El poble contra els professors.



Quienes tenemos la suerte de trabajar en universidades sabemos lo privilegiados que somos, y esto crea cierta incomodidad. Nuestros salarios los pagan ciudadanos (con los impuestos, por ejemplo, o con la matrícula de sus hijos) que tal vez no terminaron la educación secundaria, ni pudieron asistir a la universidad. Tenemos que poder justificarnos ante ellos. Nuestras puertas deben estar siempre abiertas al público. Tenemos que comunicar el resultado de nuestras investigaciones de una forma accesible. Y tenemos que eliminar las barreras que excluyen a nuestros conciudadanos e impiden que aprendan con nosotros. Si tenemos privilegios —y así es—, traen aparejados responsabilidades que debemos cumplir de forma plenamente consciente. 

El privilegio más conspicuo que necesita ser analizado y defendido probablemente sea el tenure o titularidad académica. Si preguntas por la calle qué es la libertad académica, algunos dirán: eso significa que los profesores tienen un puesto de trabajo de por vida y no corren el peligro de ser despedidos. En un mundo de constante inseguridad económica, semejantes prebendas de las que disfrutan unos pocos parecen difíciles de justificar.

Y sin embargo, esta forma prácticamente única de seguridad laboral tiene una justificación, profunda y difícil de rebatir. La titularidad vitalicia protege el derecho a realizar investigaciones impopulares y a adoptar posiciones impopulares. Junto a la libertad de prensa y la independencia del poder judicial, este es uno de los baluartes de las sociedades libres un contrapeso a las mayorías.

Michael Ignatieff, La libertad académica bajo amenaza, El País 20/0672017

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