recordar o viure
“La estrategia del diablo es hacernos creer que no existe”
Charles Baudelaire
Charles Baudelaire
1. Recordamos el día de la
liberación de Auschwitz y, por tanto, a todos los deportados a campos de
exterminio, campos de concentración y campos de trabajos forzados.
Recordamos a los millones de judíos asesinados en las cámaras de gas, a
los gitanos, homosexuales, combatientes, muchos de ellos republicanos
españoles, o disidentes internados en el universo concentracionario,
víctimas de la barbarie nazi.
No ha sido fácil llegar hasta aquí. Hubo un largo tiempo de silencio,
después de la Segunda Guerra Mundial porque lo que entonces mandaba era
el olvido. Había que mirar hacia adelante para levantar una Europa en
escombros y, por tanto, no echar la vista atrás; a los supervivientes
judíos en Estados Unidos se les decía que se asimilaran, que se
integraran en la nueva realidad, olvidando el pasado. Ni siquiera en el
Israel de la época sobraba calor para los supervivientes de la Shoah.
Había algunos que querían hablar pero nadie les escuchaba. “Lo que
habían padecido los judíos no suscitaba interés”, dice Simone Veil,
superviviente de Bergen-Belsen. Sólo querían oír las gestas heroicas de
la Resistencia, pero no lo que millones habían sufrido. Cuando alguien
veía su tatuaje sobre el brazo decían: “¡Vaya! Quedan judíos. Pensábamos
que habían muerto todos”. No querían oír a Primo Levi, demasiado
triste; ni a Jean Améry, un amargado que hablaba desde el resentimiento.
Otros supervivientes tenían que callar para seguir viviendo. La escritura o la vida fue el título que escogió Jorge Semprún para explicarnos que había que elegir entre recordar o vivir.
Por eso digo que no ha sido fácil pero aquí estamos, recordando.
2. Podemos decir que la batalla del recuerdo está
ganada al silencio de los primeros años, pero ¿hacemos memoria? Hay una
diferencia entre recordar los hechos y hacer memoria de su significado.
De esto quisiera hablar ahora.
Elie Wiesel y Jorge Semprún, dos deportados en Büchenwald, dialogan
muchos años después, y ambos coinciden en no querer ser los últimos
testigos. Temen tener que cargar con esa responsabilidad, con la
responsabilidad del testigo. ¿Que por qué no quieren cargar con la
responsabilidad de dar el último testimonio? Porque saben que han
fracasado en lo esencial. Han dado, sí, a conocer los hechos, pero no
han sido capaces de conformar el presente desde ese pasado. El mundo
sigue a su aire como si nada hubiera ocurrido. El último testigo tendría
la responsabilidad del postrer intento por hacernos comprender lo que
significa la memoria de la barbarie que ellos habían vivido o, mejor,
padecido
3. La memoria es una de las categorías políticas más
decisivas en nuestro tiempo, pero que a diferencia de otras, como
ciudadanía o democracia o libertad o igualdad, se está formando.
Es verdad que viene de lejos, es decir, tiene una historia (para un
desarrollo de esta historia de la memoria, cf Reyes Mate, 2011, Tratado de la Injusticia,
Anthropos, Barcelona, 165 y ss). Para los antiguos era una categoría
menor, un sentido interno que produce sentimientos. En la Edad Media la
memoria se transforma en un principio normativo: el pasado como norma
del presente. La sociedad no necesita aprender nada nuevo, solo
trasmitir lo sabido. Lo nuevo es sospechoso por eso, en El nombre de la rosa,
de Umberto Eco, los monjes curiosos que quieren ojear un nuevo libro de
Aristóteles acaban envenenados. Como dice el guardián de la biblioteca,
Fray Jorge, la humanidad sabe lo que necesita para salvarse. Eso es lo
que hay que trasmitir.
Esto explica la alergia de la modernidad al pasado. El hombre moderno
crea su mundo (también el político y el moral) desde la libertad. Nada
se opone tanto a la autonomía del hombre moderno como la pretensión
normativa de la memoria, es decir, que la memoria quiera convertir el
pasado en norma del presente. Para los modernos, la memoria es cosa de
los tradicionalistas o antimodernos.
