Reivindicar el dret inalienable a patir.
¿Se puede evitar el dolor derivado de la relación con los otros? ¿Es bueno evitarlo? ¿Es legítimo siquiera proponerse o incluso reclamar como derecho una relación con el otro exenta de conflicto y, por consiguiente, de dolor? Pues bien, me parece que nuestras sociedades tecnologizadas y medicalizadas, por motivos al mismo tiempo económicos y culturales, están materialmente conformadas en torno al propósito de bloquear e impedir los “duelos”. El duelo mismo se ha convertido en una enfermedad que hay que tratar, de manera que enseguida aparece un psiquiatra, y no un cuervo, detrás de cada cadáver real o afectivo que sacude nuestra existencia. Lo que antes sólo lo curaba el tiempo ahora hay que curarlo en el tiempo, mediante una intervención de emergencia, farmacológica o terapéutica, que borre lo más deprisa posible el acontecimiento luctuoso.
Me atrevo a pensar que una de las razones por las que nos encontramos sin recursos antropológicos para afrontar la presente crisis es la convicción subjetiva de nuestro derecho a la felicidad, asociado a la consideración de la adversidad misma como una enfermedad, y no como una experiencia, y al abordaje de las relaciones humanas como protocolos de consumo sin consecuencias. Se pueden evitar las relaciones humanas, como hacen los misántropos y hacían los filósofos cínicos en la Antigüedad; pero no se pueden evitar los dolores si se aceptan las relaciones humanas, porque sobre esos “duelos”, jalones en el recorrido de la vida, se construye al mismo tiempo el texto de la comunidad y la propia biografía.
El feo, castizo, brutal refrán (“el muerto al hoyo, el vivo al bollo”) se ha convertido en la regla de comportamiento, y de ambición naturalizada, de una sociedad que pretende mirar, tocar, amar sin dolor alguno, olvidando que no puede haber ningún verdadero compromiso en el tiempo –ni ningún verdadero enganche en el espacio, ni siquiera con los ojos– sin conflicto y sufrimiento; y que, por lo tanto, la pretensión de suprimir el dolor sólo puede hacerse a costa de suprimir el tiempo y el espacio mismos como condiciones radicales de nuestra sensibilidad. De alguna manera eso ha ocurrido ya: la tecnología nos ha dejado fuera del espacio y del tiempo, esas dos enfermedades mortales contra las que, en paralelo a nuestras fantasías artefactas, no hay ningún tratamiento posible.
Hasta qué punto esta ilusión de una vida humana sin dolor se ha generalizado como horizonte axiológico lo demuestra el hecho de que incluso el feminismo ha acabado por reivindicar la seguridad total como fundamento de las relaciones sexuales y amorosas. Si hay una frase que me irrita profundamente es esa que proclama que “si es amor, no duele”. Entiendo que se quiera deslindar el amor de los malos tratos, pero no debería hacerse a costa de alimentar la ilusión de que sólo hay verdadero amor si “no duele”, en la serenidad y el equilibrio, porque lo único que no duele entre seres humanos es el intercambio contractual de objetos –mercancía por dinero, por ejemplo–, cuyo modelo más trivial es la relación cajero-cliente en un supermercado, modelo que, extrapolado a las relaciones sociales y afectivas, nos sitúa no en el punto más distante del amor sino en su contrario estricto. El amor duele. La belleza duele. La maternidad duele.
Entre cuerpos, en el espacio y en el tiempo, todo es potencialmente doloroso.
Hay algo, pues, política y moralmente peligroso en la negación organizada del dolor enraizado en el espacio y en el tiempo. Contra el “duelo” salimos tecnomédicamente de nuestros cuerpos a un exterior donde no corremos ningún riesgo; ni siquiera el de tropezar ya con una cursi amapola comunista. Si queremos acabar con la fealdad, lo mejor es acabar también con la belleza; si queremos acabar con la mentira, lo más eficaz es acabar también con la verdad; si queremos acabar con los duelos, lo más radicalmente seguro es acabar también con los compromisos. Porque todo viene en el mismo paquete, sí, y como en racimo y de la mano; y si se puede –y se debe– aliviar la ciática y buscar una vacuna contra la covid-19 (y contra el machismo, la desigualdad y la ignorancia) no hay utopía más peligrosa que la de creer que se puede amar otro cuerpo sin exponer el propio y sin exponer también el alma; la de creer que la felicidad es un producto sanitariamente garantizado y la infelicidad una enfermedad o un crimen; la utopía de la confusión –es decir– entre felicidad y seguridad. Esa es en realidad la distopía “romántica” en la que vivíamos cuando disrumpió el virus nuestro sueño. Y que deberíamos sacudirnos de encima antes de ceder a la tentación del autoritarismo tecnocientífico y sus promesas de normalidad indolora.
Tenemos derecho a las condiciones sociales para ser felices, pero no la obligación individual de serlo. Es un buen momento, en efecto, para reivindicar, al contrario, nuestro derecho inalienable a sufrir sin cuervos ni paños calientes.
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