La fe en el progrés és una superstició.





La fe en el progreso es una superstición. Para el humanismo liberal tiene el mismo poder que antes tenía la religión revelada. La cosmovisión laica es un pastiche de ortodoxia científica y esperanzas devotas. Todo esto nos dice John Gray en un libro ya clásico que ahora reedita Sexto Piso. La idea no es nueva, fue agriamente debatida por ­Naphta y Settembrini en aquella montaña mágica. Lo que sí es nuevo es el empeño de desenmascarar a cristianos viejos tras la careta del humanismo. Liberales que nunca se cansan de predicar que somos libres de vivir como queramos. Para Gray, la idea de que el libre albedrío nos diferencia de los animales es una herencia (nefasta) del cristianismo. Y lo mejor sería desembarazarse de ella. La doctrina cristiana de la salvación se ha transformado en un proyecto de emancipación humana universal.

La ciencia, al aumentar el poder humano, aumenta al mismo tiempo los defectos de la naturaleza humana. Y eso empieza a ser un problema. No es lo mismo ser ambicioso con un tirachinas que con un ordenador cuántico o armas biológicas y genéticas. La idea del progreso descansa en la creencia de que el incremento del conocimiento produce un avance de la especie. En esa falacia hay un peligro real y una amenaza para la libertad, que es el meollo de todo lo vivo.

Al inglés, que tiene nombre de pintor, le gustan también el taoísmo, el hinduismo y el animismo, donde todos los seres están emparentados. “El error esencial del cristianismo es considerar a los humanos diferentes del resto de los animales”. Pero no identifica que el origen de esta idea (que detesta) lo encontramos en el Génesis y en Descartes. Frente a la physis animista y pagana de Aristóteles, el francés apostó por una physis mecanicista. De ahí el triunfo de la física. Desde entonces, los perros y el resto de los animales son máquinas, mientras que los humanos son libres y pensantes.

Gray advierte, como hacen hoy muchas otras voces, que la humanidad nunca llegará a dominar la tecnología. No es la competencia de los Estados lo que hace a la tecnología ingobernable, sino la propia tecnología. “La capacidad de diseñar nuevos virus para su uso en armas genocidas no precisa enormes recursos de dinero”, escribe en 2003. Los gobiernos son cómplices de su propia impotencia, al ceder el control sobre la tecnología al mercado. El capitalismo tiene estas cosas. “Aunque se prohíba la modificación genética en cultivos, animales o humanos, en determinados países seguirá adelante”. Y cuando sea posible clonar humanos, se desarrollarán prototipos de combate en los que ciertas emociones como la compasión estarán inhibidas. “La ingeniería genética podrá erradicar enfermedades antiguas, pero se convertirá en el arma favorita de futuros genocidas”. Ignorar el potencial destructivo de las nuevas tecnologías supone ignorar la historia. El progreso de la técnica deja un único problema sin resolver: la debilidad de las pasiones humanas. Mientras tanto, “los fundamentalistas científicos seguirán afirmando que la ciencia es la búsqueda desinteresada de la verdad”. 

Juan Arnau. El paganismo, la vía de escape, El País 17/02/2024

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