277: José María Agüera Lorente, ¿Qué quieren cuando piden libertad? El Estado democrático y los límites de la libertad
La noción de libertad que subyace a expresiones como las traídas aquí del veterano prócer es que ser libre es igual a hacer únicamente lo que a mí me gusta; o, dicho de otro modo, que mi libertad queda coartada siempre que limitan mi capacidad de hacer lo que a mí me dé la gana, la cual de este modo queda elevada a derecho inalienable. Es el modo adolescente, irreflexivo, de concebir la libertad, refractario a la autoridad, incluso a la del propio individuo sobre sí mismo, que es la que le otorga autonomía frente a los impulsos y caprichos que son suyos, pero que le apartan de lo que le conviene. Es la libertad sin conciencia del límite. Se trata de una actitud que me atrevo a decir forma parte del núcleo de una corriente política que a menudo quiere prestigiarse arrogándose la vitola de liberal, pero que anima en realidad un conjunto de intereses de ciertos sectores que no admiten recorte alguno de sus privilegios, porque no les da la gana. Queda más políticamente correcto enarbolar el estandarte de la libertad que negarse a obedecer ciertas normas que limitan mis ventajas en un acariciado estado de cosas en el que impera la ley del más fuerte.
Ahora bien, el reconocimiento de los límