La vida descarada dels cínics (Michel Foucault).
La noción de verdadera vida (alethés bíos) se construye en función del principio general de que
lo alethés es lo no oculto, lo no
disimulado. La verdadera vida es la vida no disimulada, la vida que no oculta
ninguna parte de sí misma, y ello porque no comete ningún acto vergonzoso,
ninguna acción deshonesta, reprobable, que pueda suscitar la censura de los
otros y hacer ruborizar, porque no tenemos motivos para ruborizarnos. (…)
El cinismo retoma el tema de la vida no disimulada de
manera constante. Pero sólo lo hizo a través de una suerte de alteración, de
transvaloración que hace de su aplicación un escándalo.
¿Cómo se produce esta alteración, esta transvaloración?
Ante todo, de la manera más simple, más inmediata, más directa, para decirlo de
algún modo: mediante una dramatización del principio de no disimulación, su
dramatización en y por la vida misma. Para los cínicos, la regla de no
disimulación ya no es, como podía serlo en Epicteto o en Séneca, un principio
ideal de conducta. Es la formalización, la puesta en escena de la vida en su
realidad material y cotidiana: bajo la mirada concreta de los otros, de todos
los otros o, en todo caso, de la mayor cantidad posible. La vida del cínico
carece de disimulo en el sentido de que es real, material, físicamente pública.
(…)
En la vida cínica no hay intimidad, no hay secreto, no
hay existencia de publicidad. (…) el cínico vive en las calles, reside en las
puertas de los templos. Come y satisface sus necesidades y sus deseos en
público. Acude a todas las grandes concentraciones del pueblo. Se lo ve en los
juegos, en los teatros. Da a todos testimonio de su propia vida. (…)
Pero esa dramatización, esa teatralización del principio
de no disimulación, se acompaña enseguida de una inversión de sus efectos, de
modo que la vida cínica, que es en realidad la más fiel a aquel principio,
aparece, por el hecho mismo de esa radicalización, como radicalmente otra e
irreductible a todas las demás. El juego por el cual esa dramatización va a
convertirse en escándalo y en la inversión misma de la vida no disimulada de
los otros filósofos es el siguiente: una vida disimulada es una vida que no
oculta nada de lo que no está mal, y no hace el mal porque no disimula nada.
Ahora bien, dicen los cínicos, ¿puede no haber nada de malo en lo que la
naturaleza quiere y en lo que ha puesto en nosotros? Y a la inversa, si en
nosotros hay algo malo o hacemos algo malo, ¿no es que los hombres han agregado
a la naturaleza por sus hábitos, sus opiniones, sus convenciones? De manera que
la no disimulación, si debe ser garantía y el aval de una vida completamente
buena, de una vida que será buena por ser visible en su totalidad, pues bien,
no debe retomar y aceptar los límites habituales, tradicionales del pudor, esos
límites que los hombres establecieron por convención y que imaginan
indispensables. Al contrario, debe poner de manifiesto, sin límite ni
disimulación, aquello que, en el ser humano, es del orden de la naturaleza y,
por lo tanto, del orden del bien. Es decir que la no disimulación, lejos de ser
la recuperación y la aceptación de las reglas de pudor tradicionales que nos
llevan a ruborizarnos si hacemos el mal delante de los otros, debe ser el
fulgor de la naturalidad del ser humano bajo la mirada de todos. (…) Diógenes
comía en público, cosa que, en la Grecia tradicional, no era fácil de admitir.
Y, sobre todo, se masturbaba en público. (…) La vida pública será pues una vida
de naturalidad patente y enteramente visible, como una manera de destacar el
principio de que la naturaleza jamás puede ser un mal. La dramatización cínica
de la vida no disimulada resulta ser entonces la aplicación estricta, simple, y
en un sentido lo más tosca posible, del principio de que hay que vivir sin
tener que ruborizarse por lo que uno hace (…) El pensamiento filosófico
tradicional, bajo la consigna de la vida no disimulada, planteaba o prolongaba
en el fondo la exigencia del pudor, aceptaba sus hábitos. El cinismo, al
aplicar al pie de la letra el principio de no disimulación, hizo volar en
pedazos el código de pudor al que ese principio, implícita o explícitamente,
seguía asociado. Eso es la vida impúdica, la vida en la anáideia (la vida descarada). (…) De resultas, la vida filosófica
aparece como radicalmente otra en comparación con todas las formas de vida
restantes. (263-268)
Clase del 14 de
marzo de 1984. Segunda hora.
Michel Foucault, El coraje de la verdad, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires
2010
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