Viure sense guió.







La obsesión por la coherencia interna en la ficción revela, en su negativo, una verdad incómoda sobre el mundo real: carecemos de un sistema claro de reglas que podamos conocer, dominar y manipular a voluntad. Y sin ese sistema, el guion perfecto es una quimera.

Es precisamente aquí donde fracasan los planificadores, los arquitectos del todo, los demiurgos burocráticos que pretenden diseñar la vida como si la sociedad fuera un tablero de ajedrez y los seres humanos, piezas obedientes que se deslizan por casillas previstas.

La realidad no funciona así. La realidad es un sistema sin manual, un juego cuyas reglas cambian con cada jugada, o peor aún, cuyas reglas creemos entender pero sólo intuimos desde la niebla de nuestros prejuicios, nuestras teorías fallidas, nuestras ilusiones estadísticas. Lo que llamamos «conocimiento» de las leyes sociales o naturales es, con frecuencia, apenas una colección de metáforas estabilizadas por la costumbre. Presunciones disfrazadas de certezas.

Por eso, en la vida real, todos somos malos guionistas. Forzamos resoluciones imposibles, recurrimos al deus ex machina de la lotería de Navidad, del golpe de suerte, del amor redentor que aparecerá en el momento justo como por mandato narrativo. Nos creemos los protagonistas de una trama con sentido, cuando apenas somos personajes secundarios en una obra sin dirección clara.

Incluso en nuestra propia biografía, violamos reglas que fingimos haber establecido: ignoramos la fragilidad del cuerpo, la necesidad de límites, las consecuencias invisibles de cada decisión. Jugamos con la Bolsa como si fuera un guion previsible, diseñamos sistemas educativos como si los niños fueran pizarras en blanco, planificamos economías como si el ser humano no tuviera pasiones, inercias, traumas, ni deseos que desafían toda racionalidad.

Esto es, en última instancia, una forma de ficción tóxica. El planificador que ignora la naturaleza humana, que la reescribe en abstracto como si se tratara de un código fuente limpio, no sólo fracasa en su empeño: suele causar sufrimiento. Porque al no comprender las verdaderas reglas del juego —o al fingir que no existen—, impone normas imposibles, modelos que no encajan, utopías hechas con cartabón. Y cuando esos modelos fracasan, no es el modelo quien paga el precio, sino las personas. Si en la ficción la coherencia interna es el cimiento indispensable de toda buena historia, en la vida real —extraña, torpe, improvisada— esa coherencia no solo es inalcanzable, sino que quizás ni siquiera sea deseable. Porque no sabemos en qué clase de relato estamos inscritos, si es que lo estamos en alguno. Ni conocemos el género —¿comedia, tragedia, distopía burocrática?—, ni a los personajes con los que compartimos escena, ni el punto de inflexión, ni el clímax, ni mucho menos el desenlace.


Y aun así, actuamos. Improvisamos. Como se hace en el jazz.

Ese es el verdadero coraje: caminar sin mapa, hablar sin saber en qué lengua se escribe el mundo. Somos como actores que despiertan a media función sin conocer su papel. Improvisamos con lo que tenemos a mano —la intuición, la experiencia, la memoria heredada— y, sí, muchas veces recurrimos a trucos de guion. Inventamos razones retrospectivas, fingimos planes que nunca existieron, adornamos azares con narrativas. Y está bien. Porque vivir exige moverse antes de comprender. La acción precede al sentido.

O como afirmaban Kenneth Stanley y Joel Lehman en Why Greatness Cannot Be Planned, lo verdaderamente valioso no surge de seguir un plan milimétrico hacia un objetivo final, sino de explorar con libertad, de perderse, de tropezar con maravillas que nunca habríamos sabido buscar.

En este sentido, la vida no es una novela de Sanderson, donde todo obedece a una arquitectura previa. Es más bien un campo abierto de posibilidades difusas, donde avanzar exige aceptar que no entendemos las reglas, ni siquiera sabemos si las hay. En lugar de grandes metas, lo que guía la evolución —biológica, cultural, individual— son señales locales de interés, pequeñas curiosidades que nos empujan hacia lo siguiente, sin saber por qué. La grandeza, si aparece, lo hace como un subproducto, no como un destino.

Y por eso, tampoco podemos ni debemos exigirnos una coherencia total. Pretender vivir con la lógica implacable de un sistema cerrado es no entender que habitamos un mundo abierto, inestable, lleno de ruido, donde muchas veces los errores son más fértiles que los planes. Quien se aferra a una idea rígida de sí mismo o del mundo se convierte en una marioneta de su propio diseño. Escribe el guion antes de vivirlo. Y fracasa no por torpeza, sino por arrogancia.

Aceptar nuestra incoherencia no es un defecto, sino un gesto de lucidez. Como quien admite que no sabe leer la partitura pero sigue tocando, con emoción, porque en ese gesto hay algo profundamente humano. Lo que no sabemos nos protege del dogma. Lo que no entendemos nos obliga a escuchar. Y lo que no controlamos nos mantiene humildes.

La vida, tal como se nos da, no puede ser planificada. Pero puede ser vivida con gracia. Con atención. Con la voluntad de responder, momento a momento, a lo que se presenta, sin necesidad de encerrarlo en una estructura artificial.

Justo al contrario de lo que sucede en las ficciones que más nos emocionan. Precisamente por eso existen. Porque son nuestro salvoconducto cuando queremos cambiar de juego (del póquer al ajedrez) o la incertidumbre resulta demasiado intolerable.

La buena ficción es la antítesis de la buena vida. Y viceversa. Así debería ser siempre.

Sergio Parra, La realidad se resiste al guión perfecto, Sapienciología 12/06/2025




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