Georges Bataille: les condicions fonamentals del feixisme.
Luego de haber afirmado que en última instancia la infraestructura de
una sociedad determina o condiciona la superestructura, el marxismo no
emprendió ningún esclarecimiento general de las modalidades propias de
la formación de la sociedad religiosa y política. Se admitió igualmente
la posibilidad de reacciones de la superestructura, pero tampoco
entonces se pasó de la afirmación al análisis científico. A propósito
del fascismo, este artículo plantea un intento de representación
rigurosa (si no completa) de la superestructura social y de sus
relaciones con la infraestructura económica. Sin embargo, se trata sólo
de un fragmento que pertenece a un conjunto relativamente importante, lo
cual explica un gran número de lagunas, particularmente la ausencia de
toda consideración acerca del método1;
incluso fue necesario renunciar aquí a ofrecer la justificación general
de un punto de vista nuevo y limitarse a la exposición de los hechos. En
cambio, la simple exposición de la estructura del fascismo exigió como
introducción una descripción de conjunto de la estructura social.
No hace falta decir que el análisis de la superestructura supone el
desarrollo previo del análisis de la infraestructura, estudiada por el
marxismo.
I — La parte homogénea de la sociedad
La descripción psicológica de la sociedad debe comenzar por la parte más
accesible para el conocimiento —en apariencia, la parte fundamental—
cuyo rasgo significativo es la homogeneidad como tendencia2.
Homogeneidad significa en este caso conmensurabilidad de los elementos y
conciencia de dicha conmensurabilidad (las relaciones humanas pueden
mantenerse por una reducción a reglas fijas basadas en la conciencia de
la identidad posible de personas y de situaciones definidas; en
principio, queda excluida toda violencia del curso de la existencia así
entendida).
La base de la homogeneidad social es la producción3.
La sociedad homogénea es la sociedad productiva, es decir, la sociedad
útil. Todo elemento inútil resulta excluido, no de la sociedad total,
sino de su parte homogénea, en la que cada elemento debe ser útil para
otro sin que la actividad homogénea pueda alcanzar nunca la forma de la
actividad valedera en sí misma. Una actividad útil siempre tiene una
medida común con otra actividad útil, pero no con una actividad para sí.
La medida común, fundamento de la homogeneidad social y de la actividad
que de ella depende, es el dinero, es decir, una equivalencia mensurable
de los diferentes resultados de la actividad productiva. El dinero
sirve para medir cualquier trabajo y convierte al hombre en una función
de los productos mensurables. Cada hombre, según el juicio de la
sociedad homogénea, vale por lo que produce, es decir, deja de ser una
existencia para sí: no es más que una función, ubicada dentro de límites
mensurables, de la producción colectiva (que constituye una existencia
para algo distinto de sí).
Pero el individuo homogéneo no existe verdaderamente en función de sus
productos personales sino en la producción artesanal, cuando los medios
de producción son relativamente poco costosos y pueden ser poseídos por
el artesano. En la civilización industrial, el productor se distingue
del poseedor de los medios de producción y es este último quien se
apropia de los productos. En consecuencia, éste es quien existe en
función de los productos en la sociedad moderna; él es quien funda la
homogeneidad social, y no el productor.
Así, en el actual estado de cosas la parte homogénea de la sociedad está
formada por los hombres que poseen los medios de producción o el dinero
destinado a su mantenimiento y a su compra. Es dentro de la clase
llamada capitalista o burguesa, precisamente en el sector medio de esta
clase, donde se opera fundamentalmente la reducción tendencial del
carácter humano a una entidad abstracta e intercambiable, reflejo de las
cosas homogéneas poseídas.
A continuación, esa reducción se extiende en la medida de lo posible a
las clases generalmente llamadas medias, que aprovechan porciones
apreciables del beneficio. Pero el proletariado obrero sigue siendo en
gran parte irreductible. La posición que ocupa respecto de la actividad
homogénea es doble: ésta lo excluye, no en cuanto al trabajo sino en
cuanto al beneficio. Como agentes de la producción, los obreros ingresan
en los marcos de la organización social, pero la reducción homogénea no
afecta en principio sino a su actividad asalariada; son integrados en
la homogeneidad psicológica en cuanto a su comportamiento profesional,
no en general como hombres. Fuera de la fábrica, e incluso fuera de sus
operaciones técnicas, con relación a una persona homogénea (patrón,
burócrata, etc.) un obrero es un extraño, un hombre de otra naturaleza,
de una naturaleza no reducida, no sometida.
II — El Estado
En el período contemporáneo, la homogeneidad social está unida a la
clase burguesa por vínculos esenciales: así, se confirma la comprensión
marxista cuando el Estado se concibe al servicio de la homogeneidad
amenazada.
En principio, la homogeneidad social es una forma precaria, a merced de
la violencia e incluso de cualquier disensión interna. Se forma
espontáneamente dentro del juego de la organización productiva, pero
debe ser permanentemente protegida de los diversos elementos inestables
que no se benefician de la producción, o que creen obtener poco, o que
simplemente no pueden soportar los frenos que la homogeneidad contrapone
a la agitación. En esas condiciones, la salvaguarda de la homogeneidad
se logrará recurriendo a elementos imperativos capaces de aniquilar o
reducir a una regla a las diferentes fuerzas desordenadas.
El Estado no es en sí mismo uno de esos elementos imperativos, se
diferencia de los reyes, de los jefes militares o nacionales, pero es el
resultado de las modificaciones sufridas por una parte de la sociedad
homogénea en contacto con dichos elementos. Esa parte constituye una
formación intermedia entre las clases homogéneas y las instancias
soberanas de las cuales debe tomar su carácter obligatorio, aunque no
ejercen su soberanía sino por su intermedio. Sólo en relación con estas
últimas instancias será posible considerar de qué manera ese carácter
obligatorio es transferido a una formación que no constituye sin embargo
una existencia valedera en sí misma (heterogénea), sino que es
simplemente una actividad cuya utilidad respecto de otra parte es
siempre evidente.
Prácticamente, la función del Estado consiste en un doble juego de
autoridad y adaptación. La reducción de las divergencias por
compensación en la práctica parlamentaria indica toda la complejidad
posible de la actividad interna de adaptación necesaria para la
homogeneidad. Pero contra las fuerzas inasimilables, el Estado opta por
la autoridad estricta.
Según el Estado sea democrático o despótico, la tendencia que lo domine
será la adaptación o la autoridad. En la democracia, el Estado extrae la
mayor parte de su fuerza de la homogeneidad espontánea que no hace más
que fijar y constituir como una regla. El principio de su soberanía —la
nación— que le proporciona a la vez su finalidad y su fuerza, se ve
entonces disminuido debido a que los individuos aislados se consideran
cada vez más como fines con respecto al Estado, que existiría para ellos
antes que para la nación. Y en ese caso la vida personal se distingue
de la existencia homogénea en cuanto valor que se ofrece como
incomparable.
III — Disociaciones, críticas de la homogeneidad social y del Estado
Aun en circunstancias difíciles, el Estado alcanza a mantener en la
impotencia a las fuerzas heterogéneas que sólo ceden ante su coerción.
Pero puede sucumbir por una disociación interna de la parte de la
sociedad de la cual es la forma coercitiva.
De manera fundamental, la homogeneidad social depende de la homogeneidad
(en el sentido general del término) del sistema productivo. Cada
contradicción que surge del desarrollo de la vida económica provoca así
una disociación tendencial de la existencia social homogénea. Esta
tendencia a la disociación se ejerce de la manera más compleja en todos
los planos y en todos los sentidos. Pero no alcanza formas agudas y
peligrosas sino en la medida en que una parte apreciable de la masa de
los individuos homogéneos deja de tener interés por la conservación de
la forma de homogeneidad existente (no porque sea homogénea, sino por el
contrario, porque está a punto de perder su carácter propio). Esa
fracción de la sociedad se asocia entonces espontáneamente con las
fuerzas heterogéneas ya conformadas y se confunde con ellas.
De modo que las circunstancias económicas actúan directamente sobre los
elementos homogéneos a los que desintegran. Pero esta desintegración
sólo representa la forma negativa de la efervescencia social: los
elementos disociados no actúan antes de haber sufrido una alteración
consumada que caracteriza a la forma positiva de esa efervescencia. A
partir del momento en que se unen a las formaciones heterogéneas ya
existentes (en estado difuso u organizado), toman de ellas un carácter
nuevo, el general carácter positivo de la heterogeneidad. Además, la
heterogeneidad social no existe en estado informe y desorientado: tiende
por el contrario de manera constante a una estructura seccionada y,
cuando algunos elementos sociales pasan a la parte heterogénea, su
acción se halla todavía condicionada por la estructura actual de esa
parte.
Así, el modo de solución de contradicciones económicas agudas depende
del estado histórico y al mismo tiempo de las leyes generales de la
región social heterogénea en el que la efervescencia adquiere su forma
positiva; depende, en particular, de las relaciones establecidas entre
las diversas formaciones de esa región en el momento en que la sociedad
homogénea se halla materialmente disociada.
