La ignorancia avanza que es una barbaridad.
Dice Bertrand Russell que las explicaciones populares de la relatividad dejan de ser inteligibles justamente en el momento en que comienzan a decir algo de importancia. Excelente síntoma de lo que pasa con los conocimientos actuales y anuncio de la catástrofe futura.
El Universo es diverso pero también es uno: por debajo de la infinita
diversidad ha de haber una trama unitaria que debe ser descubierta
mediante esfuerzos de síntesis; pero cada día que pasa va siendo más
difícil realizar las síntesis por la creciente abstracción, complejidad y
masa de hechos diversos que hay que abarcar; y cuando surge alguno
capaz de un esfuerzo de universalidad —como Whitehead— es parcialmente
entendido y equivocadamente juzgado.
Por otra parte, un Whitehead no es universal en el sentido en que lo era
Leonardo, quizá el más completo de esta fauna en extinción. Esta clase
de hombres se interesa por el universo total: por lo concreto y por lo
abstracto, por lo intuitivo y por lo conceptual, por el arte y por la
ciencia. Pero el desarrollo de estas distintas fases de la actividad
humana ha ido obligando a la especialización. ¿Quién es hoy a la vez
capaz de pintar como Velázquez, construir una teoría científica como
Einstein y una sinfonía como Beethoven? El solo estudio de la física hoy
lleva toda la vida; ¿cuándo aprender a pintar como Velázquez, aun
suponiendo que se tengan condiciones naturales como él? ¿Y cómo aprender
todo lo que la química, la biología, la historia, la filosofía y la
filología han hecho por su lado? Y, sobre todo, ¿quién ha de ser capaz
de realizar la síntesis de este mundo casi infinito?
A los hombres de espíritu universal sólo les queda el recurso de la
melancolía. Ya Valéry representa un poco esa situación, en que la
realidad será suplantada por un conjunto de añoranzas y de insatisfechos
deseos de universalidad. En Passage de Verlaine cuenta cómo veía
pasar al poeta casi todos los días: flanqueado por sus amigos,
asombraba la calle con su majestad brutal y sus bárbaras palabras,
deteniéndose de vez en cuando para dar salida a sus invectivas; algunos
minutos antes pasaba un hombre de una especie diferente, encorvado,
grave, silencioso, de mirada ausente y fija, moviéndose con torpeza en
un universo de los tantos geométricamente posibles: Henri Poincaré. Dice
Valéry: “Me era necesario elegir, para pensar, entre dos órdenes de
cosas admirables que se excluyen en sus apariencias, que se asemejan por
la pureza y la profundidad de sus objetos...”
¡Cuánto hubiera dado entonces Paul Valéry por ser algo así como la suma
de Verlaine y Poincaré! Pero Atenas estaba ya muy lejos y también lo
estaba el Renacimiento. Sólo restaba soñar con Leonardo y añorar l’uomo univenale.
El futuro estará en manos de especialistas, lo que no creo pueda ser
motivo de orgullo o alegría; hay muchas personas que desconfían cuando
ven a un hombre como Whitehead hablar de política o de moral: creen que
ignorar a fondo la lógica, la ciencia y la filosofía es un buen
antecedente para constituir estadistas y sociólogos.
La ciencia moderna —y sobre todo la técnica— deben tanto al especialista
que el hombre de la calle, siempre dispuesto a la adoración de
fetiches, ha creado el fetichismo de la especialización, confundiendo
una lamentable consecuencia del progreso de la ciencia con su motor
principal.
No es que quiera negar el valor de la especialización: las ciencias han
llegado a un grado de desarrollo tal que un hombre está condenado a
especializarse, si quiere llegar hasta el frente donde se lucha con lo
desconocido; también es cierto que el enorme aporte de hechos por los
especialistas ha sido y es constantemente factor de progreso (basta
recordar el descubrimiento de la radiactividad, del efecto fotoeléctrico
y tantos otros). Pero es necesario observar que los grandes avances del
pensamiento científico no están constituidos por hechos sueltos sino
por teorías, por síntesis conceptuales, y no se comprende cómo
los especialistas puedan ser capaces de realizar síntesis que desbordan
el campo de su actividad. Un especialista es Madame Curie, que aísla
pacientemente un nuevo elemento químico; un hombre de síntesis es
Einstein, que reúne en una gran teoría miles de pequeños hechos
aportados por especialistas. Es la distancia que hay entre un
investigador común y un genio.
