"Això és una lluita de classes, i la meva, la dels rics, l´està guanyant".


Mientras más se agudiza la crisis, más crece la impresión de que sus causantes no sólo no son sancionados, sino que se están convirtiendo en sus principales beneficiarios. En este contexto, la querella penal contra las agencias privadas de calificación de deuda impulsada por el Observatorio DESC, ATTAC y otras organizaciones sociales debería verse como un freno a la descarnada impunidad de los más fuertes. Pero también como un intento de conjurar un golpe de mercado que, de no detenerse, acabará por arrasar los frágiles cimientos democráticos de nuestras sociedades y los derechos básicos de la mayoría de la población.

Para entender el papel de Moody’s, Standard & Poors y Ficht a lo largo de la crisis habría que distinguir dos momentos. El primero tiene lugar aproximadamente a partir de 2001, con la expansión del boom inmobiliario. Entonces, el negocio de las agencias consistió en calificar al alza, previo pago por su asesoramiento, diferentes productos financieros de sus clientes. Muchos de esos productos eran hipotecas basuras y activos tóxicos. Las agencias, en connivencia con la banca, les otorgaron la máxima calificación. Gracias a estas operaciones, los ejecutivos de las agencias multiplicaron sus ingresos. Al mismo tiempo, generaron una burbuja cuyo estallido aniquiló de un plumazo el derecho a la vivienda de miles de familias y condenó a muchas otras al desempleo.

En Estados Unidos, estas actuaciones han sido enjuiciadas por diferentes tribunales e investigadas por el Senado y por la Comisión Estatal de Bolsa y Valores. En Ohio, Connecticut y California se ha acusado a las agencias de haber actuado sin rigor ni transparencia, de haber emitido información fraudulenta y de haber favorecido a clientes a los que previamente asesoraban, en un claro conflicto de intereses. Se han dictado algunas sentencias en su contra y se han impuesto nuevas regulaciones. Con todo, las agencias han conseguido desplegar su enorme poder económico, político y mediático para neutralizar los controles más incisivos.

En el ámbito europeo, las sanciones a las agencias o a la banca por su responsabilidad no han llegado siquiera a eso. Es más, en casos como el español, las entidades financieras han recibido ingentes cantidades de ayuda que les han permitido convertir su deuda privada en deuda pública. Y todo ello prácticamente sin contraprestaciones que las obliguen, por ejemplo, a aliviar el grave problema habitacional que han contribuido a crear.

Pero la cuestión no se acaba aquí. Para rescatar al sector privado y obtener liquidez, muchos gobiernos de la periferia europea se han visto forzados a emitir más deuda pública y a solicitar los servicios de las agencias. Y es aquí, precisamente, donde estas entran en escena por segunda vez. No ya para calificar al alza activos tóxicos, sino para desvalorizar las deudas públicas de algunos gobiernos e instituciones, forzándolos a ofrecer a los eventuales prestamistas beneficios de toda clase.

El paso del optimismo fraudulento de ayer al desmedido pesimismo de hoy tiene connotaciones más ideológicas que técnicas. Las agencias no califican del mismo modo a los gobiernos conservadores que a aquellos más reticentes a la hora de aplicar los ajustes. Asimismo, la dureza exhibida con deudas como la griega, la portuguesa o la española contrasta con la laxitud con que se juzgan otras igual o más riesgosas, como la abultada deuda pública estadounidense. Los dictámenes de las agencias carecen, en realidad, de la más mínima rigurosidad argumental. El criterio técnico para medir la solvencia de un país consiste, de manera casi exclusiva, en las ventajas que pueda ofrecer a los especuladores o en su predisposición a restringir los derechos sociales. Nada más. Mientras más favorable se muestre un Gobierno a congelar pensiones o a “flexibilizar” las relaciones laborales, más confiable se presenta a ojos de los grandes evaluadores.

Este modus operandi, ejercido por un puñado de entidades con una posición dominante en el mercado, entraña una conducta delictiva. Sus dictámenes, escasamente transparentes y rigurosos, permiten manipulaciones arbitrarias en el precio de las cosas (art. 284 del Código Penal). Y la información que generan es susceptible de ser utilizada en beneficio económico propio (art. 285). El Gobierno español paga entre 365.000 y 530.000 euros anuales a las tres principales agencias por sus servicios, que luego pueden acabar beneficiando a otros clientes. Los principales tenedores de deuda pública española, por ejemplo, son bancos alemanes, franceses, británicos y holandeses. La mayoría son clientes de las agencias. ¿Cómo no ver el conflicto de intereses? ¿Cómo excluir que estas entidades puedan beneficiarse de manera ilegítima de informes que a menudo se emiten minutos antes del cierre de las bolsas?

Muchas de estas operaciones deberían haber sido objeto de control por parte del Banco de España o de la Comisión Nacional de Valores. Pero ello no ha ocurrido. Por el contrario, si los gobiernos víctimas de la especulación carecen de autoridad para cuestionarla es precisamente porque su connivencia con ella ha sido todo menos excepcional. Es en ese contexto donde la acusación popular ante los tribunales cobra más sentido. Como herramienta jurídica, ciudadana, contra la impunidad de una coalición oligopólica dispuesta a sacrificar al altar de sus beneficios los derechos políticos y sociales de poblaciones enteras. El multimillonario Warren Buffet, uno de los propietarios de la agencia Moody’s, ha podido decirlo sin ambages: “Esto es la lucha de clases, y la mía, la de los ricos, la está ganando”. Seguramente tiene razón. De lo que se trata, sin embargo, es de ponérselo difícil, obligándoles a rendir cuentas, al menos esta vez, por sus crímenes económicos.

Jaume Asens y Gerardo Pisarello, Las agencias al banquillo, Público, 06/04/2011

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