Tic-Tac


Huir del tiempo es una forma de escapar de la muerte, nuestro mayor y más antiguo terror. De ahí, por ejemplo, la viejísima fantasía de construir máquinas que nos permitan escapar del presente, huir hacia el pasado —con la secreta esperanza de modificar el curso de la historia, ese gigantesco error que nos conforma— o hacia el futuro, para construir un porvenir radiante o, como en las utopías realizadas del siglo XX, espeluznante. Como H. G. Wells apuntó en La máquina del tiempo (1895), en ese viaje hacia delante nos podemos encontrar con pulcros e infelices comunistas eloi —que, además de aburridos, eran herbívoros— o con salvajes y dionisíacos morlocks, capaces de recurrir al canibalismo si las circunstancias lo requieren. Y si nos trasladamos al pasado, quizás tengamos la oportunidad de vengarnos de la Historia, de cambiarla, de introducir la penicilina en la Europa de la peste negra, de equilibrar las fuerzas en lo que sería Nueva España repartiendo mosquetes y cañones entre los mexicas, de asesinar a Franco el 16 de julio de 1936 o de apiolar a Pol Pot antes de que los jémeres rojos entren en Nom Pen. El tiempo —en términos filosóficos, la dimensión del cambio, o como creía Platón, la imagen móvil de la eternidad— ha sido entre otras cosas el escenario del eterno retorno, pero también la flecha con dirección fija (el reino de Dios, el paraíso comunista) o el río en cuyas turbulentas aguas nadie se baña dos veces. Viajar en el tiempo, huir, evitar quedarnos colgados de un presente eterno y aburrido (aunque, para T. S. Eliot en él están siempre contenidos el tiempo pasado y el tiempo futuro), como simbólicamente le ocurre al genial Harold Lloyd en la más icónica escena con reloj de toda la historia del cine (Safety last, El hombre mosca, 1923). 

Manuel Rodríguez Rivero, El tiempo que nos hace y lleva, Babelia. El País 16/06/2017

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