Si no existeix la raça, deixarà d'existir el racisme.
Si
hay una palabra que levante ampollas es “raza”. De qué extrañarnos. En
su nombre se han cometido atrocidades de todo tipo, siendo el Holocausto
judío el epítome en el que todos estamos pensando. A causa de las
corrientes impulsoras de las ideas de igualdad, y de la resaca
inasumible de los crímenes contra la humanidad, “raza” se ha convertido
en un palabra y en un concepto maldito. Esto ha influido decididamente
en el ámbito académico y, durante años, las ciencias sociales y sobre
todo la antropología se han encargado de negar la mera existencia de las
diferencias biológicas entre grupos afirmando que las razas no tienen
fundamento.
No solamente las disciplinas humanistas o “blandas” han negado la idea de raza. Steven Jay Gould, reputadísimo paleontólogo marxista y autor de libros de gran difusión, dedicó uno1
a desmentir el concepto. Uno de sus argumentos era el hecho de que es
posible encontrar más variabilidad genética entre miembros de una misma
supuesta raza que las que se hallarían entre las mismas. Richard Lewontin2,
abundando en la idea, sostuvo en 1972 que aproximadamente el 85% de esa
variación genética humana se da dentro del grupo y que un mero 15% se
descubre entre ellos.
Estos
intentos de adaptar la realidad a la ideología son resultado de las
corrientes ambientalistas y de “tabla rasa” que han dominado en la
academia humanista y en la política la segunda mitad del s. XX. En esta
lucha se impone una visión en la que las diferencias son meramente
culturales, roles aprendidos o imposiciones patriarcales. Esto llevó a
una total esquizofrenia puesto que, efectivamente, los seres humanos,
como el resto de especies animales, se dividen en subgrupos y de alguna
manera había que nombrar esto. Así que la palabra maldita fue disfrazada
o se buscaron eufemismos y sinónimos como “etnia”, “clina”, etc. Sin
embargo, esta postura tan difícil de sostener es cada vez más desmentida
por los avances en el campo de la biología. Hoy en día, la mayor parte
de los científicos, incluidos los antropólogos físicos y sociales,
admiten, no solo en la intimidad, que las razas existen.
Por
desgracia, persiste en la sociedad la división entre las llamadas “dos
culturas” —esa actitud que lleva a que las ciencias y las humanidades se
ignoren mutuamente— y este tipo de investigaciones tiene dificultades
para llegar, no solo al gran público, sino al emporio de los políticos,
de quienes nos gobiernan, de quienes tienen en sus manos la posibilidad
de legislar sobre temas calientes de la vida ciudadana. Y esto es así
principalmente a causa de posiciones dogmáticas, sean de carácter
religioso o ideológico.
Pero
estas posturas chocan frontalmente con lo que se sabe de nuestra
naturaleza humana. Y esto hace que ocurran cosas sorprendentes. Por un
lado, puedes estar leyendo, como en mi caso, un libro, The 10.000 Year Explosion3,
que se enmarca destacadamente en una disciplina en plena emergencia, la
llamada “biohistoria”, en el que los autores, ambos antropólogos y uno
de ellos experto en genética de poblaciones, tienen la osadía de sugerir
que los bosquimanos (esos oscuros bajitos perfectamente distinguibles
de un teutón rubio) no estarían quizá precisamente configurados para
algo tan aparentemente sencillo como el pastoreo de ovinos por motivos,
esto… genéticos. Y luego, el mismo día, conocer por la prensa que la
Asamblea Nacional francesa ha votado la supresión de la palabra raza en
la legislación de su país por considerar sin justificación objetiva, ni
pretensiones de tenerla, que esta no existe.
Sí,
mientras las novedades en el campo de la ciencia se suceden
vertiginosamente y cada vez sabemos más sobre las diferencias biológicas
entre grupos, los partidarios de lo políticamente correcto deciden que
la mejor manera de luchar contra el fantasma (siempre bien real) del
supremacismo o de la discriminación entre colectivos es consagrar en la
legislación el método del avestruz. Desde el pasado mes de mayo de 2013
(el día 16, concretamente), aceptando una propuesta del grupo Front de
Gauche, la raza ya no existirá oficialmente. Ni en el Código Penal, ni
en la Ley 29 de julio de 1881 sobre la libertad de prensa. El grupo
socialista ha pedido que se manifieste que “el articulo 1 dice
explícitamente que la República francesa prohíbe y condena el racismo,
el antisemitismo y la xenofobia y que no reconoce la existencia de
ninguna pretendida raza”.
Pero
¿la supresión oficial y ceremoniosa de la palabra en el texto legal
acabará con el delito infame? Me temo que estas ocurrencias forman parte
de una corriente de pensamiento que opina que “las palabras han de
estar al servicio de la política y no la política al servicio de las
palabras”. Las palabras nombran la realidad. Si la realidad no gusta,
cambias la palabra. En algunos países como España hemos experimentado a
menudo con el sistema. Por ejemplo, un buen día las personas dejaron de
tener sexo y pasaron a tener género. Si el primer concepto sugiere que
algunas actitudes y características vienen de serie y esto coarta la
libertad y la idea de igualdad, el segundo te susurra animosamente que
se trata de un papel que puedes interpretar o no.
