Contra la imatge ideal de l'economia moderna.

by Erlich

Si hay un pasaje célebre en la historia del pensamiento económico, es aquel de La riqueza de las naciones en que Adam Smith sostiene que no debemos esperar que sean la benevolencia del carnicero o el posadero las que nos provean de una buena cena, sino su propio interés en seguir haciéndolo en el futuro a cambio de una cierta ganancia. Están aquí presentes los elementos que componen la imagen liberal del mercado: una concurrencia de egoísmos que desembocan en el bien común, mediante el juego de la oferta y la demanda de unos bienes cuyo valor viene expresado, en cada momento, por su precio. Aunque se trata de una imagen ideal, constreñida a un escenario cotidiano, sus condiciones esenciales –la maximización de la preferencia individual en condiciones de libre competencia– pueden proyectarse a una escala superior. Y es precisamente el carácter canónico de este pasaje el que permite a David Graeber, en un momento de su voluminoso y fascinante trabajo (En deuda. Una historia alternativa de la economía), discutir el fundamento de la economía moderna y avanzar hacia sus propias conclusiones sobre la naturaleza del dinero, la deuda y el capitalismo. Porque, para el antropólogo norteamericano, la escena que Smith describe no era cierta en ese momento, por la sencilla razón de que el carnicero y el posadero servían a crédito a sus clientes en el contexto de una red local de solidaridades comunales. En realidad, el predominio del interés propio descrito por Adam Smith era en aquel momento una utopía, una que las instituciones del capitalismo moderno han convertido en realidad al destruir las economías tradicionales mediante la violencia y la aritmética. Es decir, que el carnicero era benevolente, pero se le ha obligado a dejar de serlo.

En el curso de este proceso, lo decisivo para nuestro autor es que el lenguaje económico ha colonizado todas las esferas de la vida social, a despecho de las consecuencias sobre las vidas humanas sobre las que no se realiza cálculo alguno. Para Graeber, el desarrollo del capitalismo, la generalización del uso del dinero y la punición del impago de las deudas han provocado una confusión moral formidable, según la cual concebimos la moralidad y la justicia como si fueran una transacción económica: al modo de una obligación impersonal y cuantificable cuya objetivación monetaria nos permite justificar lo injustificable, ya se trate de la opresión de países enteros o del desahucio de una familia sin recursos. Y esto se pone inmejorablemente de manifiesto en el hecho de que no todas las deudas son iguales, ni lo son todos los deudores. Lo que a su vez significa que la premisa mayor, a saber, que las deudas están para ser pagadas, es falsa: no siempre, ni en todos los casos, ni necesariamente. ¡Depende de la violencia que pueda ejercer el acreedor sobre el deudor! Y viceversa. No hace falta ser muy perspicaz para comprender cuán diferente sería nuestra visión de una realidad contemporánea marcada precisamente por el fuerte endeudamiento de actores individuales, colectivos e instituciones si se consagrase el principio de que las deudas no deben ser pagadas.

Naturalmente, es difícil concebir que algo así pueda suceder, por más que Graeber haga un llamamiento final a la condonación universal de las deudas, una suerte de jubileo global que nos permita empezar de nuevo y refundar la sociedad. Sin embargo, al igual que sucediera con la también irrealizable demanda de que los impuestos pasen a ser voluntarios, formulada por Peter Sloterdijk hace un par de años, es instructivo reflexionar acerca de las razones que subyacen a un planteamiento semejante1. Tal como señala el propio Graeber, su libro no deja de ser una historia de la deuda y del dinero que usa esa misma historia para formular interrogantes que conciernen al núcleo mismo de la organización social. Se trata de una obra ambiciosa y erudita, de raigambre antropológica y ramificaciones económico-filosóficas, que provoca y sugiere tanto como promete, pero, no obstante su alcance, calla tanto como dice. Su autor ofrece una síntesis histórica de las prácticas sociales transnacionales relativas al intercambio, el dinero y la deuda: desde Grecia a China, pasando por Mesopotamia y el banco de la esquina. Su tesis principal es que la deuda se ha convertido en una forma de cuantificar, bajo amenaza de violencia, las categorías morales de la obligación y la promesa, de tal manera que en los últimos cuatro siglos nos hemos apartado dramáticamente de la manera tradicional de concebir nuestras obligaciones recíprocas, esto es, la ayuda mutua en el seno de comunidades cooperativas.

¿Rousseau meets Marcel Mauss? Ciertamente2. De ahí proviene en gran medida el atractivo contestatario de sus planteamientos, que, al decir de The New York Times, hacen a Graeber acreedor al título de «teórico de guardia» de Occupy Wall Street, movimiento análogo a nuestros indignados del 15-M. De hecho, este confeso anarquista de cincuenta y un años ha estado ligado al activismo político desde, al menos, la irrupción de la protesta antiglobalización a finales de los años noventa. Y ello hasta el punto de protagonizar un sonoro escándalo en la Universidad de Yale, cuando ésta declinó renovar su contrato en 2005 sin alegar razón alguna, provocando una oleada de críticas en todo el mundo que terminó en un acuerdo extrajudicial: Yale pagó un año sabático a Graeber a cambio de que éste retirara la demanda interpuesta contra la universidad. Se hizo la paz de las indemnizaciones y el autor da ahora clase en Londres. Este libro tiene así la virtud adicional de sintetizar toda una forma de contemplar no ya la actual crisis económica, que es primordialmente una crisis de endeudamiento, sino la propia relación entre la sociedad y su sistema económico. Sin hacerlo explícito, Graeber estaría tratando de proporcionar un fundamento antropológico a la idea de que la política debe primar sobre la economía en lugar de –presuntamente– someterse a ella.