Todo esto cambia en el siglo XX. Con los sociólogos franceses de la
memoria aparece la idea de que memoria y progreso pueden ir juntos. Sólo
hay futuro si, como decía Kafka en su Carta al padre, la nueva
generación tiene las patas traseras bien asentadas en el pasado. Frente
a los totalitarismos de la época empeñados en identificar las
posibilidades de la realidad con lo que el fascismo o el estalinismo
son, la memoria trae al presente momentos críticos del pasado que nada
tienen que ver con este presente totalitario. La memoria es entonces
subversiva.
Pero es la Segunda Guerra Mundial la que trae consigo el gran cambio:
la memoria produce no sólo sentimientos sino conocimientos que escapan a
la razón. La memoria, dice Walter Benjamin, abre expedientes que la
ciencia o el derecho o la historia dan por archivados o explicados (para
un estudio detallada de la significación de Benjamin, véase Reyes Mate,
2006, Medianoche en la historia. Comentario a las Tesis de Walter Benjamin sobre el concepto de historia, Trotta, Madrid).
La mirada de las víctimas ve lo que escapa al ojo humano normal. Lo
que ve es lo que lo que la ciencia o la cultura han ocultado a la hora
de explicar la historia: el sufrimiento. El famoso progreso que ha sido
la lógica de la historia se ha construido invisibilizando el
sufrimiento; no eliminándole sino explicándolo como inevitable e
insignificante. La memoria no pasa por ahí. Las víctimas se han hecho
visibles gracias a la memoria.
Hay un tercer cambio, el más importante, después de la guerra, cuando
el mundo toma conciencia de la dimensión del genocidio judío. Aparece
el deber de memoria: la humanidad no puede permitirse otra experiencia
de inhumanidad porque no la soportaría. De ahí el nunca más. Y el antídoto contra el poder destructor de la barbarie es, según los supervivientes, la modesta memoria.
Reparemos en esto porque no todo el mundo piensa lo mismo o, mejor
dicho, casi nadie piensa que la memoria esté en condiciones de hacer
frente al poder de la barbarie. Los aliados occidentales, sin ir más
lejos, proponen algo mucho más eficaz que la memoria para evitar la
repetición de la barbarie: el plan Marshall y una constitución
democrática para Alemania.
La memoria es un arma frágil, por eso tenemos que preguntarnos ¿por
qué tenemos tanta confianza en ella?, ¿por qué convoca tanto en todo el
mundo?, ¿por qué los descendientes de esclavos se agarran a ella en
nombre de la justicia que esperan?, ¿por qué asociamos memoria a
justicia?
Digamos que esta explosión de la memoria a la que estamos asistiendo
en el mundo entero, tiene que ver con la experiencia de inhumanidad que
supuso el genocidio judío. Todo arranca de Auschwitz.
Si Auschwitz es el lugar fontanal de la memoria es porque, para los
nazis, era un proyecto de olvido: no tenía que quedar ni rastro del
pueblo judío, por eso la carne debía ser quemada, los huesos triturados y
las cenizas aventadas. Sin soporte físico, debía desaparecer igualmente
la significación cultural de ese pueblo y su contribución a la historia
de la humanidad. Se trataba de producir un crimen de tal magnitud que,
aunque alguien escapara de la cámara de gas y lo contara fuera, nadie le
creería por la desmesura del acontecimiento. Y, aunque le creyeran,
tratarían de olvidarlo porque tenerlo presente era vivir con un fardo
insoportable.
Si Auschwitz encarna el mal radical no es por el número de víctimas,
ni por liderar el ranking del dolor, como si hubiera víctimas de
primera y de segunda. Ese triste privilegio se debe a la estrategia nazi
de invisibilizar el crimen. De haber triunfado Hitler, la historia se
habría construido sobre víctimas, sin que hubiera habido la posibilidad
del duelo o de la culpa.
Frente a la estrategia nazi de olvido, surge el deber de memoria.
Ahora bien, si estamos obligados a la memoria no es porque alguien nos
lo mande, sino porque la necesitamos para vivir humanamente. El ser
humano, en efecto, está dotado de una inteligencia portentosa: tenemos
una capacidad analítica casi infinita, pero Auschwitz fue impensable, se
nos escapó, y cuando lo impensable ocurre, se convierte en lo que da
que pensar. Eso es la memoria: el reconocimiento de que nuestras
acciones se construyen sobre un trasfondo oscuro, en el que no repara el
conocimiento, y que no es otro que el sufrimiento de los demás.
