Facebook i l'absència de tecnologia vital.
Sin ánimo de ofender, no parece seguro que algunas interpretaciones que se han hecho de La red social
(David Fincher, 20120) sean indiscutibles. Sin el morbo del origen y la
naturaleza de Facebook, el gancho de su triunfo social, el dinero y la
proyección –de imagen y sexual- que están en juego, la cinta de Fincher
sería solamente una decente película comercial, una más de las cien que
caen en nuestra aldea local. Sin negarlo del todo, no parece
indiscutible “ese artefacto narrativo y fílmico de difícil catalogación”
que encandila a algunos críticos especializados.
El cinéfilo suele salir poco de su sillón sectario. En general, es
nuestra vida totamente doméstica la que explica la fascinación –a veces,
un poco babosa- hacia cualquier cosa que fluya en las pantallas. A
pesar de ser un buen producto, como no podía ser menos viniendo del
autor de Seven o Zodiac, la última entrega de David
Fincher confirma lo peor que nos podíamos temer de lo que sea Facebook
en el fondo, en su tendencia espontánea y mayoritaria. En la cabeza de
un joven perfectamente “gilipollas” salvo en un punto, la moda
informática, Facebook nace primero como un ensayo on line de venganza personal.
Mark Zuckerberg, tan genial en las nuevas tecnologías como
subdesarrollado en su existencia, jamás superará que su inteligente
novia le abandone de manera destemplada. La escena final todavía
muestra a Mark esperando que ella responda a la solicitud de amistad. A
pesar del rencor, ¡su exnovia también está finalmente en Facebook! Así,
en una especie de bucle freudiano, un lado de la trama argumental de
Fincher –mal que le pese- nos recuerda otra vez que la historia pública
nace de los vicios privados, generándose al sublimar y dar rienda suelta
a lo reprimido en la vida elemental.
Posiblemente como el conjunto de Google, Facebook habría nacido de
una mente atormentada por su incapacidad para lo común, para resolver
los obstáculos intuitivos con los que se encuentra una vida corriente.
La tecnología comunicacional que hace tiempo ha hecho estragos habría
nacido de las dificultades vergonzosas para la fluidez personal, la
generosa espontaneidad de esa cualidad personal que, en su versión
política, algún profeta paranoico ha llamado a veces “comunismo”.
Es posible que no esté en la intención del director, pero en este punto La red social
muestra que las invenciones tecnológicas brotan hermanadas a una
patética ausencia de tecnología vital. Sin las taras personales de
Zuckerberg y sus amigos –incultura, competencia brutal, afán policial de
definición, miedos inconfesables, frustración sexual, idiota localismo
universitario- Facebook no sería nada. Así pues, a tales peces, tales
redes.
El plano antropológico y político, no menos interesante que el
psicológico, muestra a las claras este subdesarrollo anímico que es
condición inicial de los juguetes que hoy nos encandilan como a niños
grandes. Igual que internet, Facebook y otras redes nacen para enredar,
para facilitar las relaciones humanas en un medio juvenil estúpidamente
puritano, obsesionado con el triunfo, el deporte y la popularidad;
motivado por pertenecer o no a un club exclusivo, con no ser pobre ni
“quedarse atrás”… Estamos ante el resumen de todas las taras que vemos
ahora en la juventud europea, por cierto, pero adelantadas en esta
mutación antropológica que representa “América”, incluso en un medio tan
elitista como el campus universitario de Harvard.
Profundamente reprimido y, por lo mismo, obsesionado con la relación,
la cita y el sexo, ese medio lleno de miedos –al fracaso, a las
sombras, a todo lo extraño-, un entorno de rivalidad interminable y
agresiva competencia –recordemos algunos momentos del maltrato escolar,
tanto en Bowling for Columbine como en Elephant-
es el ideal para el nacimiento de la red… Como también lo es para esos
crímenes masivos que a veces son confesados en internet.
Mostrar a las “macizas” de clase y numerarlas, comparándolas con
animales. Sin ánimo de ofender, las reglas actuales de Facebook sólo son
limitaciones al tráfico de mercancía humana, dentro de una pornografía
de base que es intocable. Todas las exageraciones malévolas que se han
dicho contra los admirados Estados Unidos se quedan cortas frente a lo
que aún hoy es visible en la red social mayoritaria y a lo que,
sabiéndolo o no, Fincher muestra al narrar sus comienzos.
Palabras como perfil, muro, estado, situación sentimental, intereses… traducen, desde el comienzo de la red, la patética impotencia del usuario medio, siempre en busca de agregar un amigo o una cita que le salve del silencio. Solamente una sociedad desactivada
profundamente en sus tecnologías existenciales podía engancharse tan
religiosamente a las prótesis electrónicas. Humor cruel, hostilidad de
todos contra todos. Frustración personal, competencia, soledad y
obsesión por ser invitado a la fiesta, al club exclusivo, o al “polvo”
con el ídolo de turno. La obsesión por las groupies y su legendaria “mamada”, los clubs selectos y los Final clubs, es parte de tal estereotipo de virilidad, tan poco nuevo como varonil.
En todo caso, una desconfianza de base, un Hobbes y su homo homini lupus
siempre está detrás del Estado-nación. Después, del Estado-mercado.