Un hombre es capaz de realizar síntesis sólo en la medida en que es
capaz de elevarse sobre su propio territorio para determinar, a vuelo de
pájaro, su situación respecto a los territorios vecinos. Pero a medida
que pase el tiempo la vida en cada uno de ellos se va haciendo más
complicada, más rica; el lenguaje, que era una variedad dialectal de la
lengua madre, se separa, se convierte en algo autónomo y parcialmente
incomprensible para el vecino. Cada día se hace más difícil encontrar
los vínculos, el rastro materno. El dilema es irremediable y parece que
hemos de chocar con un límite, más allá del cual todo progreso será
imposible.
La evolución de la física es ejemplar, por ser la más simple de las
ciencias de la naturaleza y, por lo tanto, la que ha llegado más lejos.
Como en todas las ramas del conocimiento científico, su marcha ha sido
marcada por sucesivas unificaciones. Newton demuestra que la caída de un
cuerpo y el movimiento de un planeta son fenómenos regidos por la misma
ley; Oersted y Faraday demuestran que la electricidad y el magnetismo
no son autónomos sino dos expresiones de una misma realidad: Mayer y
Joule demuestran que el calor y el trabajo están esencialmente
vinculados; los físicos de hoy intentan unificar los fenómenos
gravitatorios y electromagnéticos.
Pero cada unificación ha sido más difícil que la anterior, y a medida
que se ha ido avanzando ha parecido que se acercaba al límite de lo
racionalizable. En un momento se creyó que los cuantos eran ese
límite; más allá se extendía el vasto y extraño continente de lo
irracional. Como en una casa desconocida y sin luz, los físicos
ambulaban ciegamente, sin acertar con las puertas y escaleras. La física
de antaño, clara y lógica, cumplía con su misión fundamental: explicaba
y preveía. Ahora, los hechos son raros y a menudo vienen sin que nadie
los espere; luego, los teóricos inventan complicadas hipótesis para
justificarlos. La especialidad de la física actual parece ser la
profecía del pasado. ¡Qué lejos están los buenos tiempos de Leverrier,
cuando un astrónomo, sentado en su escritorio, con lápiz, papel y una
máquina de calcular descubría un planeta! Ahora estalla un átomo de
uranio y los físicos, confusos, pero siempre vanidosos, tratan de
asegurarse la paternidad del estallido con abundantes telegramas post factum.
Metidos en una maraña de ecuaciones, los hombres de ciencia son
observados con suficiencia por filósofos que, no habiendo querido
tomarse el trabajo de comprenderlos, prefieren hacer de espectadores y
extraer, de vez en cuando, apresuradas conclusiones a partir de frases
que no entienden. Así pasó con el principio de Heisenberg: se creyó que
revelaba el libre albedrío de la materia; se imaginó que la ciencia
apoyaba postulados irracionalistas; se vinculó este fenómeno con el auge
de la subconciencia, estableciendo alguna vaga vinculación entre Freud,
Heisenberg y André Breton; se supuso que de algún modo explicaba las
guerras y la existencia del mal entre los hombres.
La raíz de este fenómeno es que, simplemente, las cosas se están
poniendo muy complicadas; establecer la ley de la caída de los cuerpos
es un problema de niños al lado de las complicaciones conceptuales que
debe enfrentar la física contemporánea: el espacio-tiempo, la relación
entre masa y campo, la unificación de los campos gravitatorios y
electromagnético, la racionalización de los postulados cuánticos, la
conciliación de la reversibilidad mecánica con la esencial
irreversibilidad de los procesos reales.
¿Por qué suponer que estos dilemas marcan el límite de lo racional y no
el límite de la capacidad humana agobiada por el peso de una formidable
masa de conocimientos y de hechos que es necesario hacer encajar en el
Rompecabezas? Puede suponerse que es una incapacidad práctica y no
teórica para racionalizar la realidad. El desarrollo de la física ha
llegado a ser tan vasto que ha impuesto una especialización en cada uno
de los capítulos, con el agravante de que esos especialistas cada día se
entienden menos entre sí: uno que mide espectros puede ser incapaz de
comprender a otro que se ocupa de las teorías del núcleo.
