La modernitat i la ruïna.
Pero esto está lejos de significar que lo antiguo sea para nosotros algo
liquidado, desaparecido, aniquilado. Por el contrario, llamamos ruina
justamente a aquello que no podemos reconstruir (porque si lo hacemos lo
destruimos como testimonio del pasado, lo convertimos en un adefesio
ridículo o en una aventura catastrófica), pero que, sin embargo, tampoco
podemos del todo destruir, reducir a nada (y por ello nos tomamos
muchas molestias para conservarlo). La referencia a la antigüedad es
para nosotros tan esencial que es solamente merced a ella que nos
decimos (y sentimos) modernos, o sea, porque ya no podemos ser antiguos.
Del hecho de ser moderno forma parte el que yazca ante nosotros, como
una lengua muerta, esa antigüedad que es obviamente una posibilidad
humana, y lo es hasta el punto de que alguna vez fue real, pero que se
ha convertido en una misteriosa posibilidad que ya no podemos
aprovechar, de la que no podemos obtener más rendimientos que los que da
el turismo (que es una curiosa institución típica de la modernidad,
puesto que los antiguos no tenían en absoluto “antigüedades”).
Tan vieja como la propia modernidad y, por tanto, como esa
sensación que nos es tan conocida de caminar de vez en cuando entre
ruinas que nos hacen sentir que no estamos en nuestra casa y a la vez
experimentar una extraña admiración por los enigmas que encierran, una
extraña querencia hacia su diferencia irreductible; tan vieja, digo, es
la sospecha de que alguna vez a nuestros objetos, destinados en cambio a
la caducidad casi inmediata por el frenético sucederse de las modas en
la lógica industrial, y a nuestro entero mundo les sucederá lo mismo,
que se convertirán en residuo arqueológico y en un significante cuyo
significado estará algún día irreparablemente perdido. Los antiguos, a
menudo, soñaban con un imperio de mil años. Una aspiración llena de
soberbia, pero, sin embargo, insignificante en comparación con la
pretensión de los modernos, la de sucedernos a nosotros mismos, la de
asistir a nuestra propia decadencia y a la conversión de todo nuestro
entorno en pieza de museo, y a la vez poder vivir el nacimiento de ese
otro tiempo, el futuro que se nos presenta como aún más incognoscible y
más otro que la antigüedad, pero que, sin embargo, aspiramos a
conquistar, a poseer en virtud de ciertos “monumentos” llegados del
porvenir (frecuentemente artilugios técnicos, pero a veces también ideas
o, como se dice, actitudes). Es más: no se trata únicamente de una
sospecha, sino de un deseo irrefrenable, de una pasión dominante de
sobrevivir a nuestra propia muerte como individuos y como civilización.
De ahí los constantes avisos, las constantes noticias e indicios
de que “ha llegado la hora”, la hora del cambio, la hora del cambio de
hora: el final de la cultura analógica, la muerte del libro, el ocaso de
la democracia parlamentaria, el crepúsculo del arte, la mutación
biológica de la tecnología, la metamorfosis virtual de los negocios, la
transformación ecológico-global del mundo. No se trata de los ideales
revolucionarios de otro tiempo, ni de las utopías regulativas de las que
se servían los renacentistas o los ilustrados para denunciar las
injusticias o las mezquindades de su presente, sino de una genuina
hambre de destrucción de nuestro mundo, con el bien comprensible
propósito de conjurar nuestra finitud, de perpetuarnos más allá de todo
límite y realizar el sueño eterno de la inmortalidad.
Esta hubris, tan propia de la modernidad, choca, sin embargo, con
una limitación tan irrebasable como la que nos hurta los secretos de la
antigüedad. No es posible a la vez cavar en el tiempo un abismo
infranqueable y alcanzar el otro lado del precipicio a tiempo para
ponerse a salvo. Como les sucede a las pirámides de Egipto, también el
futuro, más allá de cierto punto, escapa enteramente de nuestros
intentos de colonización y de nuestras ilusiones de capitalizarlo,
precisamente porque es de verdad porvenir y, por tanto, esencialmente
desconocido. Quizá por ello todos esos anuncios e ilusiones de la
inminencia de una novedad absoluta acaban, como los spots publicitarios,
en la frustración y en la decepción, también tan típicamente modernas,
en la sensación de que en lugar de lo otro tenemos más de lo mismo, por
muy hastiados que estemos de ello y por muy averiado que se encuentre. Y
es aquí donde la antigüedad, junto con la belleza de sus ruinas, nos
puede dar aún una lección de humildad: la de que para los humanos la
única salvación posible no se encuentra más allá de los tiempos o al
otro lado de nuestra época, sino justamente en este ruinoso, averiado y
tan oscuro tiempo nuestro, aunque no sea fácil saber exactamente en cuál
de sus horas.
José Luis Pardo, La ilusión de un porvenir, Babelia. El País, 06/07/2013
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