El deber de memoria se substancia en el reconocimiento de que el
sufrimiento es la condición de toda verdad o, dicho de otra manera, el
deber de memoria consiste en re-pensar todo a la luz de la barbarie para
hacer justicia a las víctimas y para que ese pasado no se repita. Los
dos objetivos son inseparables.
El deber de memoria no consiste en acordarse regularmente de los
judíos que murieron en los Campos, sino en repensar la política, la
ética, la estética, incluso la verdad, teniendo en cuenta el sufrimiento
anónimo que acompaña la construcción de la historia.
Esto es un programa muy ambicioso (el lector encontrará documentadas
cada una de las afirmaciones sobre Auschwitz en Reyes Mate, 2003, Por los campos de exterminio, Anthropos, Barcelona, y en Reyes Mate, 2002, Memoria de Auschwitz,
Trotta, Madrid) y, aunque fue formulado en los primeros momentos de la
liberación, ha sido cuidadosamente marginado porque la memoria es
peligrosa para todos. Por eso, antes de que condenemos a la memoria por
incapaz de frenar la repetición del genocidio (lo que hacen muchos a la
vista de lo que ocurrió en los años noventa en África Central y en la
ex-Yugoslavia), deberíamos preguntarnos si hemos empezado a tomarla en
serio. Yo creo que no porque no hemos hecho el esfuerzo de repensar todo
a la luz de la barbarie. Es ciertamente un programa muy ambicioso que
escapa a las posibilidades de esta breve intervención, pero permítanme
decir algo: ¿Que significa repensar la realidad teniendo en cuenta el
Holocausto? Lo explica muy bien un superviviente, Srebnik, en el film Shoah,
de Claude Lanzmann, cuando señalando fijamente el piso de un bosque
polaco, dice: “era aquí”. Ahí no se ve nada, pero ahí estaba situada la
cámara de gas. Lo que nos está diciendo es que si queremos entender qué
es este lugar no basta hacer una descripción de lo que se ve. De él
forma parte lo que nos dice la mirada de la víctima. Pensar la realidad
teniendo en cuenta el Holocausto significa no confundir la realidad con
la facticidad. La facticidad es la parte del pasado que ha triunfado y
llegado hasta nosotros, pero de la realidad también forma parte
aquello que pudo ser y quedó eliminado, los sin-nombre, los perdedores,
los aplastados, los olvidados.
¿Y qué significa re-pensar la política teniendo en cuenta la barbarie
experimentada? Significa cuestionar el progreso como lógica de la
política moderna. Del progreso decía Ernst Jünger que era “la iglesia
más popular del siglo XIX, la única que puede vanagloriarse de disfrutar
de un poder real y de un credo libre de toda crítica”. El progreso es
indiscutible.
Todo el mundo se siente progresista porque se da por hecho que el
progreso es “el resorte moral de nuestra época”. Se asocia moral a
progreso de la misma manera que barbarie a primario. Lo primario es lo
que se acerca a la animalidad mientras que progreso lo que se aleja de
ella. Se confunde progreso con el proceso civilizatorio que ha ido
conformando a la especie humana a lo largo de los siglos. Por eso el
filósofo francés Victor Cousin
da un paso más e identifica éxito con moralidad. El éxito del ser
humano consiste en haberse constituido como tal, lo que sólo era posible
derrotando la animalidad. Por eso éxito y humanidad se confunden.
Se puede calibrar entonces la provocación de Walter Benjamin
cuando, en 1940, proclama que fascismo y progreso van de la mano. Tesis
arriesgada, pues nos solemos representar al fascismo como una recaída
en la barbarie de la que la humanidad salió hace muchos siglos.
¿Qué es lo que tienen en común? El prestigio del éxito, esto es,
legitimar la producción industrial de víctimas, si es por una causa
superior. Lo común es la naturalidad con la que se entroniza la
consecución de los objetivos, subordinando a tal fin cualquier medio que
se juzgue apropiado. La conquista de nuevas metas, en el caso del
progreso, o la construcción del hombre nuevo, en el caso del fascismo,
justifican que se “pisoteen algunas florecillas al borde del camino”,
como decía Hegel de las víctimas de la historia.
