Sentit comú i coneixement científic.
Lo que se
suele conocer como sentido común, en última instancia, no es más que una
acumulación de prejuicios con los que venimos equipados, en buena parte
gracias a la evolución. Entiéndaseme bien, llamar conjunto de
prejuicios al sentido común no es negativo en sí mismo. Sólo cuando
estos prejuicios nos hacen adoptar decisiones erróneas o son usados por
otros para manipularnos (cosa de la que saben mucho magos,
prestidigitadores, publicistas y los buenos vendedores, a un nivel más o
menos consciente, eso sí) podrían calificarse de dañinos. De hecho, son
atajos cognitivos que nos permiten adoptar decisiones rápidas, la mayor
parte de las veces de forma automática, lo que suele ser útil para
evitar el abuso de un recurso tan escaso, lineal y peligrosamente lento
como la consciencia.
Sostenemos
que a diferencia de otros “conocimientos” que se dejan llevar por estos
prejuicios de forma acrítica, sólo el conocimiento científico permite su
análisis y aprovechamiento completo. Dicho conocimiento científico unas
veces corrobora lo que nos dice el sentido común y, en otras, lo
rebate. Suele ocurrir que, cuando lo corrobora, el conocimiento
científico nos permite ir más allá y comprender el fenómeno de tal
manera que podemos predecir sus consecuencias y actuar de acuerdo con
ellas. Este es el caso de las ilusiones ópticas, por ejemplo, que pueden
ser diseñadas cuando conocemos cómo funciona nuestro sistema visual y
cómo nuestro encéfalo procesa dicha información.
Es llamativo
que fenómenos que percibimos todos los días y a los que estamos
acostumbrados no llamen nuestra atención, ya que o no reflexionamos
sobre ellos o simplemente los consideremos “de sentido común”. Sin
embargo, el análisis científico del fenómeno no es precisamente trivial.
Además este análisis científico tiene profundas consecuencias
filosóficas. En lo que sigue vamos a intentar ilustrar lo que queremos
decir con un ejemplo extremadamente sencillo y familiar. En esta
anotación expondremos el ejemplo y apuntaremos cómo establecemos la
veracidad de una experiencia y en una anotación posterior la
aproximación científica al problema y sus consecuencias filosóficas.
Un lápiz y un vaso de agua.
Imagina que
tomamos un lápiz normal y corriente y lo observamos: es azul, en un
extremo tiene la punta con la mina, que es roja y el opuesto es rojo con
una banda blanca separando lo rojo de lo azul; la forma es la de un
prisma hexagonal recto, si bien el extremo rojo aparece redondeado y la
de la punta es irregular pero asemejando algo entre un cono y una
pirámide hexagonal. En una de las caras rectangulares del prisma
aparecen grabadas y resaltadas en blanco la marca y el modelo del lápiz.
Y ahora lo más importante: parece recto a la vista. Ni doblado, ni
torcido, ni quebrado. Completamente recto.
Este lápiz
que aparece recto fuera del agua, cuando lo introducimos hasta la mitad
más o menos de su altura en el vaso parece torcido. No sólo eso sino que
parece desdoblarse tomando cada rama direcciones divergentes (nosotros
diremos para resumir “torcido”). Si ahora preguntamos a cualquiera si el
lápiz está recto o torcido nos responderá sin dudas que recto, que es
lo que dice el sentido común. Pero ¿por qué descarta automáticamente lo
que ven sus ojos que indican bien a las claras que el lápiz está
torcido? Si presionamos sobre este punto puede que nos digan que “parece
torcido pero no lo está”. Y además podría suponerse (muchos lo hacen)
que esto es lo único que cabría decir, que no hay alternativa. Existen,
sin embargo, al menos, dos. La primera es que podríamos decir que el
lápiz fuera del agua parece recto pero que en realidad está torcido. La
segunda es que estaba recto fuera del agua pero que se ha torcido al
introducirlo en ella.
Si
preguntamos a nuestro sujeto imaginario sobre esta última cuestión nos
dirá posiblemente que el agua no puede torcer el lápiz de esa manera. El
agua contenida en el vaso, además, no puede ejercer presión suficiente
como para torcer el lápiz y la madera de la que está hecho se quebraría
si la tratásemos de doblar en ese ángulo (ante una respuesta así es
posible que nuestro sujeto sea un protoingeniero con nociones
elementales de ciencia de los materiales).
Los detalles
concretos no son tan interesantes como el cuadro general: una persona
apela a sus creencias acerca de la constitución de los lápices, lo que
hace falta para doblarlos y el agua, con objeto de descartar la prueba
que proporciona su sentido de la vista.
Pero ¿qué
ocurre si apelamos a un sentido adicional, el del tacto? Tomamos el
lápiz y lo vemos recto, pasamos los dedos por él y nos parece recto
también. Pero cuando lo metemos en agua lo vemos torcido. Sin embargo,
declaramos abiertamente que el lápiz sigue recto y predecimos que si
introducimos los dedos y lo palpamos lo percibiremos recto al tacto.
Realizamos el experimento y encontramos justificada nuestra predicción.
Tres experiencias (visión fuera del agua, tacto fuera del agua y tacto
dentro del agua) indican que está recto; sólo una (la visión dentro del
agua), que está torcido. Nuestro sentido común va con la mayoría en este
caso. ¿Y por qué no con la minoría? Una posible respuesta revelaría creencias
como las siguientes: “No podemos aceptar todas estas experiencias como
verídicas porque hay un sólo lápiz con una sola forma (recta o torcida).
Podemos ver y tocar el lápiz. No hay dos lápices, vimos uno que antes
esta recto y después torcido y tocamos el mismo antes y después recto”.
Como
decíamos más arriba, es en este tipo de creencias del sentido común en
las que se basan los magos e ilusionistas para crear sus trucos y las
que emplean publicistas y vendedores para colocarnos sus productos.
Nuestro inconsciente asume que determinadas experiencias son verídicas o
no, y lo hacemos en función de nuestras creencias previas. Parte
de estas creencias son culturales, pero una buena parte de ellas (las
más potentes, además) son específicas (de la especie). Más interesante
aún es notar que estas creencias incluyen aspectos muy básicos como
“existen objetos materiales independientes, como los lápices, accesibles
por los sentidos” y también principios científicos rudimentarios como
“el agua contenida en un vaso no es suficiente para doblar un cuerpo
rígido”.
En este
punto, la mayoría sigue con sus asuntos con normalidad. Sin embargo, el
curioso profesional, la persona con mentalidad científica se pregunta:
¿por qué el lápiz parece que está doblado? Y esta solo es la
primera de una cadena de preguntas. Su exploración en una próxima
anotación nos llevará a descartar el empiricismo naif y en ratificarnos
en la ciencia como única fuente de conocimiento verdadero, entre otras
cosas.
César Tomé López, Creencia y experiencia, Cuadernos de Cultura Científica (kzk), 09/07/2013
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