Bruts.

Nuestro concepto de higiene no tiene una larga historia. Ni siquiera el agua, elemento imprescindible en la erradicación de la inmundicia, gozó siempre de la actual consideración, como indica la proverbial y documentada renuencia al baño de algunas célebres reinas de los siglos XV y XVI. Y es que lavarse -una costumbre más practicada en Oriente- implicaba abrir los poros, privarlos de sus protecciones "naturales" y aumentar la exposición corporal a las miasmas invasoras, a los efluvios de la enfermedad y de la peste. Claro que lo impuro podía llegar también de dentro: el pus, las heces, la sangre menstrual eran otras tantas manifestaciones de lo inmundo.


La higiene fue un gran invento de la burguesía. La pintura holandesa del XVII abunda en escenas de interior que muestran a mujeres limpiando suelos. Y fue también un holandés, Antoine van Leeuwenhoek, quien descubrió -observando a través de su microscopio los restos que se había extraído de entre los dientes- unos pequeños organismos vivos a los que llamó animálculos: así nació la microbiología. La cultura de la higiene, sostenida en el horror a lo impuro, constituye hoy un lucrativo negocio global. Del jabón a los detergentes más perfumados (lo sucio "huele", es decir, huele mal), la industria de la limpieza explota nuestros más atávicos miedos a lo sucio, que es -como explicaba Lord Chesterfield en una de sus famosas cartas a su hijo- lo que está "fuera de lugar". (...)

La limpieza puede ser también una cuestión de clase. Los ricos y cultos suelen ser más limpios, pero los encargados de suprimir la suciedad no son precisamente los privilegiados. Limpian los más pobres, las mujeres, y los inmigrantes, lo que suscita acuciantes reflexiones sobre clase, género y etnia. La suciedad y la limpieza se trasladan también al plano simbólico. Lo sucio es lo intocable: los dalits para el hinduismo. Para los nazis, los judíos eran "piojos", individuos inmundos que había que aislar y exterminar porque contaminaban a la raza elegida: el Holocausto fue la más brutal y gigantesca operación de limpieza étnica de un siglo pródigo en ellas.

Y, sin embargo, no podríamos vivir sin lo sucio: al final del recorrido propuesto, la exposición apunta a que quizá hayamos ido demasiado lejos en la persecución de la suciedad. Por eso los inmunólogos previenen acerca del peligro -especialmente para los niños- de vivir en entornos obsesivamente limpios. La compulsión higiénica acaba con las defensas naturales: de ahí, quizá, que en nuestro tiempo proliferen las alergias. Respecto a la suciedad moral, los remedios son más complicados, aunque también recurramos al agua. A veces, tras una experiencia desagradable nos damos una ducha, esperando en vano que limpiando el cuerpo nos purifiquemos por dentro.

Manuel Rodríguez Rivero, Rostros de lo sucio, El País, 13/04/2011
http://www.elpais.com/articulo/cultura/Rostros/sucio/elpepicul/20110413elpepicul_5/Tes?print=1

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