Ètica empresarial.










Como recoge el economista Richard H. Thaler en Todo lo que he aprendido con la psicología económica, Apple y Sony Music incrementaron los precios de los discos de Whitney Houston en iTunes después de la muerte de la cantante. Y Uber incrementó sus precios en Nueva York durante una gran ventisca, lo que llevó a que interviniera el fiscal general del Estado y pusiera límite a esa subida.

Muchos economistas defienden que la única obligación de una empresa es hacia sus accionistas. Los empleados y clientes solo son herramientas para que la compañía registre beneficios. No importa nada más porque sin beneficios, no hay empresa y sin empresa no hay ni puestos de empleo, ni sueldos, ni paraguas.

‌Estos grandes almacenes seguirían, al menos en parte, las ideas del economista y filósofo Adam Smith. Él escribía en La riqueza de las naciones que "no es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés". Lo que incentiva la producción y la riqueza es la competencia, y lo que determina los precios es la ley de la oferta y la demanda. A largo plazo los factores se equilibran y los consumidores acaban obteniendo lo que desean al precio al que están dispuestos a pagar.

‌Dejarse guiar por la mano invisible del mercado no es malo, por mucho que nos pueda fastidiar al intentar comprar un paraguas: cuando alguien sigue su propio interés “a menudo promueve el de la sociedad de manera más efectiva que cuando tiene la intención de promoverlo -escribe Smith-. Nunca he sabido de mucho bien hecho por aquellos que pretendían comerciar en beneficio del público”.

‌Adam Smith no sostenía que el mercado debiera anteponerse siempre a todo: al contrario, defendía que había bienes importantes que debían quedar fuera, como la defensa, la justicia, las obras públicas y la educación. La mano invisible llega hasta donde llega. Pero, probablemente, llega hasta los paraguas.‌

En su Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Immanuel Kant escribe que un buen tendero no cobraría precios abusivos a sus clientes incautos, aunque solo sea por no perder clientes a cambio de una ganancia a corto plazo. Esto no significa que su acción se atienda al deber ético: se puede deber solo al egoísmo. En este caso, su objetivo sigue siendo que los beneficios crezcan.

‌Este egoísmo ético es lo máximo que algunos defensores del libre mercado están dispuestos a admitir: si no es habitual que el precio de los paraguas suba cuando llueve solo es, defienden, para seguir vendiendo paraguas dentro de unos meses. Es decir, para seguir pensando en los accionistas, pero durante más tiempo.

‌Esto nos puede parecer insuficiente, pero al menos admite algo que es importante: incluso quienes aseguran que las empresas no deberían darle ninguna importancia a la ética son conscientes de que los consumidores sí se la vamos a dar, al menos de vez en cuando. No excusamos a las empresas porque sean empresas, sino que juzgamos sus acciones, y las de sus directivos y empleados, igual que juzgamos las de políticos, vecinos o las nuestras.

‌Esto es especialmente importante para muchas compañías. Por ejemplo, nadie se sentiría cómodo pagando por un periódico que no defiende unos valores que comparte. Y los problemas que tienen empresas como Glovo y AirBNB no son solo legales: muchos prefieren no ser clientes suyos por motivos éticos.

Como recuerda el filósofo británico Geoffrey Klempner en su libro Ethical Dilemmas, los negocios no son un ámbito separado por completo del mundo. Cuando llegamos a trabajar, no dejamos nuestras preocupaciones y valores en la puerta. Seguimos siendo responsables de las consecuencias de nuestros actos y las empresas no tienen un salvoconducto que las declare exentas de la ética siempre que ganen dinero.

‌El mundo de la empresa ni siquiera necesita normas éticas particulares, al menos en opinión del filósofo británico Alasdair McIntyre. Cuando un abogado o un farmacéutico hablan de si hay que decir la verdad y cuándo, “no hacen otra cosa que reabrir la conversación general sobre la verdad”. Simplemente han de tener en cuenta el contexto en el que están, como todo el mundo (citado en Learning from McIntyre, editado por Ron Beadle y Geoff Moore).

‌McIntyre, nacido en 1929, es conocido sobre todo por Tras la virtud, donde defiende una ética de las virtudes con base aristotélica, por lo que desconfía de cálculos consecuencialistas como los que veíamos en el apartado anterior. Las virtudes son cualidades personales adquiridas, es decir, que aprendemos mediante la práctica de actividades humanas complejas, sociales y cooperativas con las que buscamos bienes concretos.

‌Estas prácticas se llevan a cabo en instituciones como la escuela, la prensa o, por supuesto, las empresas en las que trabajamos. Las instituciones han de estar dirigidas por personas que también ejerciten las virtudes que son necesarias para la institución. En caso contrario, estos gestores podrían preferir bienes externos (un soborno) a los internos (recetar el medicamento más apropiado para el paciente).

‌Es verdad que las empresas tienen que ganar al menos el suficiente dinero como para no cerrar. Pero esto no significa que puedan pretender que no valoremos nada más aparte de los resultados trimestrales y que no tengamos en cuenta que nos mientan o se aprovechen de nosotros o de sus empleados, por no hablar de si incumplen la ley. Las empresas y nuestro trabajo también son parte de nuestra sociedad y de nuestras comunidades, y su actividad no hace que estén al margen de consideraciones éticas. 

Jaime Rubio Hancock, El interés del cervecero: ética para accionistas, Filosofía inútil 07/02/2024

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