La hipèrbole vertadera.






El autócrata mentiroso pone en escena la “hipérbole verdadera” que el público ansía oír. Y la asienta con “noticias falsas”, apoyándose en “hechos alternativos”. Las comillas son términos de la neolengua (la lengua oficial de la novela 1984) trumpiana. Señalan que la representación política se ha transformado en mentira espectacularizada. Denotan un propósito manifiesto y explícito de sortear los contrapoderes democráticos y la rendición de cuentas. Y convierten el liderazgo digital en un bonapartismo que puede desembocar en una nueva forma de tiranía. No la refrendan votantes, sino fans y seguidores.

A la gente le gusta creer que algo es lo más grande y lo más maravilloso y lo más espectacular. Lo llamo hipérbole verdadera. Es una forma inocente de exageración —y una vía muy efectiva de promocionarse.” El escritor en la sombra del texto, T. Schwartz, replica: “es un engaño, él nunca es inocente. Una hipérbole verdadera es una contradicción de términos. Es una forma de decir: es mentira, ¿pero a quién le importa?”.

La exageración asegura la atención. El objetivo es “promocionarse”. El deseo y las convicciones infundadas de “la gente” validan la “inocente exageración”. Igual que en un reality. La audiencia piensa que si no fuera cierto, podría o debiera serlo. Pero una hipérbole exagera tanto, que resta veracidad a lo dicho. Por tanto, hipérbole verdadera remite a una realidad mentirosa. Está tergiversada, es parcial o no existe. Esta pseudorealidad permite manipular el voto y las movilizaciones ciudadanas.

Los cuentos trumpianos exageran la realidad que la gente quiere oír y se apuntalan con “hechos alternativos”. Se sostienen por sí mismos, por la desfachatez con que se enuncian y repiten. Por el miedo y la ira que provocan. El guion común a todos los embustes camuflados de noticias afirma que la soberanía de la Nación y la vida de sus habitantes están en riesgo. Y piden al tirano que actúe de cirujano de hierro: que extirpe los tumores malignos y sanee. Que desinfecte las instituciones de corruptos y limpie el tejido social de indeseables.

La pseudocracia es el gobierno de la mentira que, repetida mil veces y sin posibilidad de contrastarla, se convierte en verdad única. Al hacerse presente, en todo lugar y todo el tiempo, obliga a que los ciudadanos mientan con prudencia. Los disidentes, en lugar de callar, suscriben y vocean la mentira oficial. Si callasen, el silencio los delataría. Con más o menos matices, suman su voz al coro de manipulados. Reenvían el mensaje, le dan al “me gusta”, le ponen un emoticón complaciente… en un alarde crítico, uno irónico. Una sonrisa y un “jaja” bastan para zanjar tanto despropósito. Por tanto, la pseudocracia también es el régimen que todos sostenemos de alguna forma, más pasiva o más activa.

Los costes que acarrea desafiar la mentira oficial disuaden a quienes quieren cuestionarla. Expresada de forma masiva en las redes, inducen a compartirla y respaldarla. Por lo menos, para evitar el aislamiento. Y como consecuencia se reduce la necesidad que sentimos de expresar con fidelidad lo que sostenemos o constatamos como cierto. Disimulamos y fingimos. La mentira y el disfraz se convierten en habituales. Total, es solo en la pantalla. Pero el embuste oficial se convierte, entonces, en verdad popular. Y como suele ocurrir, la verdad popular la expresa el que manda en el campo político, convertido ahora en publicitario.

Víctor Sampedro, Pseudocracia, público 21/12/2018

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