El do del llenguatge i la singularitat humana.
Para un racionalista lo interesante ante los defensores del creacionismo no
es quizás tanto posicionarse sobre el contenido de lo que sostienen como
preguntarse por qué lo sostienen. Pues en muchos casos, aferrarse a la teoría de
un Dios, más o menos disfrazado de "designio inteligente", es una manera de
manifestar la profunda desazón que puede llegar a producir una presentación de
la teoría evolucionista que reduce al hombre, es decir, que niega su
singularidad radical en el seno de las especies.
Por prudente que fuera Darwin a la hora de extraer consecuencias filosóficas
de sus observaciones científicas, de su teoría suele inferirse que la diferencia
entre el hombre y las especies que constituyen nuestros parientes es sólo
cuantitativa o de grado. La negación de esta singularidad adopta a veces la
forma de negación de la diferencia radical entre el lenguaje humano y los
códigos de señales animales. Se acepta que la aparición de la vida supuso un
enorme salto cualitativo en la historia del universo, pero no se está dispuesto
a aceptar que la aparición del lenguaje (es decir aquello en lo que reside la
esencia o naturaleza del hombre) supone un salto cualitativo no menos
importante.
La homologación del destino de este fruto de la historia evolutiva que es el
hombre al destino de los demás animales, puede provocar como reacción el refugio
en la irracionalidad o, caso de interiorizar la tesis, una postración nihilista.
Pues para el único ser que se sabe fruto contingente de la historia evolutiva,
para el único ser que conoce su condición animal, la finitud inherente a esta
condición corre el riesgo de ser sentida como una desgracia.
A esta vivencia nihilista y a sus eventuales consecuencias morales alude un
héroe de Dostoievski al sostener que en ausencia de Dios todo estaría permitido.
Pero felizmente hay alternativa: es ciertamente difícil no buscar refugio en
Dios, o no caer en el nihilismo si se niega que la aparición del ser humano
supuso un salto cualitativo en la evolución, pero todo cambia si se confía en la
radical singularidad de nuestra naturaleza, si se apuesta a la vida del lenguaje
y a sus leyes, si, en suma, se sigue el ejemplo del escritor Dostoievski y no el
de su héroe.
Pues el trabajo de todos los grandes del verbo (pienso al respeto en
admirables páginas de Marcel Proust) sólo se explica en base a la convicción de
que el lenguaje no puede reducirse a instrumento al servicio de la subsistencia,
y ni siquiera a vehículo de exploración cognoscitiva de la naturaleza. Siendo
esta segunda capacidad el primer don con el que la naturaleza nos singularizó,
narradores y poetas apuestan a riqueza aún mayor. Apuestan a que el lenguaje,
fruto azaroso de la evolución, alcance sin embargo la potencia de ese Verbo al
que hacen referencia desde Aristóteles a Chomsky, pasando por los Evangelistas y
Descartes; potencia que no nos arranca al mundo pero sí nos hace sentir que lo
irreversible del devenir del mundo no es lo único que determina a los seres
humanos.
No es en absoluto necesario comulgar con dogma irracional alguno para hacer
propia la frase según la cual "en el principio está el Verbo". Basta simplemente
por entender por principio aquello que da sentido y que permite la única
aprehensión del mundo que nos sea dada a los humanos. Se trata simplemente de
asumir que si la palabra es lo que da significación, sin la palabra todo es
insignificante.
Narradores y poetas apuestan a que el lenguaje pueda librarnos parcialmente
del gravamen que en la inmediatez natural coarta nuestra libertad, a que pueda
rescatarnos del vejamen que para el ser de palabra supone la finitud y, en suma,
apuestan a que el lenguaje encierre una potencialidad literalmente
redentora.
Sugería Marcel Proust que esta potencia se actualiza en cada uno de nosotros
cada vez que asumimos plenamente nuestra singular naturaleza; cada vez que,
comportándonos como seres de palabra, en lugar de usarla, hacemos de su
enriquecimiento un fin en sí.
Víctor Gómez Pin, Redención y palabra, El País, 01/03/2009
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