El estudio de la homogeneidad y de sus condiciones de existencia conduce
así al estudio esencial de la heterogeneidad. Constituye además su
primera parte debido a que la determinación primaria de la
heterogeneidad definida como no homogénea supone el conocimiento de la
homogeneidad que la delimita por exclusión.
IV — La existencia social heterogénea
Toda la problemática de la psicología social radica precisamente en la
necesidad de orientar principalmente el análisis hacia una forma que no
sólo es difícil de estudiar, sino cuya misma existencia aún no ha sido
objeto de una determinación positiva.
El propio término de heterogéneo indica que se trata de elementos
imposibles de asimilar, y esa imposibilidad que atañe básicamente a la
asimilación social atañe al mismo tiempo a la asimilación científica.
Ambas clases de asimilaciones poseen una sola estructura: la ciencia
tiene por objeto fundar la homogeneidad de los fenómenos; en cierto modo
es una de las funciones eminentes de la homogeneidad. Así, los
elementos heterogéneos que son excluidos por esta última se hallan
igualmente excluidos del campo de la atención científica: por su mismo
principio, la ciencia no puede conocer elemenos heterogéneos en cuanto
tales. Obligada a constatar la existencia de hechos irreductibles —de
una naturaleza tan incompatible con su homogeneidad como los criminales
natos, por ejemplo, con el orden social— se ve privada de toda
satisfacción funcional (explotada de la misma manera que un obrero en
una fábrica capitalista, utilizada sin tener participación en las
ganancias). La ciencia, en efecto, no es una entidad abstracta: puede
reducirse siempre a un conjunto de hombres que vive las aspiraciones
inherentes al proceso científico. En estas condiciones, los elementos
heterogéneos, al menos en cuanto tales, se hallan sometidos a una
censura de hecho: cada vez que podrían ser objeto de una observación
metódica, falta la satisfacción funcional y sin determinada
circunstancia excepcional —la interferencia de una satisfacción cuyo
origen es totalmente distinto— no pueden mantenerse dentro del campo de
atención.
La exclusión de los elementos heterogéneos del dominio homogéneo de la
conciencia recuerda así de manera formal la de los elementos descritos
(por el psicoanálisis) como inconscientes, que la censura excluye del yo
consciente. Las dificultades que obstaculizan la revelación de las
formas inconscientes de la existencia son del mismo orden que aquellas
que obstaculizan el conocimiento de las formas heterogéneas. Como se
verá a continuación, algunos rasgos son comunes a esos dos tipos de
formas y aparentemente lo inconsciente debe considerarse como uno de los
aspectos de lo heterogéneo, sin que sea posible aportar precisiones
inmediatas sobre este punto. Si se admite esta concepción, dado lo que
se conoce sobre la represión, resulta mucho más fácil comprender que las
incursiones ocasionales al dominio heterogéneo aún no hayan sido lo
suficientemente coordinadas como para desembocar siquiera a la simple
revelación de su existencia positiva y claramente separada.
Tiene una importancia secundaria indicar ahora que, a fin de sortear las
dificultades que acaban de considerarse, es necesario plantear los
límites de las tendencias inherentes a la ciencia y constituir un
conocimiento de la diferencia no explicable, que supone el acceso
inmediato de la inteligencia a una materia previa a la reducción
intelectual. Provisoriamente, basta con exponer los hechos de acuerdo
con su naturaleza y, con miras a definir el término heterogéneo,
introducir las siguientes consideraciones:
1) Así como mana y tabú designan en sociología de las religiones formas
restringidas para aplicaciones particulares de una forma más general, lo
sagrado, lo sagrado puede considerarse una forma restringida con
relación a lo heterogéneo.
Mana designa una fuerza misteriosa e impersonal de la que disponen
algunos individuos como los reyes y los hechiceros. Tabú indica la
prohibición social de contacto que se aplica por ejemplo a los cadáveres
o a las mujeres durante el período menstrual. Estos aspectos de la vida
heterogénea son fáciles de definir en virtud de los hechos precisos y
limitados a los que se refieren. En cambio, una comprensión explícita de
lo sagrado, cuyo dominio de aplicación es relativamente vasto, presenta
considerables dificultades. Durkheim se topó con la imposibilidad de
darle una definición científica positiva: se limitó a caracterizar
negativamente el mundo sagrado como absolutamente heterogéneo respecto
del mundo profano4. No obstante, es posible
admitir que lo sagrado se conoce positivamente, por lo menos de manera
implícita (pues la palabra, presente en todas las lenguas, es de uso
común y el uso supone una significación percibida por el conjunto de los
hombres). Tal conocimiento implícito de un valor que se relaciona al
ámbito heterogéneo permite infundirle a su descripción un carácter vago,
pero positivo. Ahora bien, es posible afirmar que el mundo heterogéneo
está constituido, en una parte importante, por el mundo sagrado y que
reacciones análogas a las que provocan las cosas sagradas revelan las de
las cosas heterogéneas que no son estrictamente consideradas como
sagradas. Estas reacciones consisten en que la cosa heterogénea se
supone cargada de una fuerza desconocida y peligrosa (semejante al mana
polinesio) y que una determinada prohibición social de contacto (tabú)
la separa del mundo homogéneo o vulgar (que corresponde, al mundo
profano de la oposición estrictamente religiosa).
2) Fuera de las cosas sagradas en sentido estricto, que constituyen el
dominio común de la religión o de la magia, el mundo heterogéneo
comprende el conjunto de los resultados del gasto improductivo5
(las mismas cosas sagradas forman parte de este conjunto). Vale decir:
todo aquello que la sociedad homogénea rechaza como desecho o como valor
superior trascendente. Son los productos excretorios del cuerpo humano y
algunos materiales análogos (basuras, parásitos, etc.); las partes del
cuerpo, las personas, las palabras o los actos que tienen un valor
erótico sugestivo; los diversos procesos inconscientes como los sueños y
las neurosis; los numerosos elementos o formas sociales que la parte
homogénea no puede asimilar: las muchedumbres, las clases guerreras,
aristocráticas y miserables, los diferentes tipos de individuos
violentos o que por lo menos violan la norma (locos, agitadores, poetas,
etc.).
3) Los elementos heterogéneos provocan reacciones afectivas de
intensidad variable según las personas y es posible suponer que el
objeto de toda reacción afectiva es necesariamente heterogéneo (si no en
general, por lo menos con relación al sujeto). Unas veces hay
atracción, otras veces repulsión, y todo objeto de repulsión en
determinadas circunstancias puede devenir objeto de atracción o
viceversa.
4) La violencia, la desmesura, el delirio, la locura, caracterizan en
grados diversos a los elementos heterogéneos: activos, en cuanto
personas o en cuanto muchedumbres, quebrantan las leyes de la
homogeneidad social. Esta característica no se aplica adecuadamente a
los objetos inertes, sin embargo estos últimos presentan cierta
conformidad con los sentimientos extremos (es posible hablar de la
naturaleza violenta y desmesurada de un cadáver en descomposición).
5) La realidad de los elementos heterogéneos no es de la misma índole
que la de los elementos homogéneos. La realidad homogénea se presenta
con el aspecto abstracto y neutro de los objetos estrictamente definidos
e identificados (básicamente es la realidad específica de los objetos
sólidos). La realidad heterogénea es la de la fuerza o el choque. Se
presenta como una carga, como un valor, que pasa de un objeto a otro de
manera más o menos arbitraria, casi como si el cambio no tuviera lugar
en el mundo de los objetos sino tan sólo en los juicios del sujeto. Esto
no significa sin embargo que los hechos observados deban considerarse
subjetivos: la acción de los objetos de la actividad erótica
evidentemente se funda en su naturaleza objetiva. No obstante, de manera
desconcertante, el sujeto tiene la posibilidad de desplazar el valor
excitante de un elemento a otro análogo o cercano6.
En la realidad heterogénea, los símbolos cargados de valor afectivo
tienen así la misma importancia que los elementos fundamentales y la
parte puede tener el mismo valor que el todo. Es fácil comprobar que,
mientras la estructura del conocimiento de una realidad homogénea sería
la de la ciencia, la de una realidad heterogénea, en cuanto tal, se
encuentra en el pensamiento místico de los primitivos y en las
representaciones del sueño: ella es idéntica a la estructura del
inconsciente7.
6) En resumen, respecto de la vida corriente (cotidiana) la existencia
heterogénea puede ser representada como totalmente distinta, como
inconmensurable, dotando a estas palabras del valor positivo que tienen
en la experiencia afectiva vivida.
Ejemplos de elementos heterogéneos
Si ahora referimos estas proposiciones a elementos reales, los
dirigentes fascistas pertenecen sin duda a la existencia heterogénea.