Se trata, en este caso, de la mirada de un antropólogo. Es algo que, como veremos después, plantea más de un problema, pero que inicialmente tiene su reflejo en el énfasis sobre los fundamentos sociales del intercambio económico. Para Graeber, el debate sobre la deuda ha influido en la formulación del vocabulario moral de la especie; a su juicio, la moralidad consiste esencialmente en cumplir nuestras obligaciones con los demás; unas obligaciones que solemos concebir como deudas. Y añade: «La diferencia entre una deuda y una obligación es que una deuda puede ser cuantificada con precisión. Para eso hace falta el dinero» (p. 21). De tal forma que el dinero hace posible la deuda. Eso explicaría que ambos aparezcan en la escena histórica al mismo tiempo, exigiendo por ello que cualquier historia de la deuda sea, también, una historia del dinero. Sólo que Graeber anuncia que la suya es diferente de la habitual.

Y no le falta razón. Para empezar, Graeber plantea la necesidad de demoler lo que, a su juicio, son los dos mitos fundacionales del dinero y la deuda: el trueque y la deuda primordial. De ambos, es el primero el que se nos aparece con mayor claridad cuando tratamos, intuitivamente, de explicar los intercambios económicos; el segundo, no obstante su menor explicitud, está presente en no pocas de nuestras manifestaciones culturales y es un acierto del autor ponerlo sobre la mesa.

Por un lado, Graeber discute que la economía de mercado y el dinero constituyan la evolución natural de una economía de trueque cuya existencia, sugiere, es una mera fantasía de los economistas. Éstos suelen atribuir tres funciones al dinero –medio de cambio, unidad de cuenta, depósito de valor– y tratan como primordial el relativo a su función como medio de cambio, lo que ha permitido la generalización de una secuencia ideal: «Primero viene el trueque, luego el dinero; sólo después el crédito» (p. 21). Esto permite sostener que la economía antecede al Estado y además existe separadamente de la vida política y moral; tal es, a su modo de ver, «el gran mito fundacional de la disciplina económica» (p. 25). Habríamos asimilado la fábula del trueque sin que exploradores ni antropólogos hayan encontrado jamás su realidad en comunidades sedentarias; el trueque sólo tiene lugar entre extraños o enemigos, ya que un intercambio de este tipo tiene sentido únicamente cuando dos personas no van a volver a encontrarse. A su modo de ver, los sistemas de trueque no surgen si no existe el dinero; son un subproducto accidental del uso de éste. De donde concluye que las sociedades sin Estado tienden también a carecer de mercados. Esto último es discutible, salvo que nos refiramos a sociedades de escala reducida donde la interacción social es mínima y la producción de bienes poco diversificada. Tampoco está claro que el trueque dependa estrictamente de la ajenidad, aunque sólo sea porque es imposible saber con certeza si uno va a volver a encontrarse o no con alguien a quien no conoce3. Sea como fuere, la premisa no es tan decisiva para la conclusión como supone Graeber, ya que el hecho crucial es el desarrollo de sistemas complejos de intercambio donde la neutralización de los rasgos personales, si bien no absoluta, es característica predominante de la interacción económica; no es tan relevante que el trueque sea o no la base inicial de los mismos. A cambio, resulta muy saludable su llamamiento a trascender los modelos teóricos ideales, para prestar atención a las circunstancias reales de la vida económica, exentas de la pureza intrínseca a la simple narración sobre las mismas y su evolución.

En segundo lugar, Graber se pregunta por los orígenes del dinero, subrayando la ausencia de teorías antropológicas o económicas sencillas sobre el particular: porque no las hay. Después de aludir a la idea keynesiana de que el dinero, sean cuales sean esos orígenes, ha sido en los últimos cuatro mil años una criatura estatal, recurre a una reciente argumentación de tintes antropológicos (representada por Michel Aglietta, André Orléan y Bruno Théret) cuyo argumento básico, surgido a raíz de los debates en torno al euro, es que política monetaria y política social son inseparables por una razón peculiar: los gobiernos crean dinero y recaudan impuestos al ser los custodios de la deuda que los ciudadanos tienen entre sí, una deuda primordial que sería la esencia misma de la sociedad. Esta deuda se expresaba a través de la religión, como mostrarían los poemas védicos compuestos entre 1500 y 2000 AC, antes de hacerlo a través del Estado, pero su esencia es la misma, a saber, la convicción de que la propia existencia humana es una forma de deuda. O, más bien, podría matizarse, que es percibida como tal. Para Graeber, esto tiene un significado profundo: «La naturaleza humana no nos lleva a “negociar y cambiar”. Asegura, por el contrario, que estaremos siempre creando símbolos: como el dinero» (p. 58). Dado que el dinero, pese a esa condición simbólica, no deja de servir para comparar y medir diferentes cosas, Graeber echa mano de la teoría de Philippe Rospabé, para quien el «dinero primitivo» no es un medio para pagar deudas, sino un reconocimiento de que hay deudas que no pueden pagarse en absoluto, el reconocimiento de que hay deudas que no pueden pagarse con dinero. Esto es algo que, por otra parte, cualquiera es capaz de reconocer: nadie cree que si el Estado paga un millón de euros a alguien por haberlo encarcelado erróneamente durante diez años haya pagado realmente su deuda con él. Más adelante, volveremos a la inconmensurabilidad de lo vital y lo monetario, porque aquí reside uno de los aspectos más cuestionables de la teoría de nuestro autor. Para él, en todo caso, la teoría de la deuda primordial no se sostiene, al no hacerlo la proposición de que las deudas a los dioses se las apropiaron los Estados y se convirtieron en la base de los sistemas tributarios; porque no todos los individuos o grupos han pagado impuestos a lo largo de la historia.