Repensar la política desde una consideración crítica del progreso
significa someterle al juicio moral. Que hay progreso técnico y
científico, es indiscutible; que ese progreso técnico comporte
automáticamente progreso moral, eso ya es discutible.
Esta crítica del progreso no significa renunciar a los avances de la
humanidad, tan positivos en muchos aspectos, sino saber distinguir entre
un progreso que está al servicio de la humanidad, de la humanización
del hombre, y otro progreso que convierte a esa humanidad en instrumento
para el progresar. Por desgracia estamos instalados en la segunda
propuesta. A la vista de la dimensión que ha tomado la mentalidad
“progresista” o “del éxito”, ha llegado el momento de aplicar al
progreso y al éxito lo que Benjamin decía de la revolución: que si en
un momento se la interpretó como la aceleración del tiempo, había que
entenderla ahora como un frenazo, como tirar de la alarma del tren en
marcha. Repensar la política teniendo en cuenta la barbarie pasada
significa revisar la lógica con la que se construye la historia y, más
precisamente, la relación entre política y violencia.
La memoria abre expedientes que la política instrumentaliza, que la
ciencia da por explicados o que el derecho ha archivado. La memoria
tiene autoridad para abrirlos en tanto en cuanto la injusticia pasada no
haya sido reparada. Eso lo deberían saber los jueces del Tribunal
Supremo que tan desconsideradamente están juzgando la memoria de las
víctimas del franquismo. Si no la respetan, esa misma memoria les
alcanzará a ellos.
¿Y qué significa repensar la ética a la luz de la barbarie? Las
éticas modernas están basadas en la buena conciencia, en la lealtad a un
núcleo humano que nos es común a todos y que llamamos dignidad. Ser
bueno consiste en respetar esa dignidad. Pues bien, en Auschwitz, para
sobrevivir, había que dejar la dignidad fuera. Jean Améry
decía: nos salvamos los peores; no éramos solidarios, salimos sin haber
aprendido nada... No es que estuvieran hechos de peor pasta que
nosotros, es que, como apunta agudamente Elie Wiesel, “los santos (o los
héroes) son los que mueren antes del final”. Hay un umbral de
sufrimiento que si se le traspasa, ya no hay dignidad, ni santidad, ni
heroicidad posible. Y en los Campos ese límite fue sistemáticamente
superado. Claro que hubo héroes y santos, pero eran la excepción.
Eso explica en parte el sentimiento de culpa de los supervivientes.
Recuerdan que los mejores quedaron en el camino y que, para seguir
adelante, tuvieron que bajar la cabeza, como les ocurrió cuando no
fueron capaces de quitarse la gorra en señal de respeto por quien iba a
morir ahorcado gritando para animarles: “¡ánimo, compañeros, yo seré el
último!”. En lugar de ello recuerda un pesaroso Levi
“no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el alemán nos lo ha
ordenado... ya no quedan hombres fuertes entre nosotros. El último
pende ahora sobre nuestras cabezas y para los demás pocos cabestros han
bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los
domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que
nos espera. Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no
ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes.
Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis
que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una
mirada que juzgue” (los textos de Levi están tomados de Primo Levi,
1988, Si esto es un hombre, Proyectos editoriales, Buenos Aires). Y en el estremecedor relato de Gradowski, el Sonderkommando,
que escondió su relato entre las piedras de la cámaras de gas antes de
ser asesinado, reconoce, abatido: “la moral, la ética, igual que la
vida, yacen en una tumba”.
No tuvieron dignidad, pero ¿fueron inmorales? Para hacernos una idea
de lo que significa un comportamiento digno en el campo, Levi recurre a
la paradójica expresión de “suerte ética”.
Esa suerte él la tuvo y se llamaba Lorenzo, el obrero italiano que
durante seis meses le proporcionó pan y sopa, sin nada a cambio: “Es a
Lorenzo a quien le debo el estar todavía vivo a día de hoy, no tanto por
su ayuda material como por haberme recordado constantemente con su
presencia, con su manera tan simple y tan fácil de ser bueno, que
existía todavía, fuera del nuestro, un mundo justo”. Gracias a la bondad
de Lorenzo “valía la pena conservarse vivo... Es a Lorenzo a quien le
debo el no haber olvidado que yo era un hombre”.