Opuestos a los políticos democráticos, que en los diferentes países
representan la trivialidad inherente a la sociedad homogénea, Mussolini o
Hitler se muestran de inmediato como totalmente distintos. Cualesquiera
que sean los sentimientos que provoque su existencia actual en cuanto
agentes políticos de la evolución, es imposible no tener conciencia de
la fuerza que los sitúa por encima de los hombres, de los partidos e
incluso de las leyes: fuerza que rompe el curso regular de las cosas, la
homogeneidad apacible pero irritante e impotente para mantenerse a sí
misma; el hecho de que se rompa la legalidad no es sino el signo más
evidente de la naturaleza trascendente, heterogénea, de la acción
fascista. Si se considera su origen en lugar de su acción externa, la
fuerza de un dirigente es análoga a la que se ejerce en la hipnosis8.
El flujo afectivo que lo une a sus partidarios —que adquiere la forma
de una identificación moral con aquel a quien siguen (y viceversa)— está
en función de la conciencia común de poderes y energías cada vez más
violentos, cada vez más desmesurados, que se acumulan en la persona del
jefe y devienen en él indefinidamente disponibles. (Aunque esa
concentración en una sola persona interviene como un elemento que
distingue la formación fascista en el interior mismo del dominio
heterogéneo: por el hecho mismo de que la efervescencia afectiva
desemboca en la unidad, constituye una instancia dirigida, en cuanto
autoridad, contra los hombres; esa instancia es existencia para sí antes
de ser útil y existencia para sí distinta de la de una sublevación
informe cuyo sentido para sí significa “para los hombres sublevados”.
Esa monarquía, esa ausencia de toda democracia, de toda fraternidad en
el ejercicio del poder —formas que no existen únicamente en Italia o
Alemania— indican que debe haber resignado forzosamente las necesidades
naturales e inmediatas de los hombres en beneficio de un principio
trascendente que no puede ser objeto de ninguna explicación exacta.)
De modo completamente diferente, también pueden describirse como
heterogéneas las capas sociales más bajas, que despiertan generalmente
repulsión y en ningún caso pueden ser asimiladas por el conjunto de los
hombres. En la India, esas clases miserables son consideradas
intocables, es decir, se caracterizan por una prohibición de contacto
análoga a la que se aplica a las cosas sagradas. Es cierto que la
costumbre de los países de civilización avanzada es menos ritual y la
cualidad de intocable no se transmite obligatoriamente por herencia: en
esos países, sin embargo, basta con existir como ser humano marcado por
la miseria para crear entre uno y los demás —que se consideran la
expresión del hombre normal— un foso prácticamente infranqueable. Las
formas nauseabundas de la degradación provocan una sensación de asco tan
insoportable que es incorrecto expresarlo o tan sólo aludir a ello. La
desgracia material de los hombres tiene de manera muy notable
consecuencias desmesuradas en el orden psicológico de la desfiguración. Y
en los casos de hombres dichosos que no han sufrido la reducción
homogénea (que contrapone a la miseria una justificación legal), si
obviamos las vergonzosas tentativas de fuga (de elusión) como la piedad
caritativa, la violencia sin espera de las reacciones adquiere
inmediatamente la forma de desafío a la razón.
V — El dualismo fundamental del mundo heterogéneo
Los dos ejemplos anteriores, tomados del amplio dominio de la
heterogeneidad y no del dominio sagrado propiamente dicho, presentan
embargo las características específicas de este último. Esta conformidad
se advierte fácilmente en la figura de los dirigentes, evidentemente
tratados por sus partidarios como personas sagradas. Resulta mucho menos
obvia en lo que concierne a las formas de la miseria, que no son objeto
de culto alguno.
Pero revelar que esas formas innobles son compatibles con el carácter
sagrado es precisamente el progreso decisivo realizado en el
conocimiento del dominio de lo sagrado, y al mismo tiempo de lo
heterogéneo. La noción de la dualidad de las formas de lo sagrado es uno
de los resultados obtenidos por la antropología social9:
estas formas deben dividirse en dos clases opuestas, puras e impuras
(en las religiones primitivas, algunas cosas impuras —la sangre
menstrual, por ejemplo— no son menos sagradas que la naturaleza divina;
la conciencia de esta dualidad fundamental ha persistido hasta una fecha
relativamente reciente: en la Edad Media, la palabra sacer se empleó
para designar una enfermedad vergonzosa —la sífilis— y la significación
profunda de ese uso todavía resultaba inteligible). El tema de la
miseria sagrada —impura e intocable— constituye exactamente el polo
negativo de una región caracterizada por la oposición de dos formas
extremas: en cierto sentido, hay una identidad de los contrarios entre
la gloria y la degradación, entre formas elevadas e imperativas
(superiores) y formas miserables (inferiores). Esta oposición atraviesa
el conjunto del mundo heterogéneo y se añade a las características ya
determinadas de la heterogeneidad como un elemento fundamental. (En
efecto, las formas heterogéneas indiferenciadas son relativamente raras
—al menos en las sociedades evolucionadas— y el análisis interno de la
estructura social heterogénea se reduce casi totalmente a la oposición
de los dos contrarios.)
VI — La forma imperativa de la existencia heterogénea: la soberanía
La acción fascista, heterogénea, pertenece al conjunto de las formas
superiores. Apela a los sentimientos tradicionalmente definidos como
elevados y nobles y tiende a constituir la autoridad como un principio
incondicional, situado por encima de cualquier juicio utilitario.
Obviamente, el empleo de las palabras superior, noble, elevado, no
implica una aquiescencia. Estos calificativos sólo designan en este caso
la pertenencia a una categoría históricamente definida como superior,
noble o elevada: estas concepciones nuevas o individuales no pueden
considerarse sino en relación con las concepciones tradicionales de las
cuales derivan; por otra parte, son necesariamente híbridas, sin fuerza,
y no cabe duda de que sería preferible renunciar, en lo posible, a toda
representación de ese orden (¿cuáles son las razones confesables por
las cuales un hombre querría ser noble, similar a un representante de la
casta militar medieval, y para nada innoble, es decir, de acuerdo con
el juicio histórico, similar a un hombre cuya miseria material habría
alterado el carácter humano, lo habría vuelto totalmente distinto?)
Hecha esta salvedad, debemos precisar la significación de los valores superiores por medio de los calificativos tradicionales.
La superioridad (soberanía10 imperativa)
designa el conjunto de los aspectos impactantes —que determinan
afectivamente atracción o repulsión— propios de las diferentes
situaciones humanas en las que es posible dominar o incluso oprimir a
los semejantes, en razón de su edad, de su debilidad física, de su
estatuto jurídico o simplemente por la necesidad de ponerse bajo la
dirección de uno solo: a diversas circunstancias corresponden
situaciones definidas, la del padre con relación a sus hijos, la del
jefe militar con relación al ejército y la población civil, la del amo
con relación al esclavo, la del rey con relación a sus súbditos. A estas
situaciones reales se añaden situaciones mitológicas cuya naturaleza
exclusivamente ficticia facilita una condensación de los aspectos que
caracterizan la superioridad.
El simple hecho de dominar a sus semejantes implica la heterogeneidad
del amo, al menos en tanto es el amo: en la medida en que se refiere a
su naturaleza, a su cualidad personal, como a una justificación de su
autoridad, señala que esa naturaleza es totalmente distinta, sin que se
pueda dar cuenta racionalmente de ella. Aunque no sólo es totalmente
distinta con relación al dominio racional de la medida y la
equivalencia: la heterogeneidad del amo no se opone menos a la del
esclavo. Si la naturaleza heterogénea del esclavo se confunde con la de
la inmundicia a la que su situación material lo condena a vivir, la del
amo se conforma en un acto que excluye toda inmundicia, cuya meta es la
pureza pero cuya forma es sádica.
Humanamente, el valor imperativo consumado se presenta en forma de
autoridad real o imperial, en la que se manifiestan en grado máximo las
tendencias crueles y la necesidad de realizar e idealizar el orden que
caracteriza a toda dominación. La autoridad fascista no presenta menos
este carácter doble, pero sólo es una de las numerosas formas de la
autoridad real cuya descripción general constituye el fundamento para
cualquier descripción coherente del fascismo.
Opuesta a la existencia miserable de los oprimidos, la soberanía
política aparece en primer lugar como una actividad sádica claramente
diferenciada. En la psicología individual, es raro que la tendencia
sádica no esté asociada en una misma persona a una tendencia masoquista
más o menos explícita. Pero en la sociedad cada tendencia normalmente es
representada por una instancia distinta, y la actitud sádica puede ser
manifestada por una persona imperativa que excluya toda participación en
las actitudes masoquistas correspondientes. En ese caso, la exclusión
de las formas inmundas que son objeto del acto cruel no es seguida por
una calificación de esas formas como valor y, en consecuencia, ninguna
actividad erótica podría asociarse a la crueldad. Los mismos elementos
eróticos son rechazados junto con todo objeto inmundo y, al igual que en
un gran número de actitudes religiosas, el sadismo accede entonces a
una pureza deslumbrante. Esta diferenciación puede ser más o menos
acabada —individualmente, algunos soberanos pudieron vivir parcialmente
el poder como una orgía sangrienta—, pero en conjunto la forma de la
realeza imperativa realizó históricamente, dentro del dominio
heterogéneo, una exclusión de las formas miserables o inmundas
suficiente para encontrar, en un determinado plano, una conexión con las
formas homogéneas.
