Gossos, humans i Pavlov.
Pocos fisiólogos han sido más populares que el ruso Iván Petróvich Pávlov (1849-1936). Refresquemos la memoria: cuando se acerca un cuenco con comida a un perro, este empieza a salivar sin que medie el contacto entre el hocico y el recipiente; basta con que la huela. Esto resultaba evidente hasta que Pávlov observó que los canes ya salivaban con la mera presencia de la persona que los alimentaba, lo que le llevó a la conclusión de que el reflejo de la salivación era perfectamente condicionable. En sus estudios no hubo campana alguna, como incluye el relato que recibimos y que hemos ido transmitiendo, ni experimentos psicológicos. Lo que investigaba el futuro Premio Nobel (1904) era, simple y llanamente, la digestión de estos animales.
El hallazgo ya lo apuntó previamente Aristóteles en su ley de contigüidad: «Cuando dos cosas suelen ocurrir juntas, la aparición de una traerá la otra a la mente». Incluso Descartes describió el organismo humano como una máquina fisiológica de gran precisión, mientras Sechenov, maestro de Pávlov, en su ensayo Los reflejos cerebrales afirmaba que los comportamientos humanos se basan en reflejos, es decir, en respuestas desencadenadas por la información recibida por los sentidos. Pero fue Pávlov quien sistematizó su hipótesis y la corroboró, originando una de las corrientes con mayor proyección de la psicología: el conductismo, basada en el aprendizaje por asociación.
Precisamente, la teoría del condicionamiento clásico en humanos recoge los cuatro elementos básicos de Pávlov: estímulo incondicionado (aquel que cuenta con una carga significativa y, por tanto, desencadena por sí mismo un reflejo –la comida–), la respuesta incondicionada (la reacción que provoca en el sujeto el estímulo incondicionado –la saliva del perro–), el estímulo condicionado (en inicio, neutro, pero que asociado a algo ajeno a él origina una respuesta convenida –la supuesta campana o la presencia del portador del comida–) y la respuesta condicionada (aquella provocada por el estímulo condicionado –que el perro salive al escuchar la campana o con la mera presencia de quien les lleva comida–).
Para corroborarlo, el psicólogo norteamericano John Watson realizó un ensayo con un bebé de once meses, conocido como «el experimento del pequeño Albert», donde le indujo a temer a una rata blanca, que, a priori, no le causaba recelo alguno. Simultáneamente, se le mostraba al animal y sonaba un ruido estremecedor (el golpe de un martillo sobre una lámina metálica). Tras varios ensayos, el niño lloraba desconsolado con tan solo ver la rata. Este es el modo clásico en que aparecen las fobias: una mala experiencia condiciona nuestro comportamiento.
Del mismo modo actúa el efecto placebo, esa sustancia que carece de contenido farmacológico pero que puede tener un efecto terapéutico si el paciente así lo cree. El placebo es otro tipo de condicionamiento: el hecho de tomar una pastilla desencadena una reacción física que, en muchos casos, hace que nos sintamos mejor. Aunque lo que ingiramos sea una cápsula de azúcar. Lo más asombroso es que el efecto placebo actúa incluso cuando el sujeto sabe que está tomando un placebo, como apuntan numerosos estudios, equilibrando la actividad del sistema nervioso simpático (responsable de la presión y frecuencia cardíaca, la presión arterial, etc.) y reduciendo la producción de cortisol (la hormona del estrés).
El efecto nocebo opera de forma idéntica, pero en negativo. Será en vano obligar a acudir al psicólogo a aquel que ya tenga una resistencia inicial, por ejemplo. Es más: ya existen investigaciones sobre algunos efectos adversos a la vacuna de covid-19 asociados a la certeza del paciente de que iba a causarle daños secundarios. De ahí que se recomiende a los médicos tratar con amabilidad al paciente, darle explicaciones sin abrumarle y cultivar su confianza, de manera que se despliegue toda una liturgia alrededor del tratamiento. Las batas blancas, las pruebas, los medicamentos, las recomendaciones refuerzan los efectos positivos en el sujeto.
Por lo que respecta a las técnicas más frecuentes de condicionamiento clásico, destacan cuatro: contracondicionamiento, desensibilización sistemática, inundación y terapia aversiva. La primera quiebra la respuesta indeseada y la sustituye por otra más propicia –en casos de alcoholismo, se prescriben fármacos como el Disulfiram, que provocan náuseas y mareos combinados con la bebida, de manera que termina por no ser apetecible–. La desensibilización sistemática, en segundo lugar, inhibe progresivamente la ansiedad que disparan determinadas situaciones por medio de la relajación, para romper el vínculo entre lo que causa el estrés (miedo a la altura o la oscuridad, por ejemplo) y la respuesta de angustia. La tercera, terapia implosiva, consiste en enfrentar al paciente a sus fobias sin atenuante alguno para que compruebe que es capaz de superarlas y no las evite. Por último, la terapia aversiva, que emplea el castigo para corregir ciertas conductas (¿recuerdan cómo extirpan la violencia a Alex DeLarge, protagonista de La naranja mecánica? Algo así, pero dulcificado).
Volviendo a Pávlov: los perros con los que experimentó tenían nombres. Los anotaba en sus cuadernos: Comadreja, Mancha, Gitano… Al igual que cada uno de los pacientes que se pone en manos del conductismo. «Condiciona a la gente para que no espere nada y tendrás a todos excitados con la mínima cosa que les ofrezcas», decía.
Esther Peñas, El hombre, ese otro perro de Pavlov, ethic.es 30/03/2022
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