Pero la mayoría no tuvo la suerte de encontrar un gesto humano. No fueron dignos ¿pero fueron inmorales?
Si les juzgáramos con los criterios de nuestra moral diríamos que
eran unos seres inmorales (egoístas hasta el extremo, insolidarios,
despiadados), pero eso ¿quien lo osaría? Ninguna de nosotros tiene
derecho a hacerlo.
Lo que tenemos que hacer es pensar la ética de otra manera. Ser bueno
consiste en hacernos cargo de la inhumanidad del otro o, como diría
Primo Levi, responder a la pregunta que da título a su libro de
memorias: si esto es un hombre. Nos pregunta si esos deportados
torturados, humillados y expulsados por los nazis de la condición humana
no son acaso hombres.
El título del libro está tomado de un poema suyo que dice así:
Vosotros que vivís seguros en vuestros hogares
vosotros que encontráis, cuando regresáis en la tarde, el plato caliente y rostros amigos,
vosotros, considerad si esto es un hombre
el que trabaja en el fango
el que no conoce la paz
el que lucha por un mendrugo de pan
el que muere por un sí o un no.
Considerad si es una mujer
la que no tiene cabellos ni nombre,
ni fuerzas para recordarlo,
vacía la mirada y frío el regazo
como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido.
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones,
Al estar en casa, al ir por la calle,
al acostaros, al levantaros.
Repetídselas a vuestros hijos.
O, si no, que vuestra casa se derrumbe,
la enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.
Sólo alcanzaremos la dignidad de ser humano si respondemos a esta
pregunta que nos hace el otro: si esto es un hombre. En Auschwitz se
clausura la ética de la buena conciencia y nace la ética de la
alteridad.
Es una pregunta que viene de lejos y que la humanidad se hace en
momentos de peligro. Hace unas semanas se recordó en muchos lugares del
mundo iberoamericano la pregunta que hizo un fraile dominico, hace cinco
siglos, en la Isla Española, ante Colón y demás autoridades españolas.
Me refiero al Sermón de Antón Montesino,
el cuarto domingo de adviento de 1511. Ante unos conquistadores
convencidos de que su superioridad militar y cultural les permitía todo,
estos frailes les sorprendieron con una pregunta que conmovió al
Imperio: estos indígenas que vosotros maltratáis, explotáis y matáis
¿acaso no son hombres? (Sobre este episodio y sus consecuencias, AAV,
2011, Pensar Europa desde América. Un acontecimiento que cambió el mundo, Anthropos, Barcelona ).
Si esto es un hombre es una pregunta inquietante pues de su
repuesta no sólo depende la humanidad del otro sino la del que responde.
Están en juego las cadenas del otro, pero también las nuestras, hasta
el punto de que sólo liberando al otro nosotros alcanzaremos la
libertad.
Repensar la ética a la luz de la barbarie significa reconocer que no
nacemos seres humanos. El ser humano es una conquista, una tarea en la
que podemos fracasar.
4. Decía al principio que hoy recordamos mucho, pero
no es seguro que hagamos memoria, es decir, no es seguro que la luz de
ese pasado ilumine el presente. No parece que el conocimiento de
Auschwitz haya alterado la marcha de los acontecimientos. La razón de
esa resistencia personal y colectiva a la significación de la memoria,
al peligro que supone la memoria, tiene que ver con la catástrofe humana
que supuso el genocidio judío.
En Auschwitz no sólo murió el judío o el gitano, sino también el
hombre. Cuando hablamos de “crimen contra la humanidad” no sólo hablamos
de genocidio judío (Menschheit), es decir, atentado contra la
integridad biológica de la especie, sino también de crimen contra lo
humano del hombre, contra sus conquistas civilizatorias frente a la
barbarie (Menschlichkeit).
Ejerciendo la barbarie nos hemos empobrecido en humanidad. Y en la
medida en que el horror de las cámaras de gas es el final de un largo
trayecto de antisemitismo, racismo, intolerancia, en esa misma medida
hay que calcular nuestra pobreza en humanidad. No se mata impunemente, como bien recuerda Jorge Luis Borges en su relato Deutsches Requiem.