En efecto, si la sociedad homogénea descarta en principio todo elemento
heterogéneo, inmundo o noble, las modalidades de la operación no dejan
de variar según la naturaleza de cada elemento descartado. Sólo el
rechazo de las formas miserables tiene un valor constante y fundamental
para la sociedad homogénea (de modo que el mínimo llamado a las reservas
de energía representadas por esas formas exige una operación tan
peligrosa como la subversión); pero debido a que el acto de exclusión de
las formas miserables asocia necesariamente las formas homogéneas y las
formas imperativas, estas últimas ya no pueden ser rechazadas lisa y
llanamente. De hecho, la sociedad homogénea utiliza las fuerzas
imperativas libres contra los elementos que le resultan más
incompatibles, y cuando debe escoger en el ámbito de lo que ha excluido
el objeto mismo de su actividad (la existencia para sí al servicio de la
cual necesariamente debe colocarse), la elección no puede dejar de
recaer en las fuerzas cuya práctica ha mostrado que en principio
actuaban en el sentido más favorable.
La incapacidad de la sociedad homogénea para encontrar en sí misma una
razón de ser y actuar la sitúa dentro de la dependencia de las fuerzas
imperativas, así como la hostilidad sádica de los soberanos contra la
población miserable los aproxima a cualquier formación que procure
mantener a esta última en la opresión.
De estas modalidades de exclusión de la persona real se desprende una
situación compleja: si el rey es el objeto en el cual la sociedad
homogénea halló su razón de ser, el mantenimiento de esa relación exige
que éste se comporte de tal manera que la sociedad homogénea pueda
existir para él. Esta exigencia atañe en primer lugar a la
heterogeneidad fundamental del rey, garantizada por numerosas
prohibiciones de contacto (tabúes), pero es imposible mantener esa
heterogeneidad en estado libre. La heterogeneidad en ningún caso puede
recibir su ley desde el exterior, pero su movimiento espontáneo puede
ser fijado, al menos como tendencia, de una vez por todas. Fue así que
la pasión destructiva (el sadismo) de la instancia imperativa en
principio se dirigió exclusivamente contra las sociedades extranjeras,
contra las clases miserables o contra el conjunto de los elementos
externos o internos hostiles a la homogeneidad.
El poder histórico de la realeza es la forma resultante de tal
situación. Se le atribuye un papel determinante en cuanto a su función
positiva al principio mismo de la unificación, operada realmente en un
conjunto de individuos cuya elección afectiva se orienta hacia un objeto
heterogéneo único. La comunidad de dirección tiene por sí misma un
valor constitutivo: presupone —es cierto, vagamente— el carácter
imperativo del objeto. La unión, principio de la homogeneidad, no es más
que un hecho tendencial incapaz de hallar en sí mismo un motivo para
exigir e imponer su existencia, y en la mayoría de los casos el recurso a
una exigencia obtenida del exterior para el valor de una necesidad
primaria. Ahora bien, el deber ser puro, el imperativo moral, exige el
ser para sí, es decir, el modo específico de la existencia heterogénea.
Pero precisamente esta existencia en sí misma escapa al principio del
deber ser y en ningún caso puede subordinarse a él: accede
inmediatamente al ser (en otros términos, se produce como valor que es o
que no es, nunca, como valor que debe ser). La forma compleja en la que
se llega a la resolución de esa incompatibilidad plantea el deber ser
de la existencia homogénea dentro de existencias heterogéneas. Así pues,
la heterogeneidad imperativa no representa solamente una forma
diferenciada respecto de la heterogeneidad vaga: supone además la
modificación estructural de las dos partes en contacto, homogénea y
heterogénea. Por un lado, la formación homogénea cercana a la instancia
real, el Estado, toma de ella su carácter imperativo y parece acceder a
la existencia para sí al realizar el deber ser despojado y frío del
conjunto de la sociedad homogénea. Pero en realidad el Estado no es más
que la forma abstracta, degradada, del deber ser vivo y exigido, en
plenitud, como atracción afectiva y como instancia real: no es más que
la homogeneidad vaga devenida coerción. Por otro lado, este modo de
formación intermediario que caracteriza al Estado penetra por reacción a
la existencia imperativa; pero en el curso de esta introyección la
forma propia de la homogeneidad deviene, en este caso realmente,
existencia para sí que se niega a sí misma: ella se absorbe en la
heterogeneidad y se destruye en cuanto estrictamente homogénea debido a
que, devenida negación del principio de la utilidad, rehúsa toda
subordinación. Profundamente penetrado por la razón de Estado, el rey no
se identifica, sin embargo, con esta última: mantiene integralmente el
carácter seccionado propio de la majestuosidad divina. Escapa al
principio específico de la homogeneidad, a la compensación de derechos y
deberes que constituye a la ley formal del Estado: los derechos del rey
son incondicionales.
Es casi innecesario representar aquí que la posibilidad de tales
formaciones afectivas ha ocasionado el avasallamiento infinito que
degrada a la mayoría de las formas de vida humana (mucho más que los
abusos de fuerza, por otro lado reductibles en sí mismos, en tanto la
fuerza en juego es necesariamente social, a formaciones imperativas). Si
ahora consideramos la soberanía en su forma tendencial, tal como ha
sido históricamente vivida por los súbditos responsables de su valor
atractivo, pero independientemente de una realidad particular, su
naturaleza se muestra humanamente como la más noble —elevada hasta la
majestad—, pura en el centro mismo de la orgía, fuera del alcance de las
imperfecciones humanas. Ella constituye la región formalmente exenta de
intrigas con interés a la que se refiere el súbdito oprimido como a una
satisfacción vacía pero pura (en este sentido, la constitución de la
naturaleza real por encima de una realidad inconfesable recuerda las
ficciones que justifican la vida eterna). En cuanto forma tendencial,
realiza el ideal de la sociedad y del curso de las cosas (en el espíritu
del súbdito, esta función se expresa ingenuamente: si el rey supiera…).
Al mismo tiempo, es autoridad estricta. Por encima de la sociedad
homogénea así como por encima de la población miserable o de la
jerarquía aristocrática que de ella emana, la soberanía exige de manera
sangrienta la represión de lo que le es adverso y en su forma explícita
se confunde con los fundamentos heterogéneos de la ley: ella es al mismo
tiempo la posibilidad y la exigencia de la unidad colectiva; es en la
órbita regia donde se elaboran el Estado y sus funciones de coerción y
adaptación; es en beneficio de la grandeza real que se desarrolla la
reducción homogénea, como destrucción y como fundación a la vez.
Como principio para la asociación de innumerables elementos, el poder
real se desarrolla espontáneamente como fuerza imperativa y destructiva
contra cualquier otra forma imperativa que se le pudiera oponer y así se
manifiesta, en grado máximo, la tendencia fundamental y el principio de
toda autoridad: la reducción a la unidad personal, la individualización
del poder. Mientras que la existencia miserable se produce
necesariamente como multitud y la sociedad homogénea como reducción a
una medida común, la instancia imperativa, el fundamento de la opresión,
se desarrolla necesariamente en el sentido de una reducción a la unidad
bajo la forma de un ser humano que excluye la posibilidad misma de un
semejante, o en otros términos, como una forma radical de la exclusión
que la avidez exige.
VII — La concentración tendencial
Por cierto, la tendencia a la concentración contradice aparentemente la
coexistencia de distintos ámbitos del poder: el dominio de la soberanía
real es diferente del dominio del poderío militar, y difiere también del
dominio de la autoridad religiosa. Pero precisamente la constatación de
esta coexistencia induce a prestar atención al carácter compuesto del
poder real, en el que resulta fácil volver a hallar los elementos
constitutivos de los otros dos poderes militares y religiosos11.
Se advierte así que la soberanía real no debe examinarse como un
elemento simple con origen autónomo, como el ejército o la organización
religiosa: es exactamente (y además únicamente) la concentración de esos
dos elementos formados en direcciones diferentes. El constante
resurgimiento de los poderes militares y religiosos en estado puro nunca
modificó el principio de su concentración tendencial bajo la forma de
una sola soberanía: aun el rechazo formal del cristianismo —para emplear
la terminología simbólica vulgar— no impidió que la cruz se arrastrara
en los escalones del trono con el sable.
Considerada históricamente, la realización de esta concentración pudo
ser espontánea: el jefe del ejército logró hacerse consagrar rey por la
fuerza o bien el rey consagrado se adueñó del poder militar (en Japón,
recientemente el emperador hizo esto último, aunque es cierto que su
propia iniciativa no jugó un papel determinante). Pero siempre, aun en
el caso en que la realeza es usurpada, la posibilidad de la reunión de
los poderes ha dependido de sus afinidades fundamentales y sobre todo de
su concentración tendencial.
