El futur que mai no arriba.
El Roto |
La memoria, por definición, puede proporcionar, como mucho, razones para
actuar, pero en ningún caso móviles, porque, a fin de cuentas, ¿hacia dónde
podría mover el pasado? Las opciones que se nos ofrecen como respuestas posibles
parecen claras. Desde un punto de vista positivo, el pasado nos puede mover
hacia la repetición (en el supuesto de que lo ocurrido nos mostrara alguna forma
de ejemplaridad) o hacia la culminación (en el supuesto de que evoquemos
promesas incumplidas o anhelos frustrados). Desde un punto de vista negativo, el
recuerdo mueve a poner los medios para que no vuelva a tener lugar un episodio,
supongamos, de horror o barbarie.
En cualquiera de los casos, en lo que no puede constituirse, por su propia
naturaleza, la memoria es en el territorio de lo nuevo. Repárese en las
consecuencias últimas de esta aparentemente obvia constatación. Si el pasado
queda convertido en el último bastión de la pasión política, pero nuestra
relación con él imposibilita, por definición, todo un orden de propuestas, la
conclusión parece rotunda. Tal vez en estos momentos, a la vista de la
diferente importancia que han ido adquiriendo las diversas posibilidades
señaladas, no sea lo más importante el hecho de que, a partir de las premisas
presentadas, a lo máximo que podamos aspirar sea a completar un pasado
inacabado, fallido, asumiendo los sueños que en el pasado tuvieron los
nuestros como nuestro propio insuperable horizonte de expectativas.
Importa mucho más el eco alcanzado por todas esas propuestas negativas que
cifran en alguna variante del nunca más -o, lo que viene a ser lo mismo,
del que no se repita- la presunta función movilizadora de la memoria.
Valdría la pena introducir con todo rigor la sospecha de hasta qué punto la
lógica profunda de este argumento es, en el sentido propio de la palabra,
conservadora del estado de cosas existente.
La evocación de los picos de horror alcanzados en el pasado cumpliría, en
esta hipótesis, una función análoga a las narraciones de catástrofes, esto es,
reconciliarnos con el presente, afortunadamente a salvo de tal horror. Con el
añadido de que, al no tratarse de catástrofes o traumas de ficción sino reales,
el vínculo con tales acontecimientos-límite quedaría firmemente establecido a
través de un mecanismo, en el fondo de naturaleza emotiva, pero que se presenta
bajo la forma de un imperativo ético indiscutible (¿qué otra cosa sería más
importante para recordar que aquello que tanto dolor produjo?).
A esta situación es a la que algunos parecen querer abocarnos. Como ya no
disponemos de razones concluyentes, vienen a plantearnos, en su lugar coloquemos
dolores contundentes. Se diría que estamos más allá de la disyuntiva entre
pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad, y que, fracasado este
último, ya sólo nos queda o confiar en una versión actualizada del tanto
peor, tanto mejor (cosa que en los últimos tiempos parece expresarse en la
confianza de que la actual crisis traiga consigo, sin necesidad de intervención
alguna por nuestra parte, un cambio en el modelo de sociedad), o la invocación,
tan permanente como vacía, al sufrimiento ajeno pretérito.
Lo cual, planteada la cosa con una cierta verticalidad, no exenta de dureza,
vendría a significar que en vez de ayudar a salir de ahí a quienes lo padecieron
(las víctimas), les utilizamos como presunto testimonio vivo -argumento
vivo, mejor- cuando flaquean nuestros propios argumentos.
Hay que pensar muy seriamente en los efectos que han tenido -y continúan
teniendo- discursos que, tras su engañosa apariencia, restituyen estructuras
argumentativas francamente discutibles. Probablemente Auschwitz resulte
paradigmático a estos efectos. El historiador Peter Novik (The Holocaust in
American Life, New York, Houghton Mifflin Co., 1999) ha señalado en qué
medida su recuerdo se ha convertido en una auténtica religión civil del mundo
occidental. Una religión en la que las víctimas han sustituido a los héroes,
ocupando su preeminente lugar. Una religión con sus mandamientos (el deber de
memoria) y sus pecados (el olvido), con sus fiestas de guardar (las
conmemoraciones, los aniversarios) y sus mártires (quienes perecieron en el
Holocausto), con su fe (los derechos humanos, la democracia) y sus sacerdotes
(incansables fustigadores de los abismos de maldad de la condición humana). Una
religión que ha volatilizado toda idea de futuro y de proyecto. Pero, sobre
todo, una religión que culmina la operación, iniciada por el pensamiento
conservador en la segunda mitad del siglo XX, de vaciar de todo contenido el
presente y liquidar el futuro, dejando como único ámbito de referencia el
pasado, a cuya horrorizada contemplación, según los predicadores de esta
doctrina, deberíamos dedicarnos en exclusiva.
Quizá los tiempos que nos ha tocado vivir no nos autoricen a alimentar
demasiadas esperanzas. Pero, precisamente por ello, nos interpelan con una
intensidad, con una fuerza, incluso con un dramatismo, que debiera
comprometernos con el porvenir. Aunque sepamos, por el gran Ángel González, que
le llaman porvenir porque nunca viene.
Manuel Cruz, Que el presente sea ... y luego hablamos, El País, 17/07/2009
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