Pensar sobre el Tot o pensar sobre tot.

Uno más o menos está prevenido contra las acechanzas del maligno, pero ¿quién te prepara contra las seducciones de los buenos? Ante éstos, confiados, bajamos la guardia y estamos perdidos. Contempladas una a una, las justas causas de este mundo merecen apoyo; persuadidos por la fuerza que las anima, el primer impulso es dar un paso al frente. ¡Cuenta conmigo! El ardor se enfría algo cuando reparamos en la variedad infinita de causas que nos solicitan ¿solidarias, medioambientales, culturales, políticas? y en que la elegida quizá no sea la prioritaria sino sólo la primera que llamó a la puerta. Entonces se nos ofrece la siguiente, asistida también de excelentes razones, y luego la siguiente. Entretanto, cada cual va tratando de cumplir día a día, con muda monotonía, los menesteres familiares, profesionales, vecinales, cívicos y legales que gravitan sobre el ciudadano medio asumiendo un desgaste carente de lucimiento personal alguno, pero trascendental para asentar la anónima normalidad de las cosas. Atender con algún decoro todo ese cuerpo de deberes ya absorbe muchísimas energías y, una vez satisfechos todos, apenas nos quedan fuerzas residuales para compromisos supernumerarios. ¿Qué hacer? Como no se trata, supongo, de luchar contra el deshielo de los casquetes polares o a favor de la renta mínima de inserción o de la cooperación al desarrollo por el expediente de meter a los hijos en una esclusa, como Rousseau, o pedir al prójimo que pague mis impuestos, como tuvo el donaire de hacer Agustín García Calvo, mi llorado profesor de métrica latina, al final acaba uno buscando la manera de escurrir el bulto. Sucede con frecuencia que el ciudadano cumplidor, aquel que puntualmente se responsabiliza de todas las obligaciones inherentes a la posición que ocupa, mientras se consume en este empeño ha de escuchar los escrúpulos de su mala conciencia o los reproches de terceros que le afean su conducta tachándola de descomprometida, de calculada tibieza o de egoísmo. Un cierto republicanismo —empezando por la Hannah Arendt de La condición humana— nos ha acostumbrado a pensar que ciudadano virtuoso es aquel que, como el antiguo griego, desdeña familia y trabajo —en la Grecia clásica, quehaceres propios de mujeres y esclavos— y, abandonando esa esfera privada, acude al ágora para deliberar ociosamente con sus iguales sobre asuntos políticos de interés general. Yo sostengo, por el contrario, que los profesionales de la política no ostentan ni mucho menos el monopolio de lo público y también —recuperando aquel eslogan feminista que decía que lo personal es político— que alguien que simplemente funda una casa y elige un oficio, cuidando de ambos con diligencia, es ya, de pleno derecho, una persona pública y está promoviendo con su vida una justa causa de interés general.

No sólo como ciudadano, también como filósofo, siento a menudo la necesidad de escurrir el bulto. Y eso que no comparto en absoluto el socorrido lugar común que pretende que la filosofía es la historia de los problemas y no de las respuestas, de las dudas y no de las certezas. Me gusta repetir que el auténtico filósofo se caracteriza, dentro del sistema de saberes, por especializarse en ideas generales, esas ideas sobre el Todo en general que las demás disciplinas presuponen sin convertirlo en tema. En consecuencia, la filosofía ha de saber producir respuestas y certezas sobre la totalidad del mundo, aunque por supuesto nunca definitivas. Un Todo filosófico se presenta muchas veces como un ideal. Ahora bien, el ideal señala una dirección y su valor se mide por la excelencia que enuncia, movilizadora de fuerzas sociales latentes, no por su aplicación práctica. ¿Quién ha visto alguna vez realizado en la historia real el ideal del hombre prudente aristotélico, el del agente moral autónomo kantiano o el del superhombre nietzscheano? La filosofía haría bien en mantenerse en ese plano de idealidad y no aspirar a convertirse en una crestomatía o un vademécum válido para todos los casos. Entre los primeros principios de la filosofía y la realidad que habitamos se abre un hiato; tratar de llenarlo sería como desertar de las austeras ideas generales y abandonarse a la concupiscencia de una casuística que pertenece, en puridad, a la riquísima y problemática contingencia humana, irreductible a concepto.

De que los filósofos cavilen sobre el Todo no se sigue, por tanto, que deban perorar sobre todo. Con frecuencia se les requiere para que expresen su parecer sobre las más variadas cuestiones. Recuerdo que en los exámenes universitarios me desenvolvía bien cuando había que desarrollar un tema general de la asignatura pero mal en los multiple choice, porque, salvo la abiertamente absurda, todas las otras respuestas me parecían de algún modo correctas. Lo mismo me ocurre ahora con la llamada ética aplicada. Por un lado, el pensamiento avanza con tempo geológico mientras que la sociedad demanda soluciones supersónicas. Por otro, algunas de estas materias entran en la arena de la controversia política y al punto dejan de ser neutras para el pensamiento —que debería mantenerse fiel exclusivamente con objeto de su meditación— y se contagian de la dialéctica amigo/enemigo propia de la lucha partidista. Entonces del filósofo no se espera ya una opinión sino una afiliación, una equis en el examen tipo test a la alternativa, por ejemplo, abortista o antiabortista, cuando lo interesante, en perspectiva filosófica, consiste en hacer aflorar la antropología subyacente a la quaestio debatida. En el caso del aborto, si se argumenta que desde el instante mismo de la concepción el embrión es no sólo vida sino vida humana, ¿debemos entender que lo específicamente humano reside en los cromosomas?; si se defiende el derecho a abortar por malformación del feto, ¿qué hace la vida humana digna de ser vivida: la ausencia de sufrimiento?

Ante este tipo de situaciones, obligados a tomar posición en breves segundos con un sí o un no, recomiendo no ceder al síndrome del micrófono y, aun a riesgo de decepcionar, decir con sencillez: “Sobre esto no tengo opinión formada”. Y escurrir descaradamente el bulto.

Javier Gomá Lanzón, Escurrir el bulto, Babelia. El País, 22/12/2012

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