I ara, sense el pol dialèctic, el futur de la socialdemocràcia és ...



Cuando se consumó el anunciado desmoronamiento de la Unión Soviética, la reacción general fue a la vez de estupor (¿quién podría suponer que un formidable imperio cuyo ejército había vencido al nazismo, se rendiría sin disparar prácticamente un sólo tiro?) y de aprobación, ya fuera por lo que precipitación de los acontecimientos tenía de espectáculo gratuito, ya fuera por la propaganda imparable que predecía una universal era de libertad.

Sin duda en el bloque soviético, la permanente amenaza que suponía la guerra fría, la renuncia a la universalización del sistema socialista, el nihilismo respecto a las propias posibilidades de competir (en coexistencia pacífica) con un sistema cuya esencia es la competencia, habían tenido como resultado la canalización de las energías hacia el control paranoico de la población. Interna y externamente fue inevitable que el proyecto comunista quedara identificado al de un sistema policíaco e inoperante, o incluso policíaco por inoperante. Sin embargo, mientras se derrumbaba el muro de Berlín, una persona en mi entorno se atrevió a avanzar esta inquietante frase: "Quizás todo esto sea efectivamente bueno para los trabajadores de Moscú o de Berlín Este, está por ver si lo será para los trabajadores de Lyon o de Hamburgo. Pues bien, lo que entonces estaba por ver se ha ido viendo poco a poco, y pasados ya veinte años el asunto está sentenciado: para los trabajadores de Lyon de Hamburgo, o de Barcelona... el desmoronamiento de la Unión Soviética ha sido simplemente una catástrofe.

Pues sin contrapunto en un bloque socialista, sin el polo dialéctico que dificultaba la libre realización de sus tendencias, el sistema de mercado se ha convertido en un angosto camino en el que mientras das pruebas de vigor serás tolerado, pero si desfalleces, serás aparcado en los arcenes. El taxista que trabajaba 35 horas trabaja hoy sin rechistar 50, y el empleado parisino autorizado por ley a una formación complementaria en actividades no necesariamente vinculadas a su profesión, y que podían eventualmente responder a exigencias cognoscitivas o creativas, sólo puede hoy responder con un sarcasmo al que le evoque reivindicaciones de ese tipo.

Entre tanto, sectores de la población que en Lyon votaban al Partido Comunista hoy votan a políticos filo-lepenistas, y aquellos obreros de Flandes que mantenían alianza de intereses con los de Walonia y se manifestaban en función de los mismos, hoy pueblan las filas del partido ultra-nacionalista ganador de las elecciones y proclaman que los males de su país se deben fundamentalmente a la unión con los poco competitivos (y en consecuencia, para ellos poco recomendables) walones.

Todo esto obviamente no ha ocurrido por azar. Y desde luego no se trata de una historia de malos y buenos. Se trata más bien del Mal, sustantivo y casi sujeto, cuando mínimo substrato, y que se recrea en múltiples epifanías. Ese mal por el que la energía antes encaminada a la protesta es hoy sofocada, o-lo que es peor- derivada hacia el resentimiento.

Estoy en efecto diciendo que la situación actual no tiene otra perspectiva que la acentuación del enajenamiento de capas mayoritarias de la población, la progresiva usura de sus derechos y la canalización de su inevitable desazón hacia el desprecio del considerado en situación de mayor debilidad. Se trata en suma de que no es viable que el sistema de mercado se auto-regule a través de leyes con contenido social; no es viable que se eviten las situaciones extremas (como lo que suponían esos cuatrocientos veinte euros cuya supresión el mando exigió al gobierno español); no es viable, en suma, el proyecto de la socialdemocracia.

La socialdemocracia funcionaba en Suecia, en la Alemania de Schmidt, y hasta parcialmente en los Estados Unidos de Johnson, en razón de que la ley pura del mercado era imposible: su aceptación hubiera generado un tremendo movimiento de resistencia, inmediatamente utilizado por el bloque socialista. Se daba así la circunstancia de que "el estado era a la vez el protector y el regulador de la economía y de los mercados, de suerte que la distribución de los ingresos no se hiciera siempre en detrimento de las capas más desfavorecidas de la población"; se daba entonces, en suma, esa intervención en la economía capitalista no siempre conforme a la lógica del capitalismo mismo que constituye la esencia de la socialdemocracia.

La cita que precede es de G. Corm, ex-ministro de finanzas del Líbano y defensor de un grado de intervencionismo, para el cual simplemente no se dan las condiciones sociales de posibilidad. Pues una política efectivamente socialdemócrata no es cuestión que decidan libremente unos cuantos más o menos poderosos. Es algo que constituye para el sistema capitalista un mal menor, sólo viable cuando hay riesgo de mal absoluto, cuando el sistema de mercado tiene poderosísimo contrapunto, susceptible de provocar su derrota.

En el mismo artículo, publicado en varios países, el citado G. Corm, se pregunta: " ¿No sería hora, pues de abandonar discusiones estériles sobre el diálogo de religiones y civilizaciones ...?¿No sería hora de abordar de forma inteligente y matizada los problemas reales de millones de parados...de campesinos desarraigados... de inmigrantes pobres a los que se ha tentado con el paraíso y que mueren en la travesía del Mediterráneo"

Ingenua interrogación, desde luego, en quien evoca a Hegel, y a otros grandes de la tradición ilustrada, Marx incluido. Viene a pedirle al señor Zapatero, es un ejemplo, que se deje de monsergas sobre la convergencia de civilizaciones y aplique el programa de intervencionismo socialdemócrata con el que se presentó a las elecciones. Pues bien:

Si el señor Zapatero abandonara sus sermones biempensantes (cosa efectivamente hoy poco relevante, ante la brutalidad de los hechos, los cuales determinan su política efectiva) sería para consagrarse con mayor atención a obedecer, es decir, a aplicar la sentencia evangélica (aquí varias veces evocada) según la cual "al que tiene le será dado y al que no tiene le será arrancado". Obediencia que le granjeará sin duda la crítica de los parados (de larga o corta duración), pero los elogios del señor Sarkozy, quien recientemente lo puso (a la par que a la señora Merkel), como ejemplo de político responsable, es decir, "sea de izquierdas o derechas", político que, sabiendo lo que cabe hacer, no se le ocurre hacer lo que no cabe.

El imperio de lo que cabe hacer, rapiña del débil, es sin embargo vigoroso fertilizante para la simiente del mercado: "han de morir los niños y... ha de crecer la hierba".

Víctor Gómez Pin, El colapso de la social democracia (I): el imperio de lo que cabe hacer, Boomeran(g), 16/12/2010

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