Tirando de este hilo, llega Graeber a donde más le interesa llegar, esto es, a la denuncia de la reducción economicista de las relaciones humanas que la práctica capitalista y la teoría económica habrían prescrito primero y logrado después. Dice así, por lo demás acertadamente, que la economía 

está obligada a asumir que el intercambio de bienes no ha de tener nada que ver con la guerra, la pasión, la aventura, el misterio, el sexo o la muerte. La economía asume una división entre diferentes esferas del comportamiento humano que […] sencillamente no existe. A su vez, estas divisiones se hacen efectivas a través de arreglos institucionales muy específicos. (p. 33)

Por supuesto, añade, tenemos una propensión a calcular, pero sólo es una de nuestras muchas propensiones; de lo que se trata es de decidir cuál queremos que sea el fundamento de la humanidad y la civilización. Claro que tal vez no sea una decisión consciente de nadie, algo que Graeber parece olvidar; acaso el desarrollo social que nos lleva hacia una mayor abstracción y complejidad tenga mucho de proceso espontáneo que encuentra, por el camino, sus propias correcciones y compensaciones: no tenemos ya la silla en la puerta de la casa, pero podemos comunicarnos más fácilmente con los demás y adquirir mejores servicios a mejor precio. ¿Quién puede decidir qué vida es mejor si comparamos la visión idealizada de la sociedad tradicional con una sociedad contemporánea cuya cercanía y mismidad nos lleva a exagerar sus defectos en olvido de sus comodidades?

Por otro lado, aparte de que todas las ciencias humanas sufren de sesgos semejantes, la economía ha ido abandonando progresivamente el dibujo neoclásico del sujeto racional y egoísta que decide siempre en beneficio de sus intereses. Para empezar, porque una cosa es la maximización de las preferencias propias y otra el individualismo posesivo; es posible y no tan infrecuente que la preferencia propia resida en ayudar a los demás, o que esta tendencia conviva con la contraria en una misma persona. Por añadidura, la propia ciencia económica, de consuno con la psicología y la sociología, tiene cada vez más claro que cometemos toda clase de errores cuando perseguimos nuestros propios intereses, errores que en gran medida tienen que ver con la influencia de esas otras esferas del comportamiento humano en nuestras prácticas de mercado, del mismo modo que las prácticas de mercado influyen sobre las demás, como sucede crecientemente en el terreno de las prácticas amorosas y sexuales. Hemos pasado toda la historia lamentando la mercantilización progresiva de las puras artes y costumbres sociales, pero quizá más bien lo que se ha producido con el desarrollo del capitalismo moderno es una explicitación del papel que juega el intercambio en las relaciones humanas. ¡Ya se quejaba Petronio en el Satiricón de la corrupción del arte a manos del dinero! El desarrollo del capitalismo moderno ha multiplicado el número de potenciales consumidores, lo que ha ido de la mano de la emergencia gradual de un mercado hiperdiferenciado de bienes y la generalización de la tarde de compras como práctica de ocio. En consecuencia, nos parece que el capitalismo ha arrasado con formas más honorables de vida, cuando quizá lo que haya hecho no sea sino procurar una transformación de las anteriores o, incluso, sacar a la superficie lo que estaba latente en ellas. Y acaso, en fin, soñamos con una interacción social libre de cálculos por la misma razón por la que soñamos con el Reino de los Cielos: porque trabajar cansa y vivir también, al exigir una toma de decisiones que, en la sociedad premoderna, tradición y casta tomaban por nosotros.

Subraya Graeber que en el interior de las comunidades tradicionales cualquier cosa solía ser aceptada como dinero, siempre que hubiera alguien dispuesto a aceptar ese algo como medio para la cancelación de una deuda, lo que convertiría al dinero en un instrumento a medio camino entre la mercancía y la medida de deuda. Esto tiene su lógica, igual que la tiene que Amazon, a diferencia de doña Lourdes, no esté dispuesto a aceptar que le paguemos en kilos de patatas el último disco de Bob Dylan. De tal ambivalencia del dinero deduce Graeber una conclusión político-antropológica: «la batalla entre Estado y mercado, entre gobiernos y comerciantes, no es inherente a la condición humana» (p. 75). Ya que el dinero no es per se incompatible con formas tradicionales de relación y crédito que son inherentes a las comunidades locales. Sería el capitalismo moderno el que nos obliga a pensar de otro modo, después de haber contaminado de economía el lenguaje moral. Pasaremos a disociar vínculo personal y deuda, a contemplar los mercados como una esfera separada del gobierno. Y es en este punto donde Graeber propone buscar un fundamento distinto para la moralidad, arrancando del principio de que toda relación humana descansa sobre alguna forma de reciprocidad.

