Borges: una interpretació de l'etern retorn de Nietzsche.
Jorge Luis Borges |
Nadie ha podido no observar que el más ilustre de los libros de
Nietzsche (no el más complejo ni el mejor, ciertamente, es una
imitación formal de los textos canónicos orientales; nadie, que yo
sepa, ha agotado la significación de ese rasgo. Así, Alexander Tille
enumera las afinidades de Zarathustra con el canon budista, con los evangelios, con el Diván oriental-occidental de Goethe, con La sabiduría del brahmán de
Friedrich Rückert, con las epopeyas germánicas de Félix Dahan y con
determinadas páginas de F.Th. Vischer; ese catálogo es, sin duda,
justificable (ya los estoicos enseñaron que todo se vincula con todo y
que en las vísceras de un buey está escrita la suerte de Cartago) pero
no es iluminativo. Tampoco lo son las declaraciones de Elizabeth
Förster-Nietzsche, que nos confía que Así habló Zarathustra
es el libro más íntimo y personal de cuantos publicó su hermano, y que
encierra la historia de sus amistades, de sus ideales, de sus éxtasis,
de sus pesares, de sus desengaños, de sus mayores esperanzas y de sus
más lejanos designios. Tampoco el célebre pasaje en que Nietzsche
define esa obra como una composición musical.
Muchas contrariedades presenta Así habló Zarathustra:
una sintaxis de aficiones arcaicas y un vocabulario neológico, la
máxima energía y la máxima vaguedad, la inextricable ambigüedad del
sentido y la pompa de la dicción. Enseñar a los hombres la doctrina del
Superhombre, enseñar a los hombres la doctrina del Eterno Retorno, son
los dos propósitos capitales de ese "libro para todos y para nadie".
La ejecución del primero es equívoca: ciertos pasajes (verbigracia, el
que afirma que el hombre será al Superhombre lo que el mono es al
hombre) parecen predecir una futura especie biológica; otros, un
europeo que se abstiene del cristianismo. No menos problemático es el
caso del segundo propósito. Según la doctrina del Retorno, la historia
universal es interminable y periódica; renacerán en otro ciclo los
hombres que ahora pueblan el orbe, repetirán los mismos actos y
pronunciarán las mismas palabras; viviremos (y hemos vivido) un número
infinito de veces. Nietzsche pondera la casi intolerable novedad de esa
conjetura; su ponderación comporta un misterio, si consideramos que
Nietzsche, autor de un libro sobre el pensamiento metafísico de los
griegos, no pudo no saber que los estoicos y los pitagóricos ya habían
enseñado el Retorno.
Básteme alegar a ese fin algunos testimonios ilustres. Escribe Plutarco,
en el primer siglo de nuestra era: "Los estoicos absurdamente imaginan
que en infinitas revoluciones de tiempo habrá infinitas lunas y soles,
infinitos Apolos, infinitas Dianas e infinitos Neptunos" (De los oráculos que han cesado, y por qué,
XLI). Escribe Orígenes, a principios del siglo III: "Si (como quieren
los estoicos) nace otro mundo idéntico a éste, Adán y Eva comerán otra
vez del fruto del árbol, y de nuevo las aguas del diluvio prevalecerán
sobre la tierra, y de nuevo los hijos de Israel servirán en Egipto, y
de nuevo Judas recibirá los treinta dineros, y de nuevo Saúl guardará
las ropas de quienes lapidaron a Esteban, y se repetirán todas las
cosas que ocurrieron en esta vida" (De las doctrinas fundamentales, 2, III). Escribe San Agustín, en el siglo V:
[Nota: Los escritores del siglo XVII -Bacon, Vanini, Browne- solían
atribuir a Platón la conjetura del Eterno Retorno. En esa atribución
este pasaje de la Ciudad de Dios pudo influir. Browne dice en una de las notas del primer libro de la Religio Medici:
El año platónico es un curso de siglos después del cual todas las
cosas recobrarán su estado anterior, y Platón, en su escuela, de nuevo
explicará esta doctrina. Véase, para el año platónico, el párrafo 39
del Timeo.] Es opinión de
algunos filósofos que las cosas temporales giran de modo que Platón,
insigne filósofo, enseñó a sus discípulos en Atenas en la escuela que
se dijo Academia, que después de siglos innumerables, el mismo Platón,
la misma ciudad, la misma escuela y los mismos discípulos volvieron a
existir, y que, después de siglos innumerables, volverán a existir" (De
la Ciudad de Dios, 12, XIII).
Escribe Hume, al promediar el siglo XVIII: "No imaginemos la materia
infinita, como lo hizo Epicuro; imaginémosla finita. Un número finito
de partículas no es susceptible de infinitas transposiciones; en una
duración eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un
número infinito de veces. Este mundo, con todos sus detalles, hasta
los más minúsculos, ha sido elaborado y aniquilado, y será elaborado y
aniquilado: infinitamente". (Dialogues concerning natural religion, VIII).