Si esto pasa entre dos físicos que se ocupan del átomo, ¿qué podemos
esperar sobre la mutua comprensión de un físico, un biólogo y un
sociólogo? El problema se plantea con máxima gravedad para los
filósofos. Ciertos optimistas suponen que la filosofía puede prescindir
de la ciencia, lo que me parece una curiosa forma de fomentar la
universalidad. En los tiempos felices, un filósofo era una especie de
suma de los conocimientos de la época: Aristóteles era físico,
matemático, biólogo y sociólogo. Con el tiempo, esta condición se
convirtió en un lujo; todavía Descartes y Leibniz eran espíritus
universales, pero a partir de ellos comienza el éxodo de las ciencias
particulares. Algunos piensan que al salir todo esto la filosofía queda
tan purificada que no queda nada; parece una opinión exagerada: quedarían la ontología, la gnoseología y la lógica. Es decir, sólo quedaría
lo universal. Pero es lícito preguntar: ¿se puede establecer un límite
entre lo universal y lo particular? ¿Es acaso posible que un filósofo
pueda establecer las leyes generales del ser y del conocer ignorando las
ciencias particulares? Los grandes pensadores de todos los tiempos
basaron sus investigaciones en la ciencia de la época; pero como la
ciencia se ha puesto intransitable, la mayoría de los filósofos han
decidido cambiar de sistema y parecen creer que la firme ignorancia de
la matemática, de la logística y de la relatividad es una ventaja. No se
ve, sin embargo, de qué manera los filósofos del futuro han de poder
encarar el problema del espacio, del tiempo y de la causalidad sin la
ayuda de la física y de teorías matemáticas como la de los grupos.
No se piense que este es un ataque a los filósofos: es un ataque a la
ingenua idea de poderse ocupar de lo universal prescindiendo de lo
particular. El reverso de esta ingenuidad es la de los hombres de
ciencia, que creen poder ocuparse de lo particular prescindiendo de lo
general: es la ingenuidad de los especialistas.
El triunfo de las ciencias positivas en el siglo XIX y la incapacidad de
la filosofía idealista para resolver los problemas del mundo físico
trajeron el descrédito de la especulación filosófica en el campo
científico: los físicos, químicos, biólogos y hasta psicólogos se
jactaron de ignorarla y aun de detestarla. En esa época pareció que para
investigar la realidad bastaba con pesar, tomar temperaturas, medir
tiempos de reacción, observar células a través de un microscopio. Se
originó un tipo de físico que sólo tenía confianza en cosas como un
metro o una balanza y que despreciaba la filosofía; y esta tendencia se
extendió hasta alcanzar a hombres alejados de la ciencia, pero que
admiraban su precisión (Valéry). El Dios de los filósofos ha imaginado
un castigo para los que hablan mal de la filosofía, incluyendo a Valéry:
que esas habladurías sean también filosofía, pero mala. A estos
físicos les pasó lo que a esos campesinos que no tienen fe en el banco y
guardan sus ahorros debajo del colchón, que es un banco menos seguro:
si se analiza la estructura en que hacían descansar sus
observaciones se descubre que no era cierto que no tuvieran una posición
filosófica: tenían una muy mala. La falta de un criterio epistemológico
les hacía aceptar sin cautela artículos de discutible calidad, bajo la
creencia de que un buen instrumento no podía dar un producto execrable.
Basta pensar con qué paz un físico de esta clase creía no hacer
especulaciones filosóficas cuando medía un tiempo con un reloj; no
obstante, se basaba en una hipótesis metafísica —el tiempo absoluto— que
invalidaba todos sus resultados experimentales. Ignoraba que un reloj
puede ser más peligroso que un tratado de metafísica.
La relatividad y los cuantos iniciaron una nueva era, marcada por un
análisis del conocimiento científico: los físicos teóricos tuvieron que
convertirse en epistemólogos, del mismo modo que los matemáticos
acabaron en la lógica.