Son tres los principios morales que pueden regir las relaciones económicas. En primer lugar, lo que Graeber llama comunismo, aunque sería más razonable llamarlo socialismo a la vista de las propensiones anarquistas del autor. Para él, el comunismo es «la materia bruta de la sociabilidad», como puede apreciarse en las pequeñas cortesías de la vida cotidiana y en la solidaridad natural que emerge en los casos de catástrofe natural o escasez apocalíptica. Graeber puntualiza que somos más solidarios con unos, los nuestros, que con otros. En segundo lugar, el principio del intercambio, basado en la equivalencia y caracterizado por su impersonalidad. También aquí, no obstante, la sociabilidad se cuela por los intersticios, como demuestra la importancia del trato personal entre vendedor y comprador o las formas implícitas de intercambio recíproco (invitamos a un amigo a una cerveza, él nos invita a la siguiente). Finalmente, estas reglas de reciprocidad se suspenden cuando se aplica el principio de la jerarquía, donde alguien está por encima de otro alguien. Para nuestro autor, nos movemos continuamente entre estas distintas variantes de contabilidad moral, pero la reciprocidad es nuestro formato básico, el modo principal en que concebimos la justicia. Estos principios se hallan entremezclados; es difícil saber cuál predomina cuándo. No obstante, si aceptamos esta clasificación, el predominio de la reciprocidad influye directamente sobre el modo en que los distintos principios son percibidos y aplicados: la reciprocidad implica una evaluación del valor de lo que aporta cada parte a una relación determinada, incluso en el caso de que una de las partes decida dar más que la otra. Es decir, que la solidaridad espontánea que se practica después de un terremoto no ciega a los protagonistas ante los posibles abusos de los demás. Y no hace falta haber leído a Hegel para saber que las relaciones entre amos y esclavos están llenas de matices e inversiones psicológicas.

Pues bien, si la jerarquía y el intercambio han prevalecido históricamente sobre el comunismo, es debido a la violencia. Para Graeber, la «conmovedora utopía» que supone situar el origen de la vida económica en el trueque tiene propósitos ideológicos, en el sentido de tratarse del velamiento de una realidad desagradable: la destrucción de la vida económica comunitaria mediante la dislocación forzosa de sus miembros, ya sean mujeres o esclavos. De este modo, la historia se encontraría foucaultianamente llena de espacios en blanco, porque no queremos reconocer el papel que la violencia ha desempeñado en la constitución de la economía moderna: «Si nos hemos convertido en una sociedad endeudada, es porque el legado de la guerra, la conquista y la esclavitud nunca ha desaparecido del todo» (p. 164). Parafraseando a Tácito, hicieron un desierto y lo llamaron mercado. Es la violencia lo que permite el tránsito de lo que Graeber llama «economías humanas», que predominan durante la mayor parte de la historia, a las economías comerciales modernas. Si adjetiva de humanas esas economías precedentes, es porque su menor escala haría posible un tipo diferente de intercambio: en ellas, el dinero es una «moneda social» que sirve para crear, mantener o anular relaciones personales, antes que para comprar cosas. El dinero sirve para medir otras cosas antes que el valor relativo de los bienes; por ejemplo, el honor. Y cuando ese mismo dinero empieza a servir para calcular el valor de un corte de pelo, dice Graeber, la sociedad experimenta una crisis moral. Es posible que ese mismo dinero ayude a disolver las jerarquías, pero también mina las antiguas formas de ayuda mutua.

A través del concepto de economía humana, nuestro autor pretende ofrecer una alternativa a nuestra actual organización económica. Esa alternativa es coherente con el ideario anarquista, al poner el énfasis en la comunidad vecinal y la humanización de los intercambios económicos; un paso atrás en el camino de abstracción y racionalización característico de la modernidad. Sin duda, es saludable el acento que pone Graeber en el papel de la violencia a lo largo de la historia económica, a fin de que no olvidemos que las idealizaciones contractualistas esconden a menudo situaciones de dominación. No obstante, no es sólo la esfera económica la que se ha visto afectada por esta otra propensión humana: la violencia ha estado presente en la historia in toto de manera constante, aunque decreciente, y acaso esa disminución gradual tenga más significado que la desnuda fuerza de un vicio que convive en nuestra naturaleza con la virtud de la cooperación4. Y del mismo modo que las economías comerciales han traído consigo innumerables ventajas colectivas que Graeber tiende a dejar a un lado, su retrato de las economías humanas tiende también a reproducir la fabulación que reprocha a quienes defienden la literalidad del trueque pacífico y generalizado.
A través del concepto de economía humana, el autor pretende ofrecer una alternativa a nuestra actual organización económica

En este punto, el autor afronta la tarea que aparece planteada en el título de manera autoparódica: relatar los cinco mil años de historia de la deuda. Su periodización es aproximada, como no podía ser de otra manera, mientras que la abundancia de episodios históricos y pruebas antropológicas tiene un carácter más sugerente que probatorio. Nadie puede conocer a los cincuenta años la historia del mundo con la profundidad que requeriría la tarea que Graeber emprende. De forma poco convincente, describe inicialmente la historia del dinero como la historia de la alternancia de períodos dominados por el lingote de metal precioso y la moneda o billete sin valor intrínseco. A partir de la denominación de Jaspers, empieza por la Época Axial, que cubre los años 800 a. C.-600 d. C., un período marcado por la riqueza de pensamiento en Grecia, India y China, que coincide con las primeras acuñaciones de moneda, originariamente destinadas al pago de mercenarios. Aquí está ya el huevo de la serpiente, es decir, el surgimiento de 

una nueva forma de concebir la motivación humana, una simplificación radical de los motivos que hizo posible empezar a hablar de conceptos como «beneficio» y «ventaja», así como imaginar que eso es lo que la gente realmente persigue, en cada uno de los aspectos de su existencia. (p. 239)