¿Cómo justificar ese consenso -llamémoslo así-, ya tantas veces
denunciado por los comentadores de Nietzsche? Sus detractores postulan
una confusión humana, harto humana, entre la inspiración y el recuerdo,
cuando no entre la inspiración y la transcripción. El hebraísta Erich
Bischoff lo acusa de plagiar y de no entender, el capítulo 23 de los Primeros principios de Spencer; el Dr. Otto Ernst enriquece el catálogo de «precursores» con el nombre de Julius Bahnsen; el admirable Diccionario de la filosofía
de Mauthner indaga los orígenes del Retorno en el eterno cosmos de
Heráclito, que es engendrado por el fuego y que cíclicamente devora el
fuego. Más implacables todavía son los defensores de Nietzsche. Unos,
para absolverlo de la imputación de plagiar, lo dotan de una
sorprendente ignorancia; otros declaran que Eterna Reiteración es un
mero adorno retórico, una suerte de adjetivo o de énfasis. Olvidan o
simulan olvidar la trágica importancia que Nietzsche atribuyó a ese
adorno. "Inmortal es el instante", escribió, "en que yo engendré el
Eterno Regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso". Otro de los
manuscritos afirma: "Eternamente volverá a invertirse tu vida como un
reloj de arena y eternamente volverá a fluir cuando regresen todas las
condiciones que te dieron origen. Y entonces volverás a encontrar cada
dolor y cada placer y cada amigo y enemigo y cada esperanza y cada
equivocación y cada hoja de pasto y cada destello de sol, la
continuidad de todas las cosas. Este círculo, en el que eres una
semilla, siempre vuelve a resplandecer. Y cada círculo suele incluir
una hora en que al principio en un solo hombre, y luego en muchos, y
finalmente en todos, surge la idea más alta, la del regreso interminable
de todas las cosas. Para la humanidad, esa hora es la hora del
mediodía". Otra nota, aun más significativa, declara: "Guardémonos de
enseñar esta doctrina como una súbita religión. Debe infiltrarse
lentamente, deben trabajarla muchas generaciones, para que sea un gran
árbol que dé sombra a toda la humanidad venidera. ¿Qué son los dos años
que hasta ahora miden el cristianismo? La idea más alta exige muchos
millares de años; durante largo tiempo debe ser pequeña y sin fuerza...
Simple, casi árida, la idea puede prescindir de elocuencia
(Beredsamkeit). Será la religión de los más libres, de los más serenos,
de los más altos: una grata pradera entre el hielo dorado y el cielo
puro".
Todo se explica, creo, a la luz de los párrafos anteriores. El tono
inapelable, apodíctico, los infundados anatemas, los énfasis, la
ambigüedad, la preocupación moral (mucho sabemos de la ética del
Superhombre, nada absolutamente de su literatura o su metafísica), las
repeticiones, la sintaxis arcaica, la deliberada omisión de toda
referencia a otros libros, las soluciones de continuidad, la soberbia,
la monotonía, las metáforas, la pompa verbal; tales anomalías de Zarathustra
dejan de serlo, en cuanto recordamos el extraño género literario a que
pertenece. ¿Qué diríamos de alguien que reprobara una adivinanza
porque es obscura, o la tragedia de Macbeth
porque mueve a terror y a piedad? Diríamos que ignora qué cosa es una
adivinanza o una tragedia. Nosotros, sin embargo, solemos incurrir ante
Zarathustra en un error
análogo. A veces lo juzgamos como si fuera un libro dialéctico; otras,
como si fuera un poema, un ejercicio desdichado o feliz de noble prosa
bíblica. Olvidamos, propendemos siempre a olvidar el enorme propósito
del autor: la composición de un libro sagrado. Un evangelio que se
leyera con la piedad con que los evangelios se leen.
Friedrich Wilhelm Nietzsche,
antiguo profesor de filología en las aulas
helvéticas, se creyó el apóstol, o fundador, de la religión del
Retorno; esperó que el secreto porvenir la enriquecería de prodigios,
de venturas, de adversidades, de mártires, de teólogos, de heresiarcas,
de entusiasmos, de dogmas, de bibliotecas. No razonó, afirmó; sabía
que remotos apologistas vindicarían cada una de sus palabras.
Condescendió a un libro más pobre que él; presintió que otros suplirían
lo que él callaba. No se rebajó a la tarea servil de nombrar a sus
precursores; tampoco los versículos del Corán enumeran las fuentes que
alimentaron su lúcido caudal. No declinó la ambigüedad; prodigó
voluntarias contradicciones para que el porvenir las reconciliara.
Butler, en The Fair Haven, dice
irónicamente que los evangelios contienen "la tiniebla y el fulgor de
Rembrandt, o el dorado crepúsculo de los venecianos, el perder y el
hallar, y la infinita libertad de la sombra"; Nietzsche buscó esa
libertad para Zarathustra. Interpretado así todos sus "defectos" se justifican.
El futuro es interminable. Quienes hablan de Nietzsche sin comprenderlo,
quienes confunden su ética individual con la ninguna ética del
nazismo, pueden encender otra guerra, en la que perezcan todos los
libros del orbe occidental, salvo el enigmático Zarathustra, que fatalmente, quién sabe en qué naciones y en qué dialectos, ascenderá a libro sagrado.
Muchas generaciones han formulado el Eterno Retorno; Nietzsche fue el
primero que lo sintió como una trágica certidumbre y que forjó con él
una ética de la felicidad valedera.
Jorge Luis Borges, Nietzsche. El propósito de Zarathustra, La Nación, Buenos Aires, 15 de octubre de 1944
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