Todo ello está unido, en esta prescindible película y en la vida real,
dicho sea de paso, a un nivel cultural y de desarrollo personal
equiparable a un segundo curso de la Enseñanza Secundaria Obligatoria.
Cualquiera de nosotros puede ser muy triste y muy resentido, de acuerdo,
pero alcanzamos una idea un poco más esperanzada de la dignidad
existencial que la que pueda tener la socio-ideología angloamericana
media y su oscurantismo de base.
Sin todo este caldo idiota de frustración, la película de un hombre
inteligente como Fincher no existiría como fenómeno de masas. ¿Por qué
no decirlo? Es posible que se pueda utilizar Facebook –algunos, sin
éxito, lo hemos intentado- para ampliar nuestra relación con los
extraños, para encontrar frentes de polémica y hasta, esto es lo mejor,
cultivar nuevos enemigos. Pero en principio Facebook nace para elevar a
la enésima potencia la tontería juvenil, esta obsesión por la
visibilidad y el tamaño que se ha adueñado del cuerpo adulto. Sin un
integrismo social, una cultura espectacular que ha descendido al
narcisismo más privado para enredar a la mente en su perfil más íntimo,
ni Facebook ni esta película tendrían público, el éxito masivo que
pretenden.
Es cierto que ahora la gran diferencia es que, en esta nueva reflexión sobre el poder de la inteligencia, el outsider que la porta no sólo crece a la vista en el corazón del stablishment,
sea Harvard o Silicon Valley, sino que acaba encaramándose a la cúspide
de la pirámide social. Hay que decir, y no es una virtud menor, que el
ritmo argumental y los personajes están muy bien definidos,
particularmente Eduardo Saverin, Zuckerberg y su novia inicial. También
el inmoral Sean Parker, fundador de Napster. También los atléticos y
elegantes gemelos Winklevoss.
El guión, el debate moral y el humor alcanzan a veces niveles de
rápida complejidad. Pero seguimos creyendo que la película miente, e
idealiza el terreno, en un punto clave. Probablemente, ni los personajes
reales fueron tan interesantes ni utilizaron, menos aún en medio de la
rapidez de los ordenadores, un inglés tan bueno.
“¿Se puede triunfar sin dejar cadáveres por el camino?”, pregunta con
sarcasmo Fincher. La brutalidad de la juventud que marca las pautas de
Occidente es el caldo de cultivo para el nacimiento de algo tan
intachable como una red social. Aún hoy, las reglas explícitas e
implícitas del juego no pueden ocultar el tufillo de fascismo juvenil
que desprende toda la red: la amenaza de denunciar; la falta de
respuesta ante todo lo que no sean bobadas; el narcisismo
subdesarrollado de “mira mis nuevas fotos”; los mensajes rápidos
escritos con faltas de ortografía… ¿A dónde va toda esa velocidad?
Solamente a mantener la velocidad, esto es, a salvarnos de algunas
preguntas temibles.
Onanismo masivo y alternativo, sublimación masturbatoria de los
nuevos radicales. Aliviadero para todos los que no tienen otra obra que
su ruido y su supuesta fama, las redes sociales se han convertido en una
forma de agregar la banalidad. Aislamientos compartidos,
nulidades compartidas. Ciertamente, compartida, la nulidad es más; es
más, la mediocridad apenas se ve. Sin saberlo, Fincher relata este
origen siniestro de las redes. Relata, no sólo el fin de la cultura y la
lectura, sino el fin de un viejo coraje que consistía en estar a solas
con un problema. Es al fin la igualdad del término medio, de la
medianía. El espectáculo llevado al cuerpo, al perfil personal.
Efectivamente, no eres nadie si no puedes ser famoso al menos diez
minutos. Así, los nativos digitales que pretenden gestionar la estupidez
de una época, delegan en esclavos analógicos el trabajo sucio de
descender al campo real. En este caso Fincher se queda a medias, pues no
muestra del todo este envés sórdido de la nueva rapidez de los medios.
En todo caso, no hay nada en esta obra de Fincher que nos convenza de
que conectarse, comunicar y chatear, como hábito, no tiene relación
íntima con la debilidad mental. Después, claro, queda otra duda muy
divertida, casi terapéutica. ¿Estar todo el día a vueltas con el sexo es
el mejor camino para follar alguna vez, si es de eso de lo que se trata, la gran meta de nuestra sociedad internacional?
Incluso por cuestiones de imagen y marketing, incluso para tener una
eventual vida sexual, ¿no nos convendría aprender a retirarnos y a
callar de vez en cuando?
¿Suena muy raro desarrollar una cierta ascética para escuchar voces
en el silencio, para ver senderos en el desierto? Antes y después del
dinero y el éxito, antes y después de Facebook, el silencio compone la
suma total de nuestras posibilidades. Todo ser humano que no desarrolle
una tecnología para esa desconexión está condenado a convertirse en un
zombi en red; un autista, aunque logre efectos virales. ¿Es esto todo,
lo máximo a lo que podemos aspirar?
Ignacio Castro Rey, Debilidad mental y conexión a distancia, fronteraD, 27/07/2013
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