Contra la singularitat de les ciències socials.
Siendo un ingeniero rodeado de científicos sociales a menudo me veo envuelto en un debate viejo: la discusión de si la ciencia social es una ciencia como las demás. ¿Son la sociología, la economía o la política disciplinas como la biología, la ingeniería o la medicina? ¿o es el método científico menos apropiado para las primeras? Muchos humanistas consideran que hay algo en las ciencias sociales que las hace “menos ciencias”. Me atrevería a decir que esa opinión domina tácitamente en muchos ámbitos, desde el mundo de la cultura al de la Universidad. Sin embargo, y como explicaré en seguida, los argumentos que suelen darse me parecen muy poco convincentes.
Un primer argumento que usan los
defensores de la singularidad de la ciencia social consiste en señalar
que esta es particular porque estudiar personas supone un reto
mayor. Se dice, por ejemplo, que las personas podemos adaptarnos y
cambiar de comportamiento, incluso como respuesta a la acción de la
ciencia —quizá para ignorar la publicidad o reaccionar a un nuevo
impuesto—, y que una suerte de principio de incertidumbre complica hacer
previsiones. Pero dejando de lado los detalles, la idea que subyace es
que las personas y sus interacciones son más complejas y menos
predecibles que otros fenómenos de la naturaleza.
Un segundo argumento dice que lo que distingue a la economía o la sociología es la falta de experimentación.
No podemos hacer experimentos con personas, con grupos sociales o
países, sino que la ciencia social tiene que conformarse con
experimentos naturales (que ocurren por azar) o experimentos de
laboratorio (muy distintos a la realidad). La lógica es que con una
evidencia experimental tan pobre no es posible hacer ciencia de verdad.
El tercer argumento se refiere a la ideología.
Si se asume que los científicos no están libres de sesgos ideológicos,
cualquier resultado que emane de la ciencia social estará siempre
supeditado al prejuicio. Llevado al extremo del relativismo, este
argumento cuestiona la existencia misma del conocimiento objetivo
respecto a fenómenos sociales, una idea que subyace a los comentarios
sobre “sus expertos” o “sus datos” que tan a menudo escuchamos en la
esfera pública.
Los tres argumentos me parecen exagerados.
Insuficientes para trazar una división nítida entre ciencias sociales y las demás.
Para empezar, las ciencias sociales no
son las únicas que tienen a las personas como objeto de estudio. La
biología y la medicina también tratan con personas y no por ello se las
considera menos ciencia. El estudio de la salud o los trastornos
mentales, aún teniendo carácter social, son tareas de la ciencia. Por
otro lado, es cierto que las personas tenemos (seguramente) libre
albedrío, que podemos adaptarnos a las circunstancias y cambiar, y que
eso complica estudiarnos y actuar sobre nosotros. Pero esta propiedad de
realimentación no es patrimonio humano: muchos sistemas responden al
entorno y cambian, como los zorros y las liebres de un ecosistema o los
microbios que mutan frente a un antibiótico.
Todavía es posible argumentar que la
ciencia social estudia (sobre todo) las interacciones entre individuos y
que estas son más complejas que las de liebres, zorros o microbios.
Pero, ¿realmente creemos que son los sistemas sociales los más complejos
de la naturaleza? Parece dudoso. La ciencia enfrenta la complejidad en
cualquier dominio: ya sea la intrincada relación entre temperaturas,
presiones, mareas y corrientes que dan lugar al clima, o el equilibrio
que resulta de la interacción de las infinitas especies que pueblan la
tierra. La naturaleza está llena de fenómenos complejos.
El argumento de la falta de experimentos
tampoco se sostiene mucho más allá. Basta pensar en la teoría de la
evolución, una rama de la ciencia casi arquetípica, pero que surgió y
avanza sin apenas experimentos. Y lo mismo le ocurre a la antropología o
al estudio del origen del universo. Son fenómenos de difícil
experimentación. La ciencia social no es la única que tiene que
conformarse con observaciones indirectas, experimentos naturales o un
poco de juguete. En especial el estudio de la salud enfrenta problemas
casi idénticos —uno no puede intoxicar con plomo a la gente durante
décadas para medir sus efectos a largo plazo, ni exponerlos a microondas
u obligarles a comer diez huevos por semana a ver qué tal sientan—. Lo
habitual es que el conocimiento sobre qué nos mantiene sanos se obtenga
de experimentos naturales y metaestudios de difícil control. Observamos,
por ejemplo, que en Asia la obesidad es un problema menor, pero cuesta
averiguar si es gracias a sus hábitos, sus genes o a que consumen poco
azúcar.
El argumento de la ideología quizás sea
el más sutil. No obstante, lo primero que hay que tener en cuenta es que
el método científico es precisamente un mecanismo para minorar el
efecto de los prejuicios, sobre todo cuando se entiende la ciencia como
una labor colaborativa (si los sesgos nos llevan a hipótesis
equivocadas, estas acabaran demostrándose falsas, por acción nuestra o
de los demás). Y no solo eso, en realidad las discusiones desde
prejuicios y posturas a priori ocurren en todas las disciplinas de
difícil experimentación. Pasa en psicología y en economía, pero también
entre paleontólogos que discuten si Homo sapiens y Neanderthal
se mezclaron poco o mucho, entre biólogos que debaten si la mitocondria
fue en origen un parásito, o entre médicos que discrepan sobre si las
dietas bajas en grasas son sanas o peligrosas. Ocurre, simplemente, que
alrededor de las preguntas abiertas surgen más discusiones: porque
cuando el conocimiento deja huecos para la incertidumbre, las personas
corremos a completarlos con intuiciones, opiniones o ideología. La
ciencia social tiene muchas de esas preguntas abiertas, pero ni mucho
menos tiene el monopolio.
En definitiva, los fenómenos sociales
presentan características que hacen su estudio exigente y son quizás
tendentes a la discusión. Pero no hay una brecha entre ciencia social y
ciencias de la naturaleza, sino fenómenos más o menos complejos. El
estudio de según que asuntos es más difícil, pero la gradación no es
binaria, sino un continuo que afecta a todos las ramas del
conocimiento. No hay nada categórico que diga que la ciencia es un buen
instrumento para estudiar la naturaleza pero no para estudiar a los
hombres; afirmar lo contrario supone casi afirmar que hay algo “fuera de
la naturaleza” en nosotros los seres humanos.
Más aún, existe un peligro en exagerar
estas dificultades para erigir lo social como algo distinto —algo
anumérico— y restar valor a la aproximación científica de los fenómenos
sociales. Porque, ¿cuál sería entonces la alternativa? La falacia en la
que suelen caer quienes critican o relativizan la ciencia social es que
lo hacen sin proponer un alternativa, o peor, proponiendo alternativas
que no solo afrontan las mismas dificultades que esta, sino muchas
otras.
Es cierto que la ciencia ofrece a menudo
respuestas vagas, pero no es un defecto suyo, sino una consecuencia de
la complejidad del mundo. La realidad huye de las explicaciones
sencillas y emerge como resultado de la interacción sutil de un montón
de factores. Es por eso que muchos fenómenos de la naturaleza nos
sorprenden y nos asombran. Y es por eso que nos cuesta tanto predecir el
futuro. ¿Preferiríamos quizás que la realidad tuviese un orden
cartesiano? ¿qué fuese simple y perfectamente predecible? No lo creo. Al
contrario, como dijo Le Guin, creo que es precisamente la incertidumbre lo que hace la vida tolerable: no saber que viene después.
Kiko Llaneras, Sobre la supuesta singularidad de las ciencias sociales, jot down, 04/07/2013
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