243: John Keane, La democracia y la gran pestilencia










El poder que cedes es poder que concedes, el poder que se entrega se reclama con dificultad. El estado de emergencia hace que la gente se acostumbre a la subordinación. Nutre la servidumbre voluntaria. Es la madre del despotismo y, como Percy B. Shelley observó en La reina Mab, el poder arbitrario, “como una pestilencia desoladora”, guarda un extraño parecido con el virus que dice combatir.

Hay otra forma que tienen de desorientarnos los nuevos ideólogos y practicantes del estado de emergencia. Distraen nuestra atención desde fructíferas alternativas democráticas hacia las supuestas exigencias del estado de emergencia. En la región de Asia-Pacífico, Taiwán y Corea del Sur son ejemplares contramodelos que muestran que la pestilencia puede gestionarse sin maniatar las instituciones. Las cosas no son perfectas, pero el temprano detector de alarmas y los métodos de escrutinio público que utilizan para manejar el contagio prestan un nuevo significado al adagio socrático que dice que la vida no examinada no merece ser vivida. Esos gobiernos aplican los principios de “pensar en una emergencia” e “igualdad de supervivencia” (Elaine Scarry). Atacan constructivamente el virus asegurándose de que el espíritu de la oposición al poder arbitrario se haga viral. Practican la democracia monitorizada.

Los procedimientos transparentes y los flujos abiertos de comunicación son los lemas de sus sistemas de sanidad pública universal. “Aplanan la curva” al implicar y empoderar a los ciudadanos abiertamente para que tomen los asuntos en sus manos, por ejemplo, utilizando restaurantes drive thru e instalaciones hospitalarias especiales (a mediados de marzo de 2020, Estados Unidos tenía una media de 74 test por millón de habitantes, frente a los 5.200 por millón de Corea del Sur). Taiwán, donde la vida cotidiana continúa como de costumbre, con relativamente pocas infecciones y prácticamente ninguna muerte, fue rápido al controlar (el 31 de diciembre de 2019) los vuelos procedentes de Wuhan. Aprendió lecciones de los estallidos del SARS en 2003 y de H1N1 en 2009. Durante varios años, el país acumuló máscaras, agentes higiénicos, pruebas y otros equipos. El gobierno taiwanés ha sido claro sobre el uso de la geolocalización de móviles para ubicar el paradero de las personas infectadas, y sobre el uso de esos datos para crear “vallas electrónicas” en torno a otros que pueden haber estado infectados. En un caso sin precedentes, creó un cuerpo monitor paragubernamental llamado Comandancia Epidémica Central (CECC). Compuesta por médicos seleccionados de todos los niveles del sistema sanitario del país, da informes diarios a los ciudadanos y comparte la capacidad de tomar decisiones con el ministro de Salud y Bienestar.

La fórmula que funciona en estos países es que el estado de emergencia solo se hace necesario cuando la democracia fracasa. Sabemos que los mercados no regulados fracasan, pero también lo hacen las democracias. Mi libro Power and humility (2018) muestra que, en ausencia de un organismo público de vigilancia y mecanismos de denuncia para el escrutinio y la contención democrática, las cosas suelen salir mal en sistemas complejos de poder. El fracaso democrático ocurre. La ecuación es casi matemática: sin robustos mecanismos de fiscalización, las poderosas organizaciones estatales y empresariales acaban teniendo el cerebro de un guisante. Se vuelven imprudentes. El resultado es, de manera típica y no excepcional, retrasos temerarios y decisiones estúpidas que hieren las vidas de ciudadanos y dañan su entorno.

En otros lugares del mundo los ciudadanos necesitarían rechazar el principio probado de que los virus mutantes adoran la falta de fiscalización pública. Más súbditos que otra cosa, los ciudadanos abrazarían el actual estado de emergencia y en general ignorarían el mensaje fatídico. Bajarían la cabeza, solo necesitarían seguir en cuarentena. Garantizarían que en esta crisis las democracias se convertirían en su peor enemigo. La consecuencia sería que las formas chinas de manejar el poder estrecharían su control sobre grandes partes del mundo. Un nuevo despotismo diestro en las artes de extender la servidumbre voluntaria, lo que a los intelectuales chinos les gusta llamar “buen gobierno” (liánghǎo de zhìlǐ), sería un rasgo formativo del pestilente futuro de nuestro planeta. El despotismo sería el futuro de la democracia.

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