Giorgio Agamben: la tasca del comunisme.
En la pornografía, la utopía de una sociedad sin clases se presenta a
través de la exageración caricaturesca de los rasgos que distinguen a
esas clases y de su transfiguración en la relación sexual. En ningún
otro contexto, ni siquiera en las máscaras de carnaval, se insiste con
tanta obstinación en los signos de clase del vestuario, en el propio
momento en que la situación lleva a su transgresión y anulación, de la
forma más absurda. Las gorras y los delantales de las camareras, el
overol del trabajador, los guantes blancos y los chalecos del mayordomo,
e incluso, más recientemente, los vestidos y las mascarillas de las
enfermeras, celebran su apoteosis en el instante en que, extendidos como
amuletos extraños sobre cuerpos desnudos inextricablemente
entrelazados, parecen anunciar, con un toque estridente de trompeta, ese
último día en que tienen que presentarse como signos de una comunidad
aún no anunciada.
Sólo en el mundo antiguo se encuentra una cosa semejante a esto, en la
representación de las relaciones amorosas entre dioses y hombres, que
constituyen una fuente inagotable de inspiración para el arte clásico en
su ocaso. En la unión sexual con un dios, el mortal, abrumado y feliz,
cancelaba de un golpe la infinita distancia que lo separaba de lo
celestial; pero, al mismo tiempo, esa distancia se reproducía, aunque
invertida, en las metamorfosis animales de la divinidad. El dulce hocico
del toro que secuestra a Europa, el pico sagaz del cisne inclinado
sobre el rostro de Leda, son signos de una promiscuidad tan íntima y
heroica que resulta, por lo menos durante algún tiempo, insoportable.
Si buscamos el contenido de verdad de la pornografía, inmediatamente nos
coloca frente a los ojos su ingenua e insípida pretensión de felicidad.
La característica esencial de esta felicidad ha de ser exigida en
cualquier momento y en cualquier ocasión: cualquiera que sea la
situación inicial, tiene que terminar inevitablemente en una relación
sexual. Una película pornográfica en la que, por cualquier percance,
esto no acontezca, sería quizá una obra maestra, pero no sería ya una
película pornográfica. El striptease es, en este sentido, el
modelo de toda intriga pornográfica: al inicio tenemos siempre y sin
excepción personas vestidas, en una situación determinada, y el único
espacio restante para lo inesperado resguarda el modo en que, al final,
tienen que encontrarse ahora sin ropa. (En esto, la pornografía recupera
el gesto riguroso de la gran literatura clásica: no puede haber espacio
para las sorpresas, y el talento consiste en variaciones imperceptibles
sobre un mismo tema mítico). Y con esto es revelada también la segunda
característica esencial de la pornografía: la felicidad que exhibe es
siempre anecdótica, es siempre historia y ocasión aprovechadas, pero
nunca condición natural, nunca algo ya dado: el naturismo, que
simplemente remueve la ropa, siempre ha sido el adversario más agresivo
de la pornografía; y del mismo modo que una película pornográfica sin
acontecimiento sexual no tendría sentido, también difícilmente se podría
calificar de pornográfica la exhibición pura e inmóvil de la sexualidad
natural del hombre.
Mostrar el potencial de la felicidad presente en la más insignificante
situación cotidiana y en cualquier forma de sociabilidad humana: ésta es
la eterna razón política de la pornografía. Sin embargo, su contenido
de verdad, que la coloca en las antípodas de los cuerpos desnudos que
llenan el arte monumental del fin de siècle, es que la
pornografía no eleva lo cotidiano al nivel del cielo eterno del placer,
sino que exhibe el irremediable carácter episódico de todo placer, la
íntima digresión de todo universal. Por ello, sólo en la representación
del placer femenino, que se expresa únicamente en la cara, la
pornografía agota su intención.
¿Qué dirían los personajes de la película pornográfica que estamos
viendo si pudieran, a su vez, ser espectadores de nuestra vida? Nuestros
sueños no pueden vernos — y ésta es la tragedia de la utopía. La
confusión entre personaje y lector —buena regla de toda lectura— debería
funcionar aquí también. Resulta, sin embargo, que lo importante no es
tanto aprender a vivir nuestros sueños, sino que ellos aprendan a leer
nuestra vida.
“Será evidente entonces que el mundo ha estado soñando por mucho tiempo
con la posesión de una cosa de la cual, para poseerla realmente, debe
poseer la consciencia.” Ciertamente — pero, ¿cómo se poseen los sueños,
dónde es que están guardados? Porque aquí no se trata, naturalmente, de
realizar alguna cosa — nada es más aburrido que un hombre que ha
realizado sus propios sueños: éste es el insípido celo socialdemocrático
de la pornografía. Pero tampoco se trata de guardar en cámaras de
alabastro, intocables y coronadas de rosas y jazmín, ideales que, al
devenir cosas, se romperían: éste es el secreto cinismo del soñador.
Bazlen decía: lo que hemos soñado es algo que ya tuvimos. Hace tanto
tiempo que no lo recordamos. No en un pasado, entonces — ya no poseemos
los registros. Los sueños y los deseos incumplidos de la humanidad son
más bien los miembros pacientes de la resurrección, siempre en acto para
despertar en el último día. Y no duermen encerrados en preciosos
mausoleos, sino que están clavados, como astros vivientes, en el cielo
remotísimo del lenguaje, del que apenas conseguimos descifrar sus
constelaciones. Y esto —al menos esto— no lo hemos soñado. Ser capaz de
atrapar las estrellas que como lágrimas caen del firmamento jamás soñado
de la humanidad — ésta es la tarea del comunismo.
Giorgio Agamben, Idea del comunismo
Texto originalmente publicado en Idea della prosa.
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