El análisis de los principios que rigen estos hechos tiene evidentemente
una importancia capital en el momento que el fascismo renueva su
existencia histórica, reuniendo una vez más la autoridad militar y
religiosa para realizar la opresión total. (Al respecto, es posible
afirmar —sin que implique cualquier otro juicio político— que toda
realización ilimitada de las formas imperativas tiene el sentido de una
negación de la humanidad en cuanto valor que depende del juego de sus
oposiciones internas.) Como el bonapartismo, el fascismo (que significa
etimológicamente reunión, concentración) no es más que una reactivación
agudizada de la instancia soberana latente, pero con un carácter de
alguna manera purificado debido a que las milicias que se sustituyen en
el ejército en la constitución del poder tienen inmediatamente como
objeto ese poder.
VIII — El ejército y los jefes militares
En principio —funcionalmente— el ejército existe en razón de la guerra y
su estructura psicológica es enteramente reductible al ejercicio de su
función. Así, su carácter imperativo no deriva directamente de la
importancia social ligada a la detención del poder material de las
armas: es la organización interna del ejército —la disciplina y la
jerarquía— lo que forma la sociedad noble por excelencia.
Evidentemente, la nobleza de las armas supone en primer lugar una
heterogeneidad intensa: la disciplina o la jerarquía no son en sí mismas
más que formas y no fundamentos de la heterogeneidad; únicamente la
sangre derramada, la masacre, la muerte, responden a la base de la
naturaleza de las armas. Pero el horror ambiguo de la guerra no posee
aún más que una heterogeneidad baja (en rigor, indiferenciada). La
orientación elevada, exaltante, de las armas supone la unificación
afectiva necesaria para su cohesión, es decir, para su valor eficaz.
El carácter afectivo de esta unificación se manifiesta en forma de
adhesión del soldado al jefe del ejército; implica que cada soldado
considere la gloria de este último como su propia gloria. Por medio de
ese proceso la repugnante carnicería se transforma radicalmente en su
contrario: en gloria, es decir, en atracción pura e intensa.
Básicamente, la gloria del jefe constituye una suerte de polo afectivo
que se opone a la naturaleza innoble de los soldados. Aun
independientemente de su horrible empleo, los soldados pertenecen en
principio a la parte infame de la población; despojado de sus uniformes,
si cada hombre hubiera llevado sus ropas habituales, un ejército
profesional del siglo XVIII habría tenido el aspecto de un populacho
miserable. Pero la eliminación consumada del reclutamiento de las clases
miserables no bastaría para cambiar la estructura profunda del
ejército, estructura que seguiría fundando la organización afectiva
sobre la infamia social de los soldados. Los seres humanos incorporados a
un ejército no son más que elementos negados, y negados con una especie
de rabia (de sadismo) perceptible en el tono de cada orden, negados en
el desfile por el uniforme y la regularidad geométrica consumada de los
movimientos acompasados. En tanto es imperativo, el jefe es la
encarnación de esa negación violenta. Su naturaleza íntima, la
naturaleza de su gloria, se constituye en un acto imperativo que anula
al infame populacho (que constituye el ejército) en cuanto tal (de la
misma manera que anula la carnicería en cuanto tal).
En la psicología social, esta negación imperativa aparece en general
como el carácter propio de la acción; en otros términos, toda acción
social afirmada necesariamente adquiere la forma psicológica unificada
de la soberanía, y toda forma inferior, toda ignominia, socialmente
pasiva por definición, se transforma en su contrario por el simple hecho
de la transición a la acción. Una matanza, en cuanto resultado inerte,
es innoble, pero el valor heterogéneo innoble así establecido, al
desplazarse sobre la acción social que lo ha determinado, deviene noble
(la acción de matar y la nobleza han sido asociadas por lazos históricos
indefectibles): basta con que la acción se afirme efectivamente como
tal, asuma libremente el carácter imperativo que la constituye.
Precisamente esta operación —el hecho de asumir con total libertad el
carácter imperativo de la acción— es lo propio del jefe. Se hace posible
entonces comprender de forma explícita el papel desempeñado por la
unificación (la individualización) en las modificaciones estructurales
que caracterizan a la heterogeneidad superior. Mediante el impulso
imperativo —a partir de elementos informes y miserables— el ejército se
organiza y realiza una forma interiormente homogénea, en virtud de la
negación que es objeto del carácter desordenado de sus elementos: en
efecto, la masa que constituye el ejército pasa de una existencia
desfalleciente y abúlica a un orden geométrico depurado, del estado
amorfo a la rigidez agresiva. Esta masa negada, en realidad, ha dejado
de ser ella misma para devenir afectivamente la cosa del jefe
(“afectivamente” se refiere en este caso a comportamientos psicológicos
simples, como el firmes o el paso acompasado), como si fuera una parte
del jefe mismo. Una tropa ante la orden de firmes de alguna manera
resulta absorbida en la existencia de la orden y resulta así absorbida
en la negación de sí misma. El firmes puede ser considerado
analógicamente como un movimiento trópico (una especie de geotropismo
negativo) que eleva hacia la forma regular (geométricamente) de la
soberanía imperativa no solamente al jefe, sino al conjunto de los
hombres que responden a su mando. Así, la infamia implícita de los
soldados no sería más que una infamia de origen que, bajo el uniforme,
se trasforma en su contrario, en orden y resplandor. El modo de la
heterogeneidad sufre explícitamente una alteración profunda, y termina
realizando la homogeneidad interna sin que la heterogeneidad fundamental
decrezca. El ejército en medio de la población subsiste con una manera
de ser totalmente distinta, pero una manera de ser soberana ligada a la
dominación, al carácter imperativo y tajante del jefe, comunicado a sus
soldados.
Así pues, la orientación dominante del ejército, desligada de sus
fundamentos afectivos (infamia y matanza), depende de la heterogeneidad
opuesta al honor y el deber encarnados en la persona del jefe (cuando se
trata de un jefe no subordinado a una instancia real o a una idea, el
deber se encarna en su persona del mismo modo que en la del rey). El
honor y el deber, simbólicamente expresados por la geometría de los
desfiles, son formas tendenciales que sitúan la existencia militar por
encima de la existencia homogénea, como imperativo y como razón de ser
pura. Bajo su aspecto propiamente militar, estas formas, que tienen un
alcance limitado a un determinado plano de acción, son compatibles con
crímenes extraordinariamente turbios, pero bastan para afirmar el valor
elevado del ejército y para convertir la dominación interna que
caracteriza su estructura en uno de los elementos fundamentales de la
autoridad psicológica suprema instituida por encima de la sociedad
coaccionada.
No obstante, el poder del jefe militar no tiene como resultado inmediato
sino una homogeneidad interna independiente de la homogeneidad social,
mientras que el poder real específico sólo existe en relación con la
sociedad homogénea. La integración del poder militar en un poder social
supone pues un cambio de estructura: supone la adquisición de las
modalidades propias del poder real en relación con la administración del
Estado, tal como se describieron a propósito de este poder.
IX — El poder religioso
De manera implícita y vaga, se admite que la detentación del poder
militar ha podido ser suficiente para ejercer una dominación general.
Sin embargo, si exceptuamos las colonizaciones que extienden un poder ya
fundado, es difícil hallar ejemplos de dominaciones duraderas
exclusivamente militares. De hecho, la fuerza armada simple, material,
no puede fundar poder alguno: depende en primer lugar de la atracción
interna ejercida por el jefe (el dinero es insuficiente para crear un
ejército). Y cuando éste pretende utilizar la fuerza de que dispone para
dominar la sociedad, aún debe adquirir los elementos de una atracción
externa (una atracción religiosa válida para la población entera).
Es cierto que estos últimos elementos a veces están a disposición de la
fuerza, sin embargo la atracción militar en cuanto origen del poder real
probablemente no tenga un valor primordial respecto de la atracción
religiosa. En la medida en que es posible formular un juicio válido
acerca de los períodos humanos más remotos, se advierte con cierta
claridad que la religión, y no el ejército, es la fuente de la autoridad
social. Por otra parte, la introducción de la herencia significa
generalmente el predominio del poder de forma religiosa que puede
extraer su principio de la sangre, mientras que el poder militar depende
en primer término del valor personal.
Por desgracia resulta difícil atribuir una significación explícita a lo
que sería propiamente religioso en la sangre o en los aspectos reales.
Accedemos entonces ampliamente a la forma nuda e ilimitada de la
heterogeneidad indiferenciada, antes que una orientación todavía
incierta fije uno de sus aspectos comprensibles (susceptible de ser
explicitado). Pero esa orientación existe, aunque las modificaciones
estructurales que introduce abran paso de todos modos a una proyección
libre de formas afectivas generales, como la angustia o la atracción
sagrada. Por otra parte, mediante el contacto fisiológico en la herencia
o mediante ritos en las coronaciones, no se trasmiten inmediatamente
las modificaciones estructurales sino más bien una heterogeneidad
fundamental.
