Mems i postveritats.
Nicolás Aznarez |
A mediados del siglo XVI, Juan Martínez Silíceo, arzobispo de Toledo, escribió la falsa Carta de los judíos de Constantinopla,en la que estos, dirigiéndose a los conversos de Zaragoza, les daban consejos: “Haced vuestros hijos clérigos, los quales con facilidad podrán violar sus templos y profanar sus sacramentos y beneficios”.
Cuando Quevedo escribió La isla de los monopantos ya sabía que la Carta era una falsificación, pero no por eso dejó de darle crédito: “No estoy tan cierto que les diesen este consejo los judíos de Constantinopla a los de España, como de que los judíos de España le han ejecutado”.
Estas dos obras, origen del mito de la conspiración judía, influyeron probablemente en los Protocolos de los sabios de Sión (San Petersburgo, 1902) donde se detallan los planes de una conspiración judeo-comunista-masónica para apoderarse del mundo. En 1921 quedó demostrado que los Protocolos eran una falsificación realizada por la policía secreta del zar.
Como en el caso de Quevedo y la Carta, Hitler sabía que los Protocolos eran falsos, cosa que no les hacía perder fuerza, así que los citó y propagó incansablemente.
También Netanyahu mentía cuando en octubre de 2015 afirmó que Hitler no pretendía exterminar a los judíos, y que fue el gran muftí de Jerusalén, Amin al Husayni, quien en 1941 le convenció de que lo hiciera. Con posterioridad Netanyahu se ha retractado parcialmente de estas declaraciones pero, como en el caso de la conspiración judía, la idea de conectar a los palestinos con el Holocausto resulta demasiado golosa para algunos.
Sin embargo, para mentir no es necesario caer en el bulo. Se puede mentir diciendo solo una parte de la verdad. Se destaca una pequeña parte de la verdad, se la ilumina, se la descontextualiza, se la carga de notas sentimentales... y ya tenemos esa pequeña parte de la verdad convertida en una descomunal mentira.
En los noticiarios existe una presuposición básica: aquello que se muestra es lo más importante de cuanto sucedió el día anterior. A menudo, lo que nos cuenta el noticiario es mentira porque transgrede esa presuposición: la noticia ocurrió, pero no es verdad que fuera más importante que otras que también ocurrieron y que no figuran en el noticiario. Un ejemplo: cuando una infracción de los derechos humanos relativamente leve en Cuba ocupaba muchísima atención, el horrendo genocidio de Guatemala (1981-1983) no ocupó casi ninguna. No se negaba ni se ocultaba, pero no se le daba importancia.
Mientras el mal periodismo utiliza verdades para mentir, la buena literatura nos muestra la verdad utilizando historias inventadas. No hay verdad más intensa que la expresada en el Quijote; ni hay mentira más flagrante que los sucesos reales de los tabloides.
En este sentido, las noticias falsas de Facebook son solo un pasito más: de mentir con verdades se pasa a mentir directamente con mentiras.
El buen bulo político triunfa porque tiene las cualidades necesarias para triunfar, convirtiéndose en lo que Richard Dawkins llamó meme. El meme, que se autorreplica y se comporta de manera similar a un gen, prende en los seres humanos un poco como los parásitos prenden en nuestra piel.
Se le puede preguntar a un lector del horóscopo si cree en él, y nos dirá que ni cree ni deja de creer: lo lee porque le hace gracia, sin plantearse si alguien ha tenido siquiera en cuenta la posición de los astros para escribirlo.
En todos los ejemplos mencionados observamos que la verdad posee un estatus devaluado. Como en este magnífico chiste: Muy satisfecho, un viejo le cuenta a otro que ha corrido cien kilómetros sin detenerse. El amigo le responde: “Eso es mentira”. Y el primero, sin perder un ápice de entusiasmo, le contesta: “Sí, es mentira, pero ¿a que es muchísimo?”.
La gracia del chiste reside en que la falsedad no invalida el razonamiento: pura posverdad.
En la narración literaria, que la historia haya ocurrido o no es indiferente. Su verdad, como veíamos en el Quijote, está en otro nivel. Ahora bien, en la época de la posverdad la propia realidad muestra esa misma indiferencia. Todo se mezcla y se confunde. Lo irreal es cada vez más real. Los efectos especiales recrean lo imposible; los dibujos animados cobran una tercera dimensión; la ficción se vuelve ensayística y el ensayo se vuelve ficción. Con Photoshop, la fotografía pierde su carácter testimonial y se convierte en obra plástica. Y la mecánica cuántica nos enseña que la realidad es inconcebible.
Pues si todo ocurre realmente en universos paralelos, entonces no hay por qué adjudicar a la mentira un rango inferior a la realidad. En un universo alternativo, Trump perdió las elecciones porque, tal como denunció de antemano, estaban trucadas. En un universo alternativo, Chávez destinó millones a Podemos; el atentado de Atocha lo cometió ETA; Dios creó el mundo en siete días; y los extraterrestres llevan años rondando el planeta Tierra.
Vivimos en un mundo incomprensible. La economía es incomprensible, con sus crisis de sobreabundancia; el arte es tan incomprensible como la informática y la filosofía. En otro tiempo la letra escrita mostraba claramente la verdad. Ahora podemos aferrarnos a una certeza por mera necesidad; pero la habremos atrapado a ciegas, tanteando en las tinieblas.
La rebelión de la mentira es la última de una serie de rebeliones, la más representativa de las cuales ha tenido lugar en la estimación del arte. Habiendo rechazado el juicio de los entendidos, el mundo moderno necesita aplicar al arte un criterio competitivo. Pero lo único que puede medirse del arte es su éxito cuantitativo. El youtuber Rubius siempre tendrá más audiencia que las Variaciones Goldberg porque es fácil de entender.
Por lo mismo que Rubius vence a las Variaciones Goldberg, la mentira vence a la verdad: porque tiene más éxito; y lo tiene porque está diseñada para tenerlo. La verdad es sosa, pero la mentira fue bien condimentada. “No hay vida en Marte” es un enunciado irremediablemente triste que nunca podrá competir con esta maravilla: “Marte está plagado de monstruos”. En un mundo en que todo se valora por su rendimiento, la mentira supera a la verdad.
Avergonzado, el aficionado a Bach ha aprendido que si quiere caer bien tiene que callarse, y el defensor de la verdad terminará sonrojándose, agachando la cabeza y guardándose la verdad para sí, no vayan a considerarlo un idiota engreído.
Adolfo Muñoz, Posverdades, El País 21/01/2017
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