El siglo pasado trazó una línea divisoria entre la ciencia y la
filosofía que pretendió ser definitiva, pero que apenas ha resultado ser
desastrosa. En The Philosophy of Physical Science, Eddington
discute las consecuencias de esta actitud: formalmente, todavía se puede
distinguir una división entre ciencia y epistemología; pero no es más
una división eficiente. La epistemología es el territorio en que la
ciencia se superpone a la filosofía, lo que no quiere decir que la
física ha de ser hecha ahora por los filósofos que se quedaron en la
filosofía; por el contrario, la física actual debe tener una proyección
decisiva sobre la concepción del mundo, tal como en el pasado sucedió
con Copérnico y Newton. Parece lógico pensar que esas síntesis sean
hechas por los filósofos; pero sucede que en general los filósofos
ignoran la física y es poco razonable abandonar el estudio de las
consecuencias filosóficas de la física a las personas que no la
entienden. Pero tampoco parece posible que estas síntesis sean
elaboradas por los especialistas.
Resulta entonces que estas síntesis deben ser hechas por una especie de
matemático-lógico-físico-epistemólogo-gramático. Y hay melancólicos
motivos para suponer que este superhombre jamás existirá. Tendría que
resolver, en efecto, a más de los problemas de la física, los referentes
a la química, a la biología, a la historia; tendría que entrar en la
lógica con todo el moderno equipo de la logística y de la teoría de los
grupos matemáticos; tendría que vincular lo absoluto con los invariantes
de estos grupos, el espacio-tiempo y la causalidad con los problemas
filosóficos del progreso, de la moral y de la absolutidad o relatividad
de los valores estéticos. El lenguaje de estos monstruos también tendría
que ser monstruoso: quizá no se hablaría de sustantivos, adjetivos,
verbos transitivos e intransitivos; sino de invariantes, relativos,
funciones, verbos inmanentes y trascendentes. Este lenguaje dejaría de
ser probablemente oral para transformarse en un mudo e imponente desfile
de símbolos abstractos, que el hombre de la calle vería con asombro,
terror y admiración. La razón —motor de la ciencia y de la filosofía— habría desencadenado finalmente la fe, pues el hombre de la calle, totalmente incapaz de comprender, suplantaría la comprensión por el fetichismo y la fe.
No hay que abrigar, sin embargo, muchas esperanzas en este sentido (si
es que un lenguaje y una situación semejantes pueden constituir la
esperanza de alguien). Es cierto que el descubrimiento de nuevos
aparatos conceptuales podría multiplicar la capacidad mental del hombre,
como una palanca multiplica su fuerza física; pero la experiencia ha
revelado que el número y complejidad de los problemas crecen con mucha
mayor rapidez que la capacidad de comprensión del hombre. Todavía hoy
viven hombres como Whitehead; pero los acontecimientos sobrepasarán
rápidamente la existencia de estos hombres universales y entonces el
pensamiento humano, embarcado alegremente en algún puerto de la costa de
Jonia, se encontrará perdido en un oscuro, inmenso y embravecido
océano.
Al comienzo era el Caos. Con el nacimiento de la ciencia y la filosofía,
el hombre fue ordenando el mundo exterior y tratando de averiguar la
idea de su Autor, si lo hay. Así apareció el Cosmos, el Orden, la Ley.
Pero el afán de conocimiento desencadena una nueva especie de Caos.
Salimos de la ignorancia y llegamos así nuevamente a la ignorancia, pero
a una ignorancia más rica, más compleja, hecha de pequeñas e infinitas
sabidurías. El mundo que ignoraba Aristóteles era casi nulo: todos los
conocimientos de la época cabían en su mente poderosa; no había
vitaminas, ni tensores, ni grupos, ni reflejos condicionados, ni
geometrías no euclidianas. Pero la ciencia siguió avanzando y cada
avance en la ciencia o en la filosofía significó una nueva ignorancia
que se incorporaba al espíritu de los profanos. Cada día nos enteramos
de que una nueva teoría, un nuevo modelo de universo acaba de ingresar
en el vasto continente de nuestra ignorancia. Y entonces sentimos que el
desconocimiento y el desconcierto nos invaden por todos lados y que la
ignorancia avanza hacia un inmenso y temible porvenir.
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