La significación (implícita) del carácter real puramente religioso no
puede captarse sino en la medida en que aparece su comunidad de origen y
de estructura con la naturaleza divina. Si bien una exposición rápida
no permite poner de manifiesto el conjunto de los movimientos afectivos a
los que debe remitirse la fundación de autoridades míticas (concluyendo
en el último eslabón de una autoridad suprema ficticia), una simple
aproximación posee en sí suficiente valor significativo. A la comunidad
de estructura de ambas formaciones corresponden hechos inequívocos
(identificaciones con el dios, genealogías míticas, culto imperial
romano o sintoísta, teoría cristiana del derecho divino). El rey en
general es considerado de una forma u otra como la emanación de la
naturaleza divina, con toda la carga de identidad que arrastra consigo
el principio de la emanación cuando se trata de elementos heterogéneos.
Las notables modificaciones estructurales que caracterizan la evolución
de la representación de lo divino —a partir de la violencia libre e
irresponsable— no hacen más que explicitar aquellas que caracterizan la
formación de la naturaleza regia. En ambos casos, la posición de la
soberanía dirige la alteración de la estructura heterogénea. En ambos
casos, se asiste a una concentración de los atributos y las fuerzas;
pero en lo que concierne a Dios, dado que las fuerzas que representa
sólo están unidas en una existencia ficticia (sin la limitación que
impone la necesidad de realizar), ha sido posible arribar a formas más
perfectas, a esquemas más puramente lógicos.
El Ser supremo de los teólogos y los filósofos representa la
introyección más profunda de la estructura propia de la homogeneidad
dentro de la existencia heterogénea: Dios realiza así en su aspecto
teológico la forma soberana por excelencia. No obstante, una
contrapartida de esta posibilidad de acabamiento está implícita en el
carácter ficticio de la existencia divina cuya naturaleza heterogénea,
que no posee el valor limitativo de la realidad, puede ser eludida en
una concepción filosófica (reducida a una afirmación formal no vivida
nunca). En el orden de la especulación intelectual libre, es posible
sustituir lo Ideado en Dios como existencia y poder supremos, lo que en
alguna medida implica, por cierto, la revelación de una heterogeneidad
relativa de la Idea (como ocurre cuando Hegel eleva la Idea por encima
del simple deber ser).
X — El fascismo como forma soberana de la heterogeneidad
Esta agitación de fantasmas —aparentemente anacrónicos— se juzgaría sin
dudas vana si ante nuestros ojos el fascismo no hubiese recuperado y
reconstituido de un extremo al otro —a partir del vacío, por así decir—
el proceso de fundación del poder que acaba de describirse. Hasta
nuestros días, no existía más que un solo ejemplo histórico de brusca
formación de un poder total, militar y a la vez religioso aunque
principalmente real, que no se apoyara en nada anteriormente
establecido: el del Califato islámico. El Islam, forma comparable al
fascismo por su escasa riqueza humana, ni siquiera apelaba a una patria,
mucho menos a un Estado, constituidos. Pero hay que reconocer que el
Estado existente no fue para los movimientos fascistas más que una
conquista, luego un medio o un marco12, y que
la integración de la patria no modifica el esquema de sus formaciones.
Al igual que el Islam naciente, el fascismo representa la constitución
de un poder heterogéneo total que encuentra su origen manifiesto en una
efervescencia actual.
El poder fascista se caracteriza en primer lugar por el hecho de que su
fundación es religiosa y militar a la vez, sin que algunos elementos
habitualmente diferenciados puedan separarse respectivamente: se
presenta así desde su base como una concentración consumada.
Por cierto, el aspecto predominante es el militar. Las relaciones
afectivas que asocian (identifican) estrechamente al dirigente con el
miembro del partido (ya descritas) son en principio análogas a las que
unen al jefe militar con sus soldados. La persona imperativa del
dirigente tiene el sentido de una negación del aspecto revolucionario
fundamental de la efervescencia drenada por él: la revolución, afirmada
como un fundamento, es al mismo tiempo fundamentalmente negada por la
dominación interna ejercida militarmente sobre las milicias. Pero esta
dominación interna no está directamente subordinada a actos de guerra
reales o posibles: se plantea esencialmente como término medio de una
dominación externa sobre la sociedad y el Estado, como término medio de
un valor imperativo total. Quedan así implicadas simultáneamente las
cualidades propias de ambas dominaciones (interna y externa, militar y
religiosa): cualidades que derivan de la homogeneidad introyectada, como
deber, disciplina y orden mantenidos, y cualidades que dependen de la
heterogeneidad esencial, violencia imperativa y posición de la persona
del jefe como objeto trascendente de la afectividad colectiva. Pero el
valor religioso del jefe es realmente el valor fundamental (cuando no
formal) del fascismo, que otorga a la actividad de los milicianos su
tonalidad efectiva propia, distinta de la del soldado en general. El
jefe en cuanto tal, de hecho, sólo es la emanación de un principio que
no es otro que la existencia gloriosa de una patria elevada al valor de
una fuerza divina (superior a cualquier otra consideración imaginable,
que exige no solamente la pasión, sino también el éxtasis de sus
participantes). Encarnada en la persona del jefe (en Alemania, el
término propiamente religioso de profeta ha sido empleado en ocasiones),
la patria desempeña así el mismo papel que Alá para el Islam, encarnado
en la persona de Mahoma o del Califa13.
El fascismo aparece pues, ante todo, como concentración y por así decir como condensación de poder14
(significación indicada en el sentido etimológico del término). Debe
además aceptarse esta significación general en varias direcciones. En lo
alto se efectúa la reunión consumada de las fuerzas imperativas, pero
el proceso no deja ninguna fracción social inactiva. En oposición
fundamental con el socialismo, el fascismo se caracteriza como reunión
de clases. No porque unas clases conscientes de su unidad hayan adherido
al régimen, sino porque elementos expresivos de cada clase han
resultado representados en los movimientos de adhesión profundos que
desembocaron en la toma del poder. En este caso, el tipo específico de
la reunión fue tomado además de la afectividad propiamente militar, es
decir que los elementos representativos de las clases explotadas no han
sido comprendidos dentro del conjunto del proceso afectivo sino por la
negación de su propia naturaleza (del mismo modo, la naturaleza social
de un recluta es negada por medio de los uniformes y los desfiles). Este
proceso que trama de abajo hacia arriba las diferentes formaciones
sociales debe comprenderse como un proceso fundamental cuyo esquema se
define necesariamente en la formación misma del jefe, que extrae su
profundo valor significativo del hecho de haber vivido el estado de
abandono y de miseria del proletariado. Pero al igual que en el caso de
la organización militar, el valor afectivo propio a la existencia
miserable no es más que desplazado y transformado en su contrario; y su
alcance desmesurado le proporciona al jefe y al conjunto de la formación
el tono de violencia sin el cual no serían posibles los ejércitos y el
fascismo.
XI — El estado fascista
Las estrechas relaciones del fascismo con las clases miserables
distinguen profundamente a esa formación de la sociedad de la realeza
clásica, caracterizada por una pérdida de contacto más o menos tajante
entre la instancia soberana y las clases inferiores. Pero la reunión
fascista, opuesta a la reunión real establecida (cuyas formas dominan a
la sociedad desde demasiado arriba), no es sólo una reunión de los
poderes de diferentes orígenes y reunión simbólica de clases: es además
la reunión consumada de los elementos heterogéneos con los elementos
homogéneos, de la soberanía propiamente dicha con el Estado.
En cuanto reunión, por otra parte, el fascismo no se opone menos al
Islam que a la monarquía tradicional. En efecto, el Islam se ha creado
al pie del cañón, en todos los sentidos, y por ello una forma como el
Estado, que sólo puede ser un largo resultado histórico, no desempeñó
papel alguno en su constitución inmediata; por el contrario, el Estado
existente sirvió desde un comienzo como marco para el conjunto del
proceso fascista de ensamblaje orgánico. Este aspecto característico del
fascismo le permitió a Mussolini escribir que “todo está en el Estado”,
que “nada humano ni espiritual existe, ni a fortiori tiene valor, fuera
del Estado”15. Lo que no implica
necesariamente la confusión del Estado con la fuerza imperativa que
domina a la sociedad en su conjunto. El mismo Mussolini, proclive a una
suerte de divinización hegeliana del Estado, reconoce en términos
voluntariamente oscuros un principio de soberanía distinto que designa a
la vez como pueblo, nación y personalidad superior, pero que debe ser
identificado con la misma formación fascista y con su jefe: pueblo “como
mínimo el pueblo […] significa la idea […] que se encarna en el pueblo
como voluntad de un pequeño número o incluso de uno solo… No se trata
—escribe— ni de una raza ni de una región geográfica determinada, sino
de un agrupamiento que se perpetúa históricamente, de una multitud
unificada por una idea que es una voluntad de existencia y de poder: es
conciencia de sí, personalidad”16. El término
personalidad debe entenderse como individualización, proceso que
desemboca en la persona misma de Mussolini, y cuando añade que “esta
personalidad superior es nación en cuanto Estado. No es la nación la que
crea el Estado…”17, hay que comprender que:
1) sustituyó el viejo principio democrático de la soberanía de la nación
por el principio de la soberanía de la formación fascista
individualizada; 2) planteó las bases de una interpenetración acabada de
la instancia soberana y el Estado.