Aquel oficial nazi que va a ser ajusticiado reconoce que mataba
inocentes para matar la compasión que a veces renacía en él. Eso no se
lo podía permitir. Deberíamos estar alerta porque este Occidente culto
al que pertenecemos ha hecho grandes renuncias humanitarios o renuncios
en humanidad.
Un exjugador del Barcelona, Lilian Thuran, ha organizado en París una exposición
donde sus ancestros negros eran exhibidos como animales, incluso en el
siglo XIX, ante los civilizados europeos. Un superviviente judío
húngaro, Bela Zsolt, cuenta en Nueve maletas que
en esos mismos años había un mercado, cerca de la Iglesia de La
Trinité, donde se vendían libros con la cubierta en piel arrancada a los
senos de jóvenes negras y otros objetos de cuero hecho con piel de
mujeres congoleñas. Allí acudían los feligreses después de misa a hacer
sus compras.
Venimos de ese pasado y si Auschwitz significa algo es visibilizar el
sufrimiento sobre el que se ha construido la historia. El deber de
memoria es una invitación al combate contra la barbarie propia o ajena.
5. Permítanme terminar evocando la figura de Jorge Semprún,
fallecido el pasado mes de mayo, testigo sobresaliente de la
experiencia concentracionaria. Quisiera rescatar ese momento singular
que le él llama “fraternidad del morir”. La “muerte fraterna” es una
obsesión de Semprún, una expresión extraña porque nada hay tan propio e
inalienable como la muerte. Se muere solo. Semprún lo sabe pero la
experiencia del campo le ha enseñado el alcance de la solidaridad.
El sentido fraterno de la muerte es lo que le lleva a la cabecera de
los que están muriendo “como si el débil estertor de un moribundo fuera
la patria a la que no pudiera escapar”. Necesita acompañar a los
agonizantes en ese momento decisivo para decirles que no mueren porque
Hitler les haya condenado sino porque han elegido libremente la vida y
el morir. Acude a la cabecera de los moribundos para arrebatar la muerte
al nazi, susurrando al moribundo: “todos nosotros, que íbamos a morir,
habíamos escogido la fraternidad de esta muerte por amor a la libertad”,
dice en La escritura o la vida.
Este gesto fraterno, supremo, lo encontramos en el relato de la muerte en sus brazos de su maestro Maurice Halbwachs, el autor de extraordinarias investigaciones sobre la memoria, y en la agonía del bravo Diego Morales, un joven combatiente republicano que había pasado por Auschwitz.
De memoria recita un verso de César Vallejo para, a modo de oración, acompañar al moribundo: Al
fin la batalla / y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre / y
le dijo: “¡no mueras, te amo tanto!” / pero el cadáver, ay, siguió
muriendo...”.
Lo que resulta conmovedor en el gesto de Semprún es la seriedad del
combate. La lucha contra el mal absoluto, que él coloca en la voluntad
nazi de controlar no la vida sino la muerte, obliga a un compromiso
total. Contra el mal había que luchar en La Resistencia y a la cabecera
de los moribundos porque la libertad como la justicia nunca están
conseguidas. Eso es lo que querían trasmitirnos con su testimonio de
supervivientes. Eso es lo que Wiesel y Semprún temían que nosotros no
hubiéramos entendido. Por eso sentían que habían fracasado, por eso
nosotros hacemos memoria, para recordar que no hay vida sin libertad, ni
política sin justicia.
Reyes Mate, Memoria de la barbarie y reconstrucción del futuro, fronteraD, 07/03/2012
Este texto fue pronunciado como conferencia el día del Holocausto, en
la Generalitat de Catalunya, Barcelona (25 de enero del 2012)
Reyes Mate, profesor emérito de Investigación del CSIC, es filósofo y
escritor, dedicado a la investigación de la dimensión política de la
razón, de la historia y de la religión y en concreto de la memoria, los
vencidos y el papel de la filosofía después de Auschwitz. Entre sus
libros destacan La razón de los vencidos; Auschwitz. Actualidad moral y política, Medianoche en la historia y La herencia del olvido.
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