De alguna forma, el materialismo filosófico tendría su reflejo social en el surgimiento del dinero acuñado. Por contraste, la Edad Media (600-1450 d. C) supone el entremezclamiento de los mercados monetarios y las religiones. De gran interés son las reflexiones planteadas por Graeber en torno al islam, donde el comerciante es una figura referencial, hasta el punto de que aquél constituye a su juicio la primera «ideología popular de libre mercado». Si las sociedades islámicas no desarrollan los instrumentos financieros característicos de las occidentales, se debería precisamente a la seriedad con que se toman el riesgo implícito a la inversión empresarial para las dos partes que intervienen en ella. Y aunque el cristianismo condena inicialmente la usura, a partir de la lectura del Deuteronomio 23:19-20, donde se proclama la imposibilidad de prestar al hermano, pero la legitimidad de prestar al«extraño», la progresiva despersonalización de los intercambios económicos, sumada a la reinterpretación luterana de la Biblia, terminó por generalizar la práctica del préstamo con interés. Pese a ello, la Iglesia católica no ha dejado de recelar de la economía capitalista, representada de una vez y para siempre por aquellos mercaderes a los que Jesucristo expulsara del templo. 

Cuando afronta el penúltimo de sus grandes períodos, que denomina Época de los Grandes Imperios Capitalistas (1450-1971 d. C.), Graeber hace una afirmación que define bien el tono dominante en su libro: «Si de verdad queremos comprender los orígenes de la moderna economía mundial, el lugar no es Europa en absoluto. La historia real es cómo China dejó de usar el dinero de papel» (p. 309). ¡Aunque después esa historia resulta, como es natural, tan importante como muchas otras! Trucos narrativos aparte, esta época es decisiva porque el individuo empieza a verse a sí mismo como un sujeto autónomo que contrata con los demás en función de su propio interés, de manera que las relaciones de confianza dominantes en las pequeñas comunidades se ven reemplazadas por la red de desconfianzas mutuas que Hobbes acertaría a dibujar en su Leviatán. La entrada del Estado y su violencia monopolista sería así determinante, junto con la criminalización del impago de las deudas:

La historia de los orígenes del capitalismo no es, pues, la historia de la destrucción gradual de las comunidades tradicionales a manos del poder impersonal del mercado. Es, más bien, la historia de cómo una economía de crédito acabó convertida en una economía de interés; la de la progresiva transformación de las redes morales mediante la intrusión del poder impersonal –a menudo vengativo– del Estado. (p. 332)

Graeber participa de la distinción de Braudel entre mercados y capitalismo, según la cual éste se orienta principalmente a la producción de dinero a partir del dinero: por eso habla del paso de una economía de crédito, donde el acento recae en el préstamo, a una de interés, donde se subraya el propósito de extraer un beneficio de tal préstamo. A ello habría que sumar la tendencia del capitalismo al crecimiento permanente y su «secreto escándalo», que es la ausencia de un verdadero sistema de libertad de circulación del trabajo. En pasajes como éstos se pone de manifiesto la tendencia del autor a contar sólo la cara B del capitalismo, sin considerar sus innumerables beneficios, que empiezan en su capacidad para combatir la pobreza y concluyen en la estabilidad política asociada a las sociedades bienestaristas de clases medias.


Sea como fuere, la desvinculación del oro y el dólar en 1971 marca el comienzo de la última etapa en la historia del dinero: el «comienzo de algo todavía por determinar». Empieza entonces una fase de la historia financiera que «nadie comprende del todo» (p. 362). Y una fase que permite a Graeber converger con análisis más convencionales de la historia reciente, a saber, en la crítica de estirpe chomskyana al militarismo norteamericano como raíz de casi todos los males: «Hay una razón que explica que el mago tenga esa extraña capacidad para crear dinero de la nada. Detrás hay un hombre con una pistola» (p. 364). ¡Con el complejo militar-industrial hemos topado! La crisis iniciada en 2008 es consecuencia de ese estado de cosas: es la culminación de una batalla por la definición misma del dinero y el crédito. Para Graeber, el capitalismo neoliberal ha invadido todas las esferas de la existencia y ha convertido el pago de las deudas en la definición misma de moralidad, en un momento en el que todos estamos endeudados, porque para tener una vida que vaya más allá de la mera supervivencia hay que vivir a crédito. Esto es a la vez cierto y exagerado: la universalización del endeudamiento no viene causada por el capitalismo, sino por instituciones e individuos concretos que son a la vez responsables y receptores de la influencia ajena; lo que vemos como reprobable en plena crisis era contemplado como ordinario en la bonanza. Que todo esto sea un efecto de la militarización del capitalismo estadounidense parece una conclusión algo pueril y refleja una visión unidimensional del poder estatal que mal se compadece con la realidad del último siglo, tal como Benjamin Kunkel se encarga de recordarnos en su, pese a ello, elogiosa recepción de este libro:

