser censurado y cualquier intento
solo logrará una reacción en sentido opuesto. Por lo tanto, nos dicen,
si una celebridad, un community manager
o una persona cualquiera patina y escribe un tuit o cualquier otro
mensaje un tanto inadecuado o directamente una gilipollez, no debería
borrarlo y sí aceptar, en cambio, las consecuencias con la mayor
entereza y honestidad posibles. Pues no.
Sorprende
que quienes han venido repitiendo tantas veces durante los últimos años
esta anécdota de moraleja tan libertaria como ingenua no se hayan
percatado por un momento de algo que invalida por completo dicho
“efecto”: pueden ponerse casos de intentos de censura frustrados, pero
no pueden ponerse ejemplos de prácticas de censura o ocultamiento que sí
hayan tenido éxito… precisamente porque lo han tenido. Así que al no
poder comparar ambos casos sencillamente no es posible concluir si la
censura u ocultamiento son estrategias efectivas en Internet. De hecho,
por mi consolidada experiencia personal en lo que a meter la pata en
Internet se refiere, he de decir que generalmente lo mejor es borrar las
pruebas del crimen. ¿Le sucede lo mismo al resto de la gente? A saber
cuántos patinazos o secretos se habrán ocultado… Ese es el problema, a
menudo sacamos conclusiones erróneas sobre el mundo porque juzgamos a
partir de lo que vemos, no de lo que no vemos. No sabemos lo que no
sabemos.
Por
lo tanto, deducir que Barbra se equivocó al intentar ocultar algo que
luego hemos llegado a conocer es como creer que hay que comprar lotería
porque en la tele no dejan de salir imágenes de los que han ganado. En
realidad, nos lo dice el psicólogo Dan Gilbert en esta charla:
“Ciertamente,
si exigiéramos a los canales de televisión que mostraran entrevistas de
30 segundos con cada uno de los perdedores cada vez que entrevistaran a
un ganador, los 100 millones de perdedores del último sorteo
necesitarían nueve años y medio de su atención continua solo para verlos
decir “¿Yo? Yo perdí”. “¿Yo? Yo perdí”. Ahora, si ven nueve años y
medio de televisión —sin dormir ni ir al baño— y vieran pérdida tras
pérdida tras pérdida, y luego al final 30 segundos de “Y yo gané”, la
probabilidad de que jugaran lotería sería muy pequeña”.
También
explica cómo tras el 11-S murió más gente como consecuencia de los
accidentes de tráfico provocados por no querer ir en avión que en los
propios atentados. Aunque estadísticamente los accidentes mortales con
el coche son más probables que los accidentes y atentados aéreos, tienen
menos visibilidad informativa. Así mismo, en las democracias muchos
ciudadanos acaban teniendo la impresión de que hay más corrupción y
conflictos que en un régimen autoritario —la ilusoria sensación de paz y
armonía que a menudo ofrecen las dictaduras— pero porque en las
democracias sí se pueden airear esos males. De la misma manera creemos
vivir en sociedades meritocráticas dónde el éxito en el campo deportivo,
empresarial o artístico está al alcance de la mano… porque vemos
continuamente a quienes lo han logrado, no a los miles que se quedan por
el camino.
Por
poner otro ejemplo, hace poco leí que en la RAF reforzaban el blindaje
de las partes que veían más dañadas en los aviones que volvían de
bombardear Alemania, hasta que se percataron de que debían proteger
precisamente el resto del fuselaje… Porque habían tenido en cuenta a los
aviones que regresaban —y por tanto los daños que mostraban eran en
partes que no les impidieron seguir volando— y no a los que no pudieron
regresar. De nuevo lo que no se puede ver no es tenido en cuenta, pese a
ser lo más importante. Como la antibiblioteca de Umberto Eco,
formada por todos los libros que no ha leído. Así que quizá el primer
paso hacia la sabiduría sea saber que hay cosas que no sabemos, tal como
dijo Sócrates en su célebre frase para la posteridad(démosle dos décadas más y también será de Oscar Wilde).
Por
lo tanto tenemos que el conjunto A, con todas las cosas que sabemos, es
mucho más pequeño que el conjunto B, que agrupa todo lo que ignoramos. Y
sin embargo nos empeñamos en hacer predicciones basándonos una y otra
vez en el primer grupo, a la manera del pollo de granja que cada día es
alimentado y considera entonces con creciente convicción —sustentada
cada vez en más pruebas— que los seres humanos son criaturas altruistas y
generosas que están ahí para darle grano. Hasta que llega el trágico
día en que tendrá que cambiar radicalmente de opinión. A esto, el
filósofo y financiero Nassim Nicholas Taleb lo llama El cisne negro. Un
suceso impredecible y sin embargo decisivo, con el que los expertos
están condenados a estrellarse dada su excesiva confianza en su propia
sabiduría. En ese libro, escrito en el feliz año 2007, dejó caer en una
nota a pie de página: “la institución Fanny Mae, patrocinada por el
Estado, se me antoja que está asentada en un barril de dinamita,
vulnerable al menor contratiempo. Pero no hay por qué preocuparse: su
numeroso personal científico considera que esos sucesos son
‘improbables’”. Ya sabemos lo que ha venido después. Y para ir
concluyendo, aquí otra cita:
“Cuando
alguien me pregunta cómo puedo describir mi experiencia en casi
cuarenta años en el mar, me limito a decir ‘sin incidentes’. Por
supuesto que ha habido tormentas, niebla y similares. Pero con toda mi
experiencia, nunca me he encontrado en un accidente (…) de ningún tipo
que sea digno de mención. En todos mis años en el mar, solo he visto un
barco en situación difícil. Nunca vi ningún naufragio, nunca he
naufragado ni jamás me he encontrado en una situación que amenazara con
acabar en algún tipo de desastre”.
Fue dicha en 1907 por E. J. Smith,
capitán del Titanic. En conclusión, ¿significa todo esto que la
experiencia y la erudición no valen de nada? No, tampoco es eso. Es
conveniente por ejemplo seguir los consejos de los médicos, a ser
posible que no sean de aquellos que ensalzaban las virtudes del tabaco
en los años 60. Simplemente hay cosas que es mejor no saber o bien
deberíamos olvidar cuanto antes. Y no faltará el lector malicioso
diciendo que este artículo es un buen ejemplo de ello, así que fíjense
en la lucecita roja…
Javier Bilbao, Todo lo que no hay que saber, jot down, 24/12/2012
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