Posteconomia i marmotisme temporal.


Piensen en el techno. En eso está la explicación de todo. Piensen en cómo la música electrónica cambió la melodía por el loop, por el bucle, y entenderán esta crisis económica y lo que tiene de mutación del capitalismo. No estoy diciendo que una exposición severa de los brókers a las sustancias dispensadas en las raves de los noventa haya afectado su principio de realidad, pero casi. Voy a explicarlo mejor. La verdadera radicalidad de esta crisis, su importancia dentro de la historia del capitalismo, es que cambia la percepción, el uso y la explotación del tiempo. O para ser un poco más exactos, de la idea que del tiempo tiene nuestra cultura. Como ustedes sabrán, el marqués de Condorcet escribió un libro llamado El progreso del espíritu humano mientras arrancaba ese sindiós de la Ilustración. En él, se alentaba la extravagante idea de que el tiempo, la sucesión de giros terrestres alrededor del Sol, tenían un sentido teleológico: el progreso. El tiempo no era más que un camino, una carretera por donde la humanidad transitaba hacia un perfeccionamiento constante y sin fin. Esta idea alimentó al naciente capitalismo, que la adaptó a su modo a partir de categorías propias: el crecimiento constante, la reproducción ampliada, la destrucción creativa o la obsolescencia programada... El capitalismo moldeó la evidencia del progreso a partir de la imagen de los ciclos económicos. Durante los Treinta Años Gloriosos (1945-1975) nadie dudó de que el Tiempo era una asfaltada carretera al servicio del maquinismo y el mal llamado bienestar. Tal fue la fe en esas ideas que incluso unos creyentes del siglo XX se hacían llamar a sí mismos progresistas, de tanta devoción que le tuvieron al dogma.

Ese sentido lineal del tiempo alimentó sus propias expresiones artísticas: la novela, la música melódica y las artes plásticas descriptivas o realistas. Pero el 27 de octubre del 1986 este mundo de modernidad, por así decirlo, se autotrascendió. Ese día entró en vigor la ley de reforma financiera de Margaret Thatcher. Esa ley desregularizaba la antes selecta City y permitía por primera vez que operasen en ella valores y agentes extranjeros. Y otra cosa, conectaba mediante las nacientes redes de información sus cotizaciones a las de otros mercados financieros. La consecuencia más evidente fue el nacimiento de eso que hemos venido conociendo/sufriendo como globalización y que tuvo en 1989 su puesta de largo. Pero la importancia profunda de aquel día, conocido en el argot financiero precisamente como Big Bang Day, ha sido la modificación del tiempo. Nació entonces algo más que el manoseado “tiempo real”. Aparecía el instante eterno de los mercados constantes y universales. Siempre es ahora. Todo es hoy. El anochecer de Tokio no es más que la tarde de Londres.

Eso no sólo afectó al volumen de los negocios sino a su esencia misma. La sesión de bolsa dejaba de ser un relato, una secuencia temporal cargada de causalidad para convertirse en una sucesión de instantes cerrados, dotados de su propio sentido. El signo sin discurso. El dato y no el relato son el eje de este nuevo mundo. Pero no sólo en el ámbito económico: sondeos, estadísticas, tablas de goleadores, porcentajes, tops ten, rankings, gráficas... El dato en sí. Aislado de sus causas y en perpetua muerte y renacimiento, en una actualización sin fin ni sentido, es el eje por donde pasa nuestra nueva comprensión del mundo.

Velocidad, complejidad y falta de causalidad. La suma de estos factores nos han llevado a experimentar eso que dejó dicho Giordano Bruno: “Moverse instantáneamente y no moverse viene a ser lo mismo”. La extrema velocidad nos lleva a un punto estático, quietista. La variación infinita de todo no hace más que paralizar al mundo, fijarlo a la extrema repetición de sí mismo.

Por eso nuestra cultura es la del revival (lean Retromanía, de Simon Reynolds). Es la del vintage, la del retorno de todo y al mismo tiempo. Nuestro mundo funciona según lo que llamamos tendencia. Pero tender no es avanzar, ni siquiera acercarse. Ni realmente significa moverse. La tendencia solo fija temporalmente el punto de mira pero nunca alcanza objetivo ninguno (fíjense si no cómo a cualquier grupo artístico hoy se le llama tendencia y no movimiento).

Nuestra economía se basa en lo etéreo. Y nada más etéreo, más fotónico, que el dato. El dato, en su permanente oscilación, genera las vibraciones que dan vida al sistema. De la misma manera la cita, la referencia y el homenaje, en su vaivén de cotización variable, son las que alimentan nuestra producción cultural. Ya no hablamos de la muerte de los grandes relatos de la que hablaron las utopías postmodernas. No, aquí nos enfrentamos a la muerte de la dialéctica a manos de la metáfora porque, como es evidente, todo dato no es más que una metáfora de una lejana e inaprensible realidad.

A la versión cultural del sistema posteconómico antes descrito me gusta llamarla el marmotismo. Como en la célebre película de Harold Ramis Atrapado en el tiempo, despertamos cada mañana en el mismo día de la marmota. Un día que resetea la causalidad por la noche. O lo que es lo mismo, borra la responsabilidad, la posibilidad de una Historia o, peor, de una moral. Cada mañana se abre una sesión de bolsa, una jornada de fútbol, una nueva moda, un trending topic. Para ser fulminados al crepúsculo. Piensen en el techno. El estribillo ha quedado congelado en un inacabable loop que, aun siempre ligeramente diferente, nos encarcela en lo inmutable de su retorno.

Por ello creo que hemos entrado en una Nueva Edad Media, porque, como aquellos seres, nosotros hemos regresado al tiempo circular abandonando la quimera de un progreso por un velocísimo, diario y eterno regreso.

Antonio Baños, La magdalena de Margaret Tatcher o el marmotismo, eldiario.es, 14/12/2012

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