La Alemania nacionalsocialista —que no adoptó como lo hizo oficialmente
la Italia fascista (bajo el patronazgo de Gentile) el hegelianismo y la
teoría del Estado-alma del mundo— no resultó afectada entonces por las
dificultades teóricas derivadas de la necesidad de enunciar oficialmente
un principio de autoridad: la idea mística de la raza se afirmó
inmediatamente como el fin imperativo de la nueva sociedad fascista; al
mismo tiempo, se mostraba encarnada en la persona del Führer y los
suyos. Aunque la concepción de la raza carece de una base objetiva, no
deja de estar fundada subjetivamente y la necesidad de mantener el valor
racial por encima de cualquier otro alejó la posibilidad de una teoría
que hiciera del Estado el principio de todo valor. El ejemplo alemán
muestra así que la confusión establecida por Mussolini entre el Estado y
la forma soberana del valor no es necesaria para una teoría del
fascismo.
El hecho de que Mussolini no distinguiera formalmente la instancia
heterogénea, cuya acción hizo penetrar profundamente en el interior del
Estado, puede igualmente interpretarse tanto en el sentido de un dominio
absoluto del Estado como en el sentido recíproco de una adaptación de
la instancia soberana a las necesidades de un régimen de producción
homogéneo. En el desarrollo de ambos procesos recíprocos, fascismo y
razón de Estado pudieron parecer idénticos. No obstante, las formas de
la vida conservan en rigor una oposición fundamental cuando mantienen en
la persona misma del detentador del poder una radical dualidad de
principios: el presidente del consejo italiano o el canciller alemán
representan formas de actividad distintas de la manera más tajante con
respecto al Duce o al Führer. Cabe añadir que estos dos personajes no
obtienen su poder fundamental de su función oficial dentro del Estado,
como los demás primeros ministros, sino de la existencia de un partido
fascista y de su situación personal a la cabeza de ese partido. Esta
evidencia de la fuente profunda del poder mantiene precisamente, con la
dualidad de las formas heterogéneas y homogéneas, la supremacía
incondicional de la forma heterogénea desde la perspectiva del principio
de la soberanía.
XII — Las condiciones fundamentales del fascismo
Como ya se ha indicado, el conjunto de los procesos heterogéneos así
descritos no puede ponerse en marcha sino cuando la homogeneidad
fundamental de la sociedad (el aparato productivo) quede disociada por
sus contradicciones internas. Además, es posible decir que el desarrollo
de las fuerzas heterogéneas, aunque en principio se produzca de la
manera más ciega, adquiere necesariamente el sentido de una solución del
problema planteado por las contradicciones de la homogeneidad. Las
fuerzas heterogéneas desarrolladas, luego de haberse adueñado del poder,
disponen de los medios de coerción necesarios para arbitrar los
diferendos surgidos entre elementos anteriormente inconciliables. Pero
no hace falta decir que al cabo de un movimiento que excluye toda
subversión, el sentido en que se produce el arbitraje sigue conforme a
la dirección general de la homogeneidad existente, es decir, de hecho, a
los intereses del conjunto de los capitalistas.
El cambio consiste en que después de recurrir a la heterogeneidad
fascista, esos intereses se oponen en conjunto, a partir del período de
crisis, a los de las empresas particulares. Por eso se ve profundamente
alterada la estructura misma del capitalismo, que hasta entonces tenía
como principio una homogeneidad espontánea de la producción basada en la
competencia, una coincidencia de hecho entre los intereses del conjunto
de los productores y la libertad absoluta de cada empresa. La
conciencia del peligro en que los ponía esa libertad individual en un
período crítico, desarrollada entre algunos capitalistas alemanes, debe
ubicarse naturalmente en el origen de la efervescencia y el triunfo
nacionalsocialista. Sin embargo, resulta evidente que dicha conciencia
aún no existía entre los capitalistas italianos, tan sólo preocupados,
en el momento de la marcha sobre Roma, por el carácter insoluble de sus
conflictos con los obreros. Aparece así que la unidad del fascismo se
encuentra en su estructura psicológica propia y no en las condiciones
económicas que le sirven de base. (Lo que no entra en contradicción con
el hecho de que un desarrollo lógico general de la economía otorga a
posteriori a los diferentes fascismos un sentido económico común, que
por cierto comparten con la actividad política —absolutamente ajena al
fascismo propiamente dicho— del gobierno actual de los Estados Unidos.)
Cualquiera que sea el peligro económico al que haya respondido el
fascismo, la conciencia de ese peligro y la necesidad de evitarlo no
representan por otra parte más que un deseo aún vacío, incrementado en
rigor por un potente medio de sustentación como el dinero. La
realización de la fuerza capaz de responder al deseo y de utilizar las
excedencias de dinero se da únicamente en la región heterogénea y su
posibilidad depende manifiestamente de la estructura actual de dicha
región: en su conjunto, es posible considerar esta estructura como
variable según se trate de una sociedad democrática o monárquica.
La sociedad monárquica real (diferente de las formas políticas adaptadas
o bastardeadas representadas por la actual Inglaterra o la Italia
prefascista) se caracteriza por el hecho de que una instancia soberana,
de origen antiguo y de forma absoluta, está ligada a la homogeneidad
establecida. La evolución constante de los elementos constitutivos de la
homogeneidad puede requerir cambios fundamentales, pero la necesidad de
cambio nunca es representada en el interior sino por una minoría
prevenida; el conjunto de los elementos homogéneos y el principio
inmediato de la homogeneidad permanecen ligados al sostenimiento de las
formas jurídicas y de los cuadros administrativos existentes y
garantizados por la autoridad del rey; recíprocamente, la autoridad del
rey se confunde con el mantenimiento de esas formas y esos cuadros. Así,
la parte superior de la región heterogénea resultaría a la vez
inmovilizada e inmovilizadora y sólo la parte inferior formada por las
clases miserables y oprimidas es susceptible de ponerse en movimiento.
Pero el hecho de ponerse en movimiento representa para esta última
parte, pasiva y oprimida por definición, una alteración profunda de su
naturaleza: a fin de entrar en lucha contra la instancia soberana y la
homogeneidad legal que las oprime, las clases inferiores deben pasar de
un estado pasivo y difuso a una forma de actividad consciente; en
términos marxistas, esas clases deben tomar conciencia de sí mismas en
cuanto proletariado revolucionario. El proletariado así entendido no
puede por otra parte limitarse a sí mismo: de hecho, no es más que un
punto de concentración para todo elemento social disociado y arrojado a
la heterogeneidad. Incluso puede decirse que semejante centro de
atracción existe de alguna manera antes de la formación de lo que
debemos llamar “proletariado consciente”: la descripción general de la
región heterogénea implica por otra parte que se plantee generalmente
como un elemento constitutivo de la estructura de conjunto que abarca no
solamente las formas imperativas y las formas miserables, sino también
las formas subversivas, que no son más que las formas inferiores
transformadas con miras a la lucha contra las formas soberanas. La
propia necesidad de las formas subversivas exige que lo bajo devenga
alto, que lo alto devenga bajo, y es en esta exigencia que se expresa la
naturaleza de la subversión. Cuando las formas soberanas de la sociedad
están inmovilizadas y ligadas, los diversos elementos arrojados a la
heterogeneidad por la descomposición social sólo pueden unirse a las
formaciones que derivan de la entrada en actividad de las clases
oprimidas: están necesariamente condenados a la subversión. La fracción
de la burguesía que ha tomado conciencia de su incompatibilidad con los
marcos sociales establecidos se une contra la autoridad y se confunde
con las masas efervescentes sublevadas; e incluso en el período
inmediatamente posterior a la destrucción de la monarquía, los
movimientos sociales siguen siendo comandados por el inicial
comportamiento antiautoritario de la revolución.