¿Es que la administración legal –por contraste con la asociación informal– no puede ser un vehículo de justicia así como de injusticia? ¿Y no es también cierto lo contrario, de tal forma que la confianza exclusiva en el colectivismo anarquista acaso ofrezca menos en términos de felicidad, libertad o lo que quiera que sea aquello que persigamos, que una sociedad que permita la intervención de un Estado con ejércitos y burocracia?5

Más interesante es la pregunta acerca de lo que puede suceder cuando el crédito es generado ad aeternum, por medio de una refinanciación constante que protagonizan los Estados tanto como los ciudadanos. Quizá sólo tengan lugar burbujas periódicas y lentos desapalancamientos; o quizá esta forma de operar no sea sostenible. Es difícil predecirlo. Para Graeber, no obstante, si el endeudamiento generalizado es el problema, la solución es su condonación global, un jubileo al estilo bíblico que suprima de un plumazo las deudas internacionales e individuales. Ya que, en la práctica, no todos tienen que pagar sus deudas, que no las pague nadie: «Para hacer todos borrón y cuenta nueva, marcar una ruptura con nuestra moralidad heredada, y empezar de nuevo». ¡Así perezca el mundo! 

No es necesario entrar en detalles prácticos para saber que la solución propuesta por Graeber es irrealizable; algo que a él mismo no debe escapársele. Pero ni siquiera en el terreno de la más pura especulación teórica tiene sentido plantear una solución así, si lo único que se añade –a modo de prescripción alternativa– es la consabida afirmación de que debemos repensar nuestras categorías morales y políticas. ¿Qué nos garantiza que ese recomienzo sin deudas no sea más que el prólogo de otros cinco mil años de evolución de los instrumentos crediticios? Nada, por supuesto. A la fe del autor en un jubileo de estas características subyace la desconfianza hacia las instituciones heredadas, una suerte de sospecha de irracionalidad que es antónima de la confianza del conservador hacia aquello que ha llegado hasta nosotros por –supone– alguna buena razón. Y esa sospecha denota igualmente un rechazo del capitalismo moderno que no concuerda con sus logros. ¿Es que el empleo del dinero no ha traído ventajas y avances en las condiciones materiales de la existencia humana, ni el Estado ha encarnado principios de justicia que se han hecho efectivos mediante políticas de protección social? Tal como señala Werner Plumpe en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, esos progresos «no son sólo consecuencia de la violencia y la explotación, porque, en ese caso, España se habría hecho rica y así habría permanecido» tras conquistar las Indias. Fiel a la tradición en la que se inscribe, Graeber insiste en exceso en el paradigma rousseaniano que ve a un ladrón allí donde hay un propietario:

¿Quién fue el primer hombre que miró a una casa llena de objetos y los evaluó inmediatamente en función del valor de cambio que podrían alcanzar en el mercado? Sólo pudo ser un ladrón. (p. 386)

Pero tan improbable es sostener que los mercados constituyen la limpia evolución del trueque natural como decir que son la sucia consecuencia de la violencia y el robo. Son ambas cosas, si bien probablemente más la primera que la segunda, o, si se quiere, la primera a pesar de la segunda. Sucede que Graeber necesita ese presupuesto para llegar a la definición de deuda que cierra su libro: «Una deuda no es más que la perversión de una promesa. Es una promesa corrompida por las matemáticas y la violencia» (p. 391). La frase es hermosa, pero inexacta: si yo entrego a mi vecino tres litros de leche a cambio de una gallina pagadera en una semana, la matemática aproximada está presente, pero la violencia no tanto. Y si los protagonistas son un ciudadano y el banco que va a prestarle el dinero que necesita para adquirir una televisión de plasma, pasa lo mismo. Salvo que uno considere que, en este último supuesto, está implícita una violencia sistémica que nos fuerza sin saberlo a vivir como no queremos –o no deberíamos querer– vivir, a diferencia de una vida comunal presuntamente armónica y libre de conflictos.

Sin embargo, no pocos de los problemas que padece la por demás fascinante crítica que Graeber eleva contra la encarnación postradicional del dinero y la deuda tienen que ver con su filiación antropológica. Y ello no porque se trate de una ciencia social más deficiente que otras, que no lo es, sino por la dificultad que nuestro autor parece tener para distinguir entre los rasgos sociales estructurales que su disciplina trata de identificar (razón por la cual la mayor parte de sus trabajos de campo atañen a comunidades primitivas) y las cualidades emergentes que trae consigo el desarrollo social. Estas propiedades emergentes, como, sin ir más lejos, el lenguaje, modifican a su vez aquellos rasgos estructurales, si no completa, sí parcialmente, lo que disminuye la utilidad de éstos como criterio para juzgar normas, prácticas o instituciones sobrevenidas. Algo que se pone claramente de manifiesto en la aprehensión del dinero y la deuda desplegadas tan inteligentemente por Graeber a lo largo de su obra.

