La ineficiència moral del capitalisme.
Empecemos acogiéndonos a la autoridad de los clásicos: Marx afirmaba, como muchos recordarán, que el estallido de la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción acabaría significando el final del capitalismo. Hoy son cada vez más los que, viendo la deriva que está tomando la crisis y, sobre todo, el hecho de que la economía está colonizando absolutamente todos los ámbitos de la realidad —con la política como una de las primeras piezas cobradas—, plantean si la contradicción que está a punto de estallar es la contradicción que enfrenta a capitalismo y democracia.
Pero los hay también que, a la manera de Richard Sennett en su libro Juntos,
sostienen que el desarrollo de nuestras sociedades habría dado lugar a
un específico efecto perverso, según el cual determinadas
transformaciones tanto culturales (el rampante individualismo, que si en
época de vacas gordas legitimaba la puñalada para trepar, en la
presente situación de crisis justifica el más descarnado sálvese quien pueda),
como sociales (la desigualdad, que debilita directamente la
cooperación) o tecnológicas (no solo porque en general las actuales
tecnologías propicien el aislamiento, sino también porque el imperio de
la robótica se propone sustituir el costoso trabajo humano tanto en el
suministro de servicios como en la producción de cosas) habrían ido
incapacitando a los individuos para la cooperación. Por decirlo con las
propias palabras de Sennett, “estamos perdiendo las habilidades de
cooperación necesarias para el funcionamiento de una sociedad compleja”.
Todo ello, en último término, habría terminado por convertir a nuestras
sociedades en crecientemente ineficientes.
Me interesa dejar claro cuanto antes que no pretendo sumarme al coro
de los que de un tiempo a esta parte parecen querer dibujar una crítica
al capitalismo actual desde la añoranza de unos hipotéticos buenos tiempos perdidos,
en los que una cierta bonanza económica parecía ir de la mano con el
control gubernamental sobre los flujos especulativos hoy por completo
desregulados y, sobre todo, con la construcción de un Estado de
bienestar que materializaba un cierto ideal redistributivo, todo ello
sobre el fondo de una fluida cooperación social. Se estarían añorando,
en definitiva, unos buenos tiempos en los que el capital productivo todavía no había perdido la batalla ante el financiero. Tal parece ser, a grandes trazos, el relato
que hoy muchos tienden a elaborar —pensando sobre todo en los 30 años
gloriosos que siguieron a la II Guerra Mundial— de la prehistoria de
nuestro desastre actual, relato en el que el mayor (por no decir el
único) reproche que se le haría al capitalismo, incluso desde la misma
izquierda en muchas ocasiones, sería el de no haber sabido mantener su
condición de fundamentalmente productivo.
Pues bien, hay que decir —aunque eso nos aleje por un instante del
eje de nuestro discurso— que tiene mucho de paradójico —por no decir,
directamente, sarcástico— escuchar tales añoranzas en boca de algunos
viejos sesentayochistas, de los que, de creer su propio
testimonio, se alzaron precisamente, henchidos de rebeldía, contra ese
modelo precedente que ahora —parece que sin darse cuenta— tanto echan a
faltar. Reconozco que, aunque yo mismo había evocado en ocasiones en el
pasado el poema, de verso único, del poeta mexicano José Emilio Pacheco Viejos amigos se reúnen,
nunca como ahora había tenido una sensación tan viva de estar
asistiendo a su estricto cumplimiento: “Somos exactamente todo aquello
contra lo que luchamos cuando teníamos veinte años”.
Puntualizado todo lo anterior, podemos regresar al hilo de la
argumentación. ¿Por qué habríamos de criticar las disfunciones del
capitalismo? Si las criticáramos únicamente por razones de eficiencia
económica estaríamos asumiendo como un argumento a nuestro favor algo
que, por el contrario, podría debilitar peligrosamente nuestra propia
posición. Porque nos dejaría a la merced de que alguien pudiera
contra-argumentar que en nuestras sociedades actuales también se dan
formas avanzadas de cooperación en ámbitos de actividad económica muy
relevantes (me viene a la cabeza el caso, en nuestro país, de las
operadoras de telefonía que utilizan, para la telefonía fija, el
cableado preexistente, propiedad de Telefónica, o la forma en que las
compañías aéreas acuerdan juntar a sus respectivos pasajeros en un mismo
avión para abaratar costes). ¿O es que si el capitalismo diera pruebas
de su capacidad para corregir su presunta ineficiencia cooperativa nos
quedaríamos sin argumentos para criticarlo?
