263: Juan Ignacio Pérez, Covid-19: del conocimiento científico a la decisión política.





Para mejor entender el papel de la ciencia en la crisis conviene saber de sus fortalezas y debilidades. Está, en primer lugar, el hecho de que no ofrezca certezas. El carácter provisional del conocimiento científico es percibido como una debilidad, pero en realidad en ello radica su fortaleza.

Por otro lado, la incertidumbre no afecta por igual a todas las disciplinas. En la física y la química es relativamente sencillo fijar variables y seleccionar los factores cuyos efectos se quieren estudiar; sus predicciones tienen altísimo grado de fiabilidad. En sistemas complejos o azarosos, como los biológicos o los sociales, no es fácil, o ni siquiera posible, fijar variables o aislar sus efectos. En el tema que nos ocupa es muy difícil, porque en el estudio de las epidemias confluyen el conocimiento del patógeno, el de sus víctimas potenciales, y las interacciones entre ellas y dinámica social de la que depende su propagación. La dificultad para generar conocimiento válido en un sistema tan complejo es enorme. Por eso no es extraño que las predicciones epidemiológicas tengan mucha incertidumbre. Tienen la dificultad añadida de que las medidas basadas en sus recomendaciones tienen el efecto potencial (buscado) de alterar el curso de la pandemia, de manera que, a veces, su éxito puede ser interpretado socialmente como un fracaso.

En tercer lugar, el comportamiento de los científicos puede tener consecuencias perjudiciales también. Todos tenemos principios, preferencias e intereses, y nadie está a salvo del efecto de ciertos sesgos. En una crisis como esta actúan fuertes incentivos sobre la comunidad científica para generar rápidamente conocimiento y darlo a conocer. El deseo genuino de contribuir a encontrar soluciones, el prestigio y otras recompensas empujan a adelantarse a la hora de publicar resultados y proponer soluciones. Se ha generado así mucha información que resulta, en primer lugar, difícil de dar a conocer y, por lo tanto, de valorar, asimilar y utilizar. Lo malo es que, a la vez, parte de ese conocimiento que no sido sometido a contraste circula hacia el público sin intermediación cualificada, dando lugar a bulos e ideas sobre falsas soluciones. En un contexto normal, esos problemas tienen su tratamiento ya que la comunidad científica cuenta con mecanismos de autocorrección que, aunque no garanticen un funcionamiento impecable, sí evitan desviaciones peligrosas. Pero en una emergencia las cosas no funcionan igual, porque hay urgencia por encontrar soluciones. 

 

Y luego están los sesgos, tanto de carácter cognitivo como ideológico. La ciencia, como sistema, actúa autocorrigiéndose cuando funciona bien. Pero eso no quiere decir que quienes la hacen se autocorrijan, sino que unos corrigen lo que otros proponen. En el contexto de la crisis Covid19 y por sus implicaciones políticas, los sesgos ideológicos pueden tener una mayor proyección y consecuencias. Un repaso por la historia de la ciencia nos permitiría conocer más de un ejemplo en el que la cosmovisión, creencias religiosas o ideología política han conducido a la formulación de hipótesis o teorías que más adelante se han demostrado erróneas. Como he dicho antes, eso es algo que antes o después se acaba corrigiendo, porque la comunidad científica somete los postulados y modelos de sus miembros a contraste. El problema es que eso requiere tiempo. Y en una crisis sanitaria, social y económica como la que vivimos, el tiempo es un bien escasísimo y las correcciones tardan en llegar.

Por último, las decisiones políticas deben tomar en consideración el conocimiento experto, sí, pero ese conocimiento no debe ser el único criterio. A las autoridades los expertos han de proporcionarles modelos con las consecuencias más probables de cursos alternativos de actuación. Pero a partir de ahí, los responsables políticos han de considerar otros elementos y, ante todo, una definición de los bienes a preservar. Porque en última instancia, todas las decisiones son políticas.

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