No en vano, la principal queja del autor es que el dinero hace posible la cuantificación y transformación en deuda de unas obligaciones interpersonales por definición incalculables. Desde este punto de vista, el dinero sería una forma de corrupción de las relaciones humanas, que desde su aparición resultan, como si dijéramos, enturbiadas por la explicitación de lo que cada uno debe a los demás: todos tendríamos a un Shylock encima y lo seríamos para nuestro prójimo. ¡Qué desagradable! Y sin duda lo es. Para Graeber, el juego de equivalencias o cálculos que el dinero procura es arbitrario, porque sobre lo que no se puede calcular es mejor callar. Sin embargo, se deja notar aquí una comprensión poco sofisticada del dinero. Ya en su formidable Filosofía del dinero, publicada en 1900, Georg Simmel sugiere que difícilmente el trueque pudo ser el precedente del intercambio económico formalizado, sino que éste tiene probablemente su origen en algún tipo de posesión sin intercambio, quizás incluso el robo, práctica que después evolucionaría gradualmente hacia tipos más o menos reglados de transacción. Simmel sólo aparece una vez en la erudita obra de Graeber, en la nota 14 del capítulo 2, en la que, curiosamente, se le acusa de sostener el mito del trueque como antecedente del dinero. Más bien, Simmel sostiene acertadamente que, a pesar de la oscuridad de sus orígenes, el dinero no ha podido surgir repentinamente de la nada, sino sólo como el desarrollo de valores sociales preexistentes. Hay, pues, una lógica en la aparición histórica del dinero.

Más concretamente, Simmel describe el dinero como un instrumento de racionalización de las relaciones sociales. No es tanto el heraldo destructor de la vida comunitaria, cuanto una de las herramientas que jalonan el proceso de civilización. Significativamente, el autor alemán subraya el papel que desempeñan las abstracciones en todas las esferas humanas y el hecho de que la mayoría de las relaciones sociales se basan en el intercambio, lo que invalidaría o, cuando menos, matizaría la severa distinción entre comportamientos o valores económicos y no económicos. El dinero constituye un medio de civilización porque el valor de un bien o servicio, reflejado en el precio y expresivo del trabajo que ha dado lugar a él, exige el sometimiento a una norma objetiva y abstracta, lo que favorece el carácter pacífico de las relaciones humanas (al ser necesario reconocer una objetividad que está por encima de ellas) y explica el desdén de los caracteres aristocráticos por el comercio. Naturalmente, el dinero, como acumulación abstracta de valor, personifica la fungibilidad de las cosas, además de participar en el intercambio de las mismas y ser también, por ello, en sí mismo, mensurable. La modernidad acaba así con la objetividad del valor que se aparecía como natural a los sujetos premodernos: la idea del precio «justo», por más arraigada que esté en nosotros, no representa más que una noción del valor propia de la economía natural, eso que Graeber llama economías humanas: la cabra que vale un par de zapatos. Para Simmel, por el contrario, 

es posible que haya un precio justo en dinero por una mercancía, pero solamente como expresión de una determinada relación de intercambio de múltiple equivalencia, entre ésta y todas las demás mercancías y no como consecuencia de la esencia interna de la mercancía para sí o de la cantidad de dinero también para sí, puesto que estas dos, en realidad, se encuentran más allá de lo justo y lo injusto y carecen de puntos de contacto6

Algo de esa superstición intuitiva del precio «justo», sustraído de la interacción económica general que determina el precio de los bienes a partir de su valor percibido en una red compartida de abstracciones, está presente también en la desconfianza hacia un dinero que –a diferencia, en principio, del lingote– carece de valor propio. Es la pregunta de la que arranca Galbraith en su breve estudio sobre el particular: «¿Qué es lo que hace que un trozo de papel, intrínsecamente sin valor, resulte útil en el cambio, mientras que otro pedazo de papel, de tamaño similar, carece de esta valía?»7. La respuesta es, por supuesto, la creciente capacidad de abstracción de las sociedades, que también están fundadas sobre una creación social análoga asentada en las convenciones colectivas: el lenguaje. Por eso es un tanto absurdo pretender que el sistema monetario vuelva a tener un fundamento más sólido, por ejemplo mediante la vuelta al patrón oro. Tal como señala James Surowiecki, la sustancia material del dinero ha ido perdiendo importancia con el paso del tiempo, debido a que lo importante no es qué sea el dinero, sino qué hace8. Decir, como hace Graeber, que el dinero no tiene esencia, debería poder predicarse entonces también de las palabras. Por añadidura, la mayor solidez del oro o la plata habrían de explicarse también al margen de la capacidad humana de abstracción, ya que otorgar un valor especial a estos metales preciosos no es menos arbitrario que otorgárselo a un trozo de papel: no son bienes útiles, sino medidas de valor. En última instancia, tanto las reservas de oro como el dinero emitido por un Estado o Banco Central han de reflejar la riqueza relativa de una sociedad. Todo lo demás es Weimar. 

