El tabac i el cinema.

Las primeras y furtivas bocanadas eran duras, exigían coraje y la seguridad de que si las superabas accedías a los placeres del mundo adulto. Algún iniciado controlaba que no hicieras trampas y te tragaras el humo, que tu organismo pagara la innegociable factura de la quemazón en la garganta, toser hasta el esperpento, sentir que la realidad se tambaleaba debido al mareo. También suponía algo subversivo en la niñez, ante la certidumbre de que aquellos ensotanados halitósicos del internado te iban a crugir a palos si te pillaban fumando o te exigían que les echaras el pecador aliento. Pero sabías que el anhelado día que tu padre te permitiera fumar en su presencia, habrías recibido el certificado de hombría. También constatar que con alcohol en la sangre y un cigarro en la boca se evaporaban milagrosamente la timidez, la inseguridad y el miedo. El tabaco no solo te ofrecía compañía, también placer y colegueo, eras el rey del mundo.

Ensoñación te producía el cine. Y allí fumaba todo dios, los buenos y los malos, los listos y los tontos, los sofisticados y los primarios. Algunos, como Mitchum y Bogart, convertían ese acto rutinario en una obra de arte. Fumaban maravillosamente las seductoras Lauren Bacall y Ava Gardner. Y no concibes la apabullante imagen de Marlene Dietrich y de Bette Davis sin un cigarro en esos labios tan seguros.

Por supuesto, los fumadores nunca se plantearon que imponían el infierno a la resignada gente que nunca necesitó o gozó con algo tan insano. Hasta el más lerdo de estos irresponsables tenía noticias de que con el tiempo ese hábito machaca los pulmones, como otros hacen gemir al hígado o perforan el tabique nasal, pero en su egoísmo no calcularon que también condenaban a la enfermedad a los que sufrían su humareda. Y está claro que jamás sospecharon que algún día serían acorralados, carne de denuncia, estigmatizados con una etiqueta cercana a la delincuencia, recluidos en sus casas, por su adicción a tragar y expulsar humo, esa cosa tan autodestructiva y agresiva de la que pueden disfrutar impunemente los coches y las fábricas. ¿Quién inventó y popularizó el tabaco? Sospecho que los mercados. Los mismos que ahora le condenan a la clandestinidad ¿Y qué son los mercados? Ni puta idea, pero seguro que el jefe es Satanás. O sea, cuestión de pasta.

Carlos Boyero, Humo, El País, 09/01/2011

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