La moderna balsa de la Medusa.






Cuando se cumple un siglo de aquel comienzo esperanzado que fue la República de Weimar y poco más de cien años de la terrible Revolución Bolchevique, bellos o pérfidos sueños que le costarían a Europa millones de vidas, a esa mediocridad autoconstituida en Dios que es el hombre actual –narcisista, frívolo y soberbio– le ha parecido una buena idea ponerse a jugar con la historia como si el tigre fuera un gatito. Y así, ni cortos ni perezosos, unos muy ocurrentes ciudadanos del Reino Unido, Italia o España consideran que éste es un buen momento para gastarle bromas al destino y hacer experimentos con las soberanías nacionales: el Brexit, el Catalexit, el Italexit, más los populismos/nacionalismos de todos los colores. La solución “brillante” que se les ha ocurrido se llama separación. Unas son separaciones altivas y despectivas: “America First”; otras, de élites nostálgico-crepusculares: el Brexit de Boris Johnson y sus “geniales” antecesores; y otras, como el separatismo/secesionismo vasco o catalán, son de escopeta nacional, es decir, un reflejo delirante, esperpéntico y chapucero de las otras. Todos ellos se alimentan de magias políticas que ofrecen soluciones milagrosas y cielos prometedores llenos de mentiras. O sea, fake news. La idea “prodigiosa” que venden es ésta: consideran más fácil salvarse de un naufragio histórico nadando solos en medio de olas gélidas y gigantes que permaneciendo abrigados en una modesta barquichuela, llámese España o Europa.
Engaños e ilusiones aparte, la realidad es que seguimos sentados sobre el mismo volcán, y, como nos empeñemos, hasta tendremos ocasión de comprobarlo. Pero, de momento, preferimos olvidarlo. Al fin y al cabo, somos una época pueril y prepotente, combinación más explosiva que la pólvora. A nuestro tiempo le encanta lo histriónico: lo friki, las incongruencias, los malabarismos lógicos, las inconsistencias, convertir a los peores sujetos en grandes redentores y a los verdugos más crueles en víctimas desgraciadas, nos gustan los payasos y las payasadas y sobre todo aplaudir y aplaudirse. Payaso fue Mussolini, por citar un caso palmario; lo fue también Hitler, aunque lo pinten de genio: histriónico en formas, en gesticulaciones, en su hipertrofiada retórica, en ideas políticas y en acciones. Lo son también, y en altísimo grado, Boris Johnson y Donald (nombre de pato) Trump. Por no hablar de Puigdemont y de su sucesor, a título de “Augusto” (de circo), el señor Torra. En estas situaciones de crisis, el pueblo se vuelve, más pronto que tarde, entusiasta adorador de los más osados payasos. A este gangoso menosprecio de la historia lo llaman ahora “disponibilidad heurística”, lo que viene a significar olvidar lo incómodo o molesto, por ejemplo, el gigantesco depósito de crímenes, locuras y desastres que fue el siglo XX. Escribió La Rochefoucauld: “ni al Sol, ni a la muerte se les puede mirar fijamente” a la cara. Tampoco al siglo XX. Como avestruces, pensamos que “perfumando” abundantemente nuestra memoria (desmemoriada) y lo acontecido (digamos el nacionalismo, el estalinismo, el nazismo, los fascismos, ETA o los desvaríos secesionistas) se vive más plácidamente. Nos sentimos en una especie de presente eterno y pensamos, encima, que lo tenemos controlado.
Luis Meana, Cataluña como síntoma, religión, política o esperpento, fronteraD 22/11/2019

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