La
raza es una convención perversa, una señalización estigmatizadora, una
discriminación, una marca cultural. La raza también es un rol, una
imposición. Habrá que buscar el equivalente a “género” para la raza. Una
vez lo logremos, estaremos más abiertos a aceptar las mismas
disquisiciones identitarias que plantea el sexo/género. Así que no es un
escenario disparatado que alguien no se identifique con la suya. Ya ha
habido casos. Recordemos: “No es hombre, no es mujer; no es blanco, no
es negro: es Michael Jackson”. Dicen que muchos cantantes de jazz o raperos blancos se sienten negros, etc.
Lo
malo es que, por hacer un bien, se esté provocando todo lo contrario.
Ya se sabe que el infierno está poblado por las buenas intenciones.
Ahora tenemos un “sexismo” sin sexo. En realidad es sorprendente que no
aleguen esto en su defensa las personas a las que se atribuye tal falta.
¿Han pensado los políticos franceses que si no existe la “raza” ya no
existirá el “racismo”? Quien sea acusado en el grado que sea siempre
podrá alegar que sus actos o sus expresiones no pueden ser racistas
porque el Código Penal consagró que la raza no existía.
En
fin, son las paradojas que se viven en nuestras sociedades avanzadas y
cultas en estos momentos. Pareciera que hubiera dos mundos superpuestos.
El mundo ideal en el que se intenta ahormar lo que es dentro del
recipiente de lo que debería ser, y el de la realidad de lo que uno
descubre utilizando los métodos de la ciencia. Para algunos, las
diferencias que hacen tan distintos a simple vista a un zulú y a un
finlandés son de trazo grueso y llamativas solo por estar a la vista.
Nuestro interior no varía tanto como nuestro exterior, y los marcados
rasgos de las diferencias entre “razas” podrían haberse originado por
selección sexual y estarían solo de piel hacia fuera. Pero los expertos
pueden determinar la raza por los rasgos del esqueleto, por ejemplo. Así
que no tan a flor de piel. En el caso de los perros, y solo por poner
un ejemplo estridente, también el 70% de la variación se da dentro del
grupo y el 30% entre grupos. Pero con este razonamiento diríamos que las
diferencias entre los miembros del grupo de los grandes daneses han de
ser mayores que la diferencia promedio entre un gran danés y un
chihuahua. Y esto cuela con mucha dificultad.
Los
expertos son testigos de diferencias de origen genético en toda clase
de etnias, y cada una fue importante por causar un significativo
incremento en su éxito reproductivo (fitness), al ser resultado
de las adaptaciones recientes a nuevos entornos culturales y
ecológicos. En los últimos 50.000 años las poblaciones se separaron
estableciéndose grandes distancias entre ellas y con barreras
geográficas difíciles de traspasar. Eso creó las diferencias que
conocemos. Las poblaciones que experimentaron diferentes historias
ecológicas tuvieron distintas respuestas evolutivas. Según Cochran y Harpending,
en los últimos 10.000 años la velocidad de la evolución ha sido
muchísimo mayor de lo que se imaginaban, y no solo en aspectos de
apariencia física en el cuerpo humano sino psíquicos, psicológicos y
temperamentales.4 Y
para un biohistoriador este nuevo enfoque puede hacer temblar en sus
cimientos todas las teorías establecidas durante centenares de años.
Por
ejemplo, un factor de cambio fue la práctica de la agricultura y de la
ganadería. Y aquí volvemos a nuestro bosquimano negado supuestamente
para el pastoreo. La agricultura, en particular la que existía en las
sociedades con Estado, podría haber sido un agente de selección para
personalidades que podríamos llamar “protoburguesas”. Una de sus
características sería la habilidad para diferir la gratificación en
largos periodos de tiempo. Esperar a la cosecha, a que la vaca dé a luz,
soportar la hambruna sin comerse el grano que deberá usarse para
sembrar. Eso es algo que no hacían los cazadores recolectores. Quienes
no eran buenos en el autocontrol al principio del Neolítico no lo son
tampoco hoy. Como dicen Cochran y Harpending, quizá con humor, los
esfuerzos para enseñar a los bosquimanos el pastoreo fallan
frecuentemente cuando deciden comerse todas las cabras.
Sí,
hay diferencias. Quizá no vayan tan lejos como nuestros antropólogos de
Utah pero, hoy en día, la mayor parte de los científicos, incluidos los
antropólogos físicos y sociales, admiten sin el menor asomo de duda que
existen más allá de la piel. Han sido los científicos ambientalistas
los superficiales, no esas diferencias.
No
solucionaremos la parte lúgubre de la diferencia negando esa
diferencia. Más bien al contrario, los métodos que se basan en la
comprensión de las causas biológicas subyacentes a esas diferencias
serán los únicos efectivos. Porque lo importante políticamente en una
sociedad moderna es el individuo, no el grupo. Cada ser humano es una
aventura irrepetible que no se parece a ninguna otra. De todos podemos
aprender. Y algunos de ellos han influido individualmente en el curso de
la humanidad mucho más que civilizaciones enteras durante centurias.
María Teresa Giménez Barbat, La legislación francesa y los bosquimanos, Jot Down Cultural Magazine, 01/07/2013
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1 La falsa medida del hombre. Steven Jay Gould. Debate 2003
2 The apportionment of Human Diversity. Lewontin, R. . Evolutionary Biology, 6, n.º 1
3 The 10.000 Year Explosion. Cochran, G. Harpending, Henry. Basic Books 2009.
4
No solo propició cambios rastreables en la adaptación al clima (piel
más clara como respuesta a la menor exposición solar y su efecto en la
producción de la vitamina D) o el aprovechamiento de las nuevas fuentes
de alimento (caso de la tolerancia a la lactosa, por ejemplo) sino,
posiblemente, temperamentales.
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