La perillosa fragilitat del pensament de Marina Garcés.
Marina Garcés
Nada habrá sido verdaderamente catastrófico si las analogías entre el
presente y la posguerra mundial se quedan donde están ahora. La
similitud es quizá difusa, pero son dos etapas obligadas a repensarse a
fondo como sociedades en conflicto y hasta en su misma condición humana.
La devastación moral y material de entonces es demasiado infernal para
acercarla siquiera a los dramas sociales de la actualidad, pero es
aceptable enfocada en términos de experiencia individual y colectiva, no
histórica.
Y esa experiencia es en el fondo la caída y destrucción de un mundo
ordenado, previsible, asumible, en lo bueno y en lo malo. Aunque no lo
insinúe, quizá en Marina Garcés y su libro Un mundo común
(Edicions Bellaterra) alienta sin querer ese paralelismo o esa vaga
semejanza de tiempos porque a medida que se avanza en su breve y
estimulante ensayo se concreta con más precisión la relectura
imaginativa del pensamiento de Merleau-Ponty en lo que tiene de
discusión y enmienda a Heidegger (pero también a la corrección y
enmienda heideggeriana de Sartre). El desasosiego originario nace del
rechazo a una versión mutilada y unívoca de lo real y repudia a la vez
cualquier forma de utopismo redentorista e iluso o idealizante. No hay
imagen verdadera del mundo unívoca o totalizadora.
Postular un ámbito de lo común y digerir el anonimato, animar
incesantemente posibilidades imprevistas y necesariamente inciertas,
incitar a la instalación en el mundo común, sin reglas normativas y sin
coacciones, aparece como reflexión filosóficamente solvente, tanto si es
deudora de aquella formidable Fenomenología de la percepción,
de Merleau-Ponty, como si guarda un insospechado parentesco con otro
escritor que escapó a la carrera de la red de la conciencia
fenomenológica. En 1953 (y sin razón), Ortega se quejaba en un encuentro
de filósofos de la desatención europea hacia su pensamiento y lo hizo
con el rencor herido que fue frecuente al final de su vida.
Merleau-Ponty le contestó que era muy acre con quienes habían usado sus
ideas. No recuerdo ahora si en la Fenomenología usaba o no a
Ortega, pero algunas nociones centrales de una —digamos— filosofía de la
contingencia laten en este ensayo: en la coexistencia del yo y el mundo
como condición del hombre y en la noción de vida como exposición al
mundo, integral e inevitable, espacio de ejecución y libertad, sin
certeza ni solución. “La vida no se libera a sí misma. Solo puede
vivirse liberando la riqueza del mundo” (Garcés).
Hay en este libro aliento filosófico y la voluntad de legitimar un
ejercicio de la libertad como compromiso físico, corporal (frente a la
supuesta banalización de la palabra). Incluso el más escéptico y
resabiado —y a partir de cierta edad es difícil escapar al escepticismo
resabiado—, siente alguna forma de interpelación detrás de un librito
modesto y a veces errabundo, felizmente errabundo, y otras un tanto
displicente con las formas de la cultura, el arte, la crítica. Con lo
difícil que sigue siendo saber lo que hay detrás de esas palabras, y
seguimos incurriendo en la tentación de apostillarlas despectivamente
como un todo único e uniforme. No es verdad que “la literatura, el arte y
la política nos han representado a los anónimos de nuestra sociedad
como átomos yuxtapuestos en su uniformidad y en su indiferencia
recíproca”. Diría que lo que ha hecho la buena literatura y el buen arte
es justamente lo contrario, pero quizá esa derogación genérica es parte
del coste de escribir un manifiesto filosófico con vocación sorda de
panfleto.
Lo que sigue estando vivo en este libro es el impulso de reactivación
contra el miedo a lo incierto y a la misma vulnerabilidad constitutiva
del pensamiento libre frente a la negación de sentido y acción. O mejor:
frente a la versión de la realidad uniformizadora y muda que prefiere
el poder. Por eso el postulado de fondo es perder el miedo y emprender
“una acción capaz de ir más allá de lo que sabe, de entrar en contacto
con lo que no puede ver ni prever”. Aunque ahí esté también su peligrosa
fragilidad.
Jordi Gracia, Un mundo común, El País, 31/07/2013
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