Pero en una sociedad democrática (al menos mientras no esté galvanizada
por la necesidad de entrar en guerra) la instancia imperativa
heterogénea (nación en las formas republicanas, rey en las monarquías
constitucionales) está reducida a una existencia atrofiada y cualquier
cambio posible ya no parece necesariamente ligado a su destrucción. En
ese caso, las formas imperativas pueden incluso ser consideradas como un
campo libre, abierto a todas las posibilidades de efervescencia y de
movimientos, del mismo modo que las formas subversivas en la monarquía. Y
cuando la sociedad homogénea sufre una desintegración crítica, los
elementos disociados ya no ingresan necesariamente en la órbita de la
atracción subversiva; se forma además, en el punto culminante, una
atracción imperativa que ya no destina a la inmovilidad a aquellos que
la experimentan. En principio, hasta hace poco, esa atracción imperativa
se ejercía únicamente en el sentido de una restauración, limitada de
antemano por la naturaleza previa de la soberanía desaparecida que
implicaba la mayoría de las veces una pérdida de contacto prohibitivo
entre la instancia autoritaria y las clases inferiores (la única
restauración histórica espontánea fue el bonapartismo, que debe
relacionarse con las evidentes fuentes populares del poder
bonapartista). En Francia, por cierto, algunas de las formas
constitutivas del fascismo pudieron elaborarse en la formación —aunque
sobre todo en las dificultades de formación— de una atracción imperativa
dirigida en el sentido de una restauración dinástica. La posibilidad
del fascismo dependió también del hecho de que un retorno a formas
soberanas desaparecidas estaba fuera de discusión en Italia, donde la
monarquía subsistía en estado reducido. Precisamente la insuficiencia
que se añade a la subsistencia regia requirió la formación, a la cual se
dejaba al mismo tiempo el campo libre, de una atracción imperativa
enteramente renovada que contó con una base popular. En estas nuevas
condiciones (respecto de las disociaciones revolucionarias clásicas de
las sociedades monárquicas) las clases inferiores dejaron de sentir
exclusivamente la atracción representada por la subversión socialista y
una organización de tipo militar comenzó a arrastrarlos en parte hacia
la órbita de la soberanía. Asimismo, los elementos disociados
(pertenecientes a las clases medias o dominantes) hallaron una nueva
válvula de escape para su efervescencia y no resulta sorprendente que, a
partir del momento en que optaron entre soluciones subversivas o
imperativas, se hayan dirigido en su mayoría por lo imperativo.
De esta posible dualidad de la efervescencia deriva una situación sin
precedentes. Una misma sociedad ve que se forman paralelamente, en un
mismo período, dos revoluciones hostiles entre sí y a la vez hostiles al
orden establecido. Al mismo tiempo, el desarrollo de las dos fracciones
opuestas a la disociación general de la sociedad homogénea como factor
común, lo que explica numerosas conexiones e incluso una suerte de
complicidad profunda. Por otra parte, independientemente de cualquier
comunidad de origen, el éxito de una de las fracciones implica el de la
fracción contraria como consecuencia de un juego de equilibrio: puede
ser su causa (en particular, en la medida en que el fascismo es una
respuesta imperativa a la amenaza creciente de un movimiento obrero) y
debe ser considerado como su signo, en la mayoría de los casos. Pero es
evidente que la simple formación de una situación de esta índole, a
menos de que sea posible restablecer la homogeneidad estremecida, ordena
de antemano su desenlace: a medida que la efervescencia crece, aumenta
la importancia de los elementos disociados (burgueses y
pequeñoburgueses) con respecto a los elementos que nunca estuvieron
integrados (proletariado). Así, a medida que se afirman las
posibilidades revolucionarias, desaparecen las oportunidades de la
revolución obrera, las oportunidades de una subversión liberadora de la
sociedad.
En principio, toda esperanza estaría aparentemente vedada a los
movimientos revolucionarios que se desarrollan en una democracia, al
menos cuando el recuerdo de las antiguas luchas emprendidas contra una
autoridad regia se ha atenuado y ya no fija necesariamente las
reacciones heterogéneas en un sentido contrario a las formas
imperativas. Es evidente, en efecto, que la situación de las principales
potencias democráticas en cuyos territorios se juega la suerte de la
Revolución no justifica la menor confianza: tan sólo la actitud casi
indiferente del proletariado les ha permitido hasta ahora a esos países
escapar a toda formación fascista. No obstante, sería pueril pretender
que de esa manera se encierra al mundo en un esquema: la simple
consideración de las formaciones sociales afectivas revela los inmensos
recursos, la inagotable riqueza de formas propia de toda vida afectiva.
No sólo las situaciones psicológicas de las colectividades democráticas
son, como toda situación humana, transitorias, sino que sigue siendo
posible concebir, al menos como una representación todavía imprecisa,
fuerzas de atracción diferentes de las que ya se han usado, tan
diferentes del comunismo actual o pasado como el fascismo difiere de las
reivindicaciones dinásticas. Es en vista de tales posibilidades que
resulta necesario desarrollar un sistema de conocimientos que permita
prever las reacciones afectivas sociales que atraviesan la
superestructura y tal vez incluso, hasta cierto punto, disponer de
ellas. El hecho del fascismo, que acaba de poner en discusión la
existencia misma del movimiento obrero, basta para mostrar lo que se
puede esperar de una apelación oportuna a fuerzas afectivas renovadas.
Como tampoco en las formas fascistas, no puede tratarse hoy de moral ni
de idealismo como en la época del socialismo utópico: un sistema de
conocimientos referidos a los movimientos sociales de atracción y de
repulsión se presenta de la manera más despojada como un arma en el
momento en que una vasta convulsión opone, no exactamente el fascismo al
comunismo, sino formas imperativas radicales a la profunda subversión
que sigue persiguiendo la emancipación de las vidas humanas.
Georges Bataille, La estructura psicológica del fascismo
http://artilleriainmanente.blogspot.com.es/2013/07/georges-bataille-la-estructura.html
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1 Evidentemente, es el principal
defecto de esta exposición, que no dejará de sorprender o acaso
disgustar a las personas que no estén familiarizadas con la sociología
francesa, con la filosofía alemana moderna (fenomenología), y con el
psicoanálisis. Cabe insistir sin embargo en el hecho de que las
descripciones siguientes se refieren a estados vividos y que el método
psicológico adoptado prohíbe recurrir a cualquier abstracción.
2 Los términos homogéneo, heterogéneo y
sus derivados se subrayan siempre que se toman en un sentido particular
dentro de esta exposición.
3 Las formas más acabadas y más
explícitas de la homogeneidad social son las ciencias y las técnicas.
Las leyes fundadas por las ciencias establecen relaciones de identidad
entre los diferentes elementos de un mundo elaborado y mensurable. En
cuanto a las técnicas, que sirven de transición entre la producción y
las ciencias, se debe incluso a la homogeneidad de los productos y de
los medios que, en las civilizaciones poco desarrolladas, se opongan a
las prácticas de la religión y la magia (Cf. Hubert y Mauss, Esbozo de una teoría general de la magia, en Année sociologique, VII, 1902-1903, p. 15).
4 Formas elementales de la vida religiosa,
1912, p. 53. Al final de su análisis, Durkheim terminó identificando lo
sagrado con lo social, pero esta identificación requiere la
introducción de una hipótesis y, cualquiera que sea su alcance, no posee
el valor de una definición inmediatamente significativa (representa por
otra parte la tendencia de la ciencia que plantea una representación
homogénea a fin de soslayar la presencia evidente de elementos
esencialmente heterogéneos).
5 Cf. G. Bataille, La notion de dépense, en Critique Sociale, n° 7, enero de 1933.
6 Al parecer, los desplazamientos se producen en las mismas condiciones que los reflejos condicionados de Pávlov.
7 Sobre el pensamiento de los primitivos, cf. Lévy-Bruhl, La mentalidad primitiva; Cassirer, Das mythische Denken; sobre el inconsciente, cf. Freud, La interpretación de los sueños.
8 Sobre las relaciones afectivas de los seguidores con el dirigente y sobre la analogía con la hipnosis, cf. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo.
9 Cf. W. Robertson Smith, Lectures on the religion of the Semites, First series, The fundamental institutions, Edimburgo, 1889.
10 El origen de la palabra soberano está en el adjetivo del latín tardío superaneus, que significa superior.
11 En Psicología de las masas y
análisis del Yo, Freud estudió precisamente las dos funciones, militar
(ejército) y religiosa (Iglesia), en relación con la forma imperativa
(inconsciente) de la psicología individual que denomina ideal del yo o
superyó. Si nos remitimos al conjunto de las relaciones establecidas en
esta exposición, esa obra, publicada en alemán en 1921, es una
introducción esencial para la comprensión del fascismo.
12 El Estado italiano moderno, por otra parte, es en gran medida creación del fascismo.
13 Califa, en sentido etimológico,
significa lugarteniente (que tiene lugar); el título entero es
lugarteniente del enviado de Dios.
14 Condensación de superioridad,
evidentemente en relación con un complejo de inferioridad latente: un
complejo semejante tiene raíces igualmente profundas en Italia y
Alemania; por lo que, aun cuando el fascismo se desarrolle
posteriormente en regiones que hayan alcanzado una soberanía completa y
la conciencia de dicha esa soberanía, no resulta concebible que pueda
ser el producto autóctono y específico de esos países.
15 Mussolini, Enciclopedia italiana, artículo Fascismo; tr. fr. Le Fascisme. Doctrine. Institutions, París, 1933, p. 23.
16 Op. cit., p. 22.
17 Op. cit., p. 23.
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