En realidad, los motivos trascendentales para criticar la
ineficiencia capitalista solo pueden encontrarse fuera de ella misma. O,
desplazando el planteamiento, lo que debería preocuparnos no es tanto
la ineficiencia económica como, si se me permite la expresión, la ineficiencia moral,
esto es, el hecho de que las transformaciones antes apuntadas nos están
empobreciendo en muy diversos planos (desde el de la riqueza material
propiamente dicha hasta el de nuestras capacidades: somos cada vez más
pobres y cada vez más incompetentes).
El darwinismo social, al que ya me referí en un artículo anterior (Cuando todo es campo de batalla,
EL PAÍS, 9 de junio de 2013), ha terminado por convertirse en
hegemónico por completo en nuestra sociedad actual. Importa subrayar que
dicho darwinismo resulta abiertamente contradictorio con el anhelo de
felicidad que todos poseemos, en tanto en cuanto dicho darwinismo
considera que la felicidad es solo para una parte, para aquellos que se
alzan por encima de los demás en función de su mayor fortaleza y son
capaces de quedarse con las riendas del destino colectivo. Y es que
cuando se insta a los individuos a que piensen que la felicidad se
identifica con ser un ganador, con alcanzar el número uno (lugar que,
por definición, uno solo puede alcanzar), se está dando por descontado
que la derrota de los demás (y, en la misma medida, el amargo fracaso de
la mayoría, condenada por estos satisfechos triunfadores a la condición
de mera suma de gregarios resentidos) constituye la condición de posibilidad de la felicidad individual.
Pues bien, tal vez la hipótesis que se podría plantear sería, más
allá de la incompatibilidad entre capitalismo y democracia, o de la
ineficiencia cooperativa de este modo de producción (y que parece
altamente improbable que vaya a generar su propio colapso), la de la incompatibilidad entre capitalismo y vida buena.
La idea por abordar quedaría entonces reformulada planteando la
contradicción entre esta forma de organización de la vida (en las
esferas económica, política y social) y el anhelo de felicidad que no
solo ha sido, con diferentes matices, una constante en nuestra cultura,
sino que se ha consolidado como una de las instancias más importantes de
nuestro imaginario colectivo actual. Es, por tanto, la sociedad misma
la que hoy parece estar en riesgo. Porque ¿acaso tiene sentido seguir
hablando de sociedad para referirse a un grupo humano en el que una
mayoría creciente de sus miembros se siente profundamente desgraciada?
No se trata, en consecuencia, de hacer de la necesidad virtud y
confiar en que la deriva enloquecida del único modo de producción
realmente existente en la actualidad termine por cortocircuitarlo. Se
trata, justo a la inversa, de hacer de la virtud, necesidad, y
considerar que la deriva actual del capitalismo está poniendo en peligro
la sociedad misma y, con ella, la posibilidad de que los individuos
alcancen una forma de vida que cumpla unos estándares mínimos de
dignidad y de justicia.
Si se prefiere formularlo en positivo: aspirar a que determinados
valores conformen nuestra vida en común ha dejado de ser una brumosa y
bienintencionada aspiración ética, que acreditaría la virtuosa
naturaleza de quien la propusiera. Acabar con lo que ahora hay está a
punto de convertirse (se ha convertido ya, de hecho, para muchos) en una
cuestión de supervivencia. De ahí el título del presente papel:
terminar con esto antes de que esto termine con todo, ya no es algo
únicamente deseable, sino directamente necesario, rigurosamente urgente.
Manuel Cruz, Hacer de la virtud necesidad, El País, 20/07/2013
Comentaris