Para Graeber, fiel a la tradición anarquista en que se enmarca, el dinero no puede ser contemplado como una creación social espontánea que sirve para la racionalización de los intercambios económicos y la subsiguiente organización de la vida en sociedad, sino que es juzgado ya antes como un factor decisivo de corrupción al introducir el demonio de la cuantificación en la esfera moral. ¡Y que ese dinero suela tener como acuñador y garantía última a los Estados no contribuye a su prestigio a ojos de un pensador anarquista! Así que donde Rousseau señala la propiedad, Graeber apunta al dinero. Sin embargo, la relación entre deuda y moralidad no es tan unívoca como el autor sugiere. Porque quizás el dinero no influya tanto en la moral; también puede ser que la moralidad humana conceptualice las relaciones interpersonales como redes de reciprocidad que encuentran en el dinero un medio sobrevenido de cuantificación, útil para ciertos supuestos e inútil para otros. Ya dejó probado Rafael Sánchez Ferlosio, en su memorable artículo «La señal de Caín», que el daño padecido por una persona jamás podría conmensurarse con la pena que el derecho impone al agresor, ni aun cuando una muerte fuese castigada con otra muerte: el daño es inmensurable e inalterable por su propia naturaleza. Algo parecido sucede con la cuantificación de las obligaciones: tan inexacto es decir que una cabra vale un par de zapatos como decir que un par de zapatos valen cincuenta euros o un préstamo de doscientos mil exige la devolución de un cinco por ciento de interés. Es la interacción social la que determina esos precios, en último término una traducción monetaria del valor percibido de bienes y servicios. Graeber acierta cuando pone de manifiesto que la interacción social que rodea a esos intercambios está a menudo marcada por situaciones de subordinación o violencia; pero no se ve por qué el dinero y la deuda hayan de reforzar esas situaciones, en lugar de ayudar a disolverlas. Lo que preocupa más bien a Graeber es que el uso del dinero haya alterado nuestra visión de las relaciones humanas, desfigurando la ayuda mutua y sustituyéndola por una rígida cuantificación de debes y haberes interpersonales. Pero resulta difícil sostener que nuestras sociedades sean hoy más inmorales o menos caritativas que las de antaño; más bien, parece difícil sostener lo contrario9

En fin, David Graeber ha escrito un libro tan seductor en sus premisas y argumentos como discutible en sus conclusiones, especialmente aquellas que se orientan a la constitución de políticas alternativas en unas sociedades inmersas en lentos procesos de reducción de su deuda pública y privada. En última instancia, la obra se ve lastrada por una insuficiente comprensión de la sofisticada naturaleza del dinero, que va de la mano de la idealización de las comunidades premodernas que el pensamiento anarquista insiste en echar de menos. Por lo demás, no hay nada de original en la conclusión final del autor: hay que matar a Shylock. Pero su propuesta de un jubileo universal de las deudas demuestra la enorme dificultad que tiene dar el paso que media entre la crítica de la realidad y la proposición de alternativas razonables a ella. Es saludable para la conversación pública contar con obras heterodoxas como ésta; obras que, no lo olvidemos, hacen política mientras hacen filosofía. En la acertada formulación del mismo Graeber: «La política, en fin de cuentas, es el arte de la persuasión; lo político es esa dimensión de la vida social donde las cosas se vuelven realidad si un número suficiente de personas cree en ellas» (p. 342). Sin embargo, ahí radica también su peligrosidad, que se pone de manifiesto cuando un número suficiente de personas cree algo equivocado sin atender a las consecuencias. Porque los buenos deseos no son suficientes, ni los mejores sentimientos conducen necesariamente a las políticas más eficaces. Y que nos disguste tener deudas no es razón suficiente para pensar que no tenemos que pagarlas.

Manuel Arias Maldonado, Para matar a Shylock: una antropología de la deuda, Revista de Libros, diciembre-enero (2012-2013)

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich. Es autor de Sueño y mentira del ecologismo (Siglo XXI, Madrid, 2008) y de Wikipedia: un estudio comparado (Documentos del Colegio Libre de Eméritos, núm. 5, Madrid, 2010). Su último libro es Real Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012).

1. Sobre esto, véase El caso Sloterdijk, en Revista de Libros, núm. 171 (marzo de 2011), pp. 32-33.
2. El antropólogo francés Marcel Mauss publicó su clásico El don en 1925. Allí negó que las sociedades primitivas se basaran en el trueque como forma de intercambio, arguyendo en cambio que la práctica prevalente a lo largo de la historia no es otra que el regalo voluntario, que creaba un sentido de obligación recíproca entre grupos humanos potencialmente hostiles entre sí. Regalar no sería, así, un acto de cálculo, sino uno basado en la negativa a calcular.
3. Incluso el evolucionismo habría encontrado explicación para lo que se nos aparece primeramente como una aberración biológica: el impulso de ser amable con los extraños. El grupo de trabajo liderado por Leda Cosmides y John Tooby en la Universidad de Santa Bárbara adujo en un trabajo reciente que las simulaciones informáticas a gran escala que aplican la teoría de juegos a la interacción humana, en su caso a diez mil generaciones de humanos, mostraban que el coste del egoísmo con extraños termina siendo mayor que el de la generosidad; y de ahí ésta («Welcome, stranger», The Economist, 30 de julio de 2011).
4. Ésa es la tesis de la última obra de Steven Pinker, recién aparecida en España: Los ángeles que llevamos dentro, trad. de Juan Soler, Barcelona, Paidós, 2012.
5. Benjamin Kunkel, «Forgive us our debts», London Review of Books, vol. 34, núm.  9 (10 de mayo de 2012), pp. 23-29.
6. Georg Simmel, Filosofía del dinero, trad. de Ramón García Cotarelo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977, p. 114.
7. John K. Galbraith, El dinero, trad. de José Ferrer y Blanca Ribera, Barcelona, Ariel, 1996, p. 13.
9. Si acaso, se echa en falta en este punto por parte del autor una mayor atención a los aspectos psicológicos del endeudamiento, por completo ausentes en el análisis de Graeber, ya que parece haber una relación directa entre la asunción de deudas y ciertas propensiones humanas, como la dificultad para calcular las consecuencias futuras de los actos presentes, la indiferencia hacia aquéllas cuando se diluyen en el tiempo por venir, la procrastinación o la tendencia a contemplar como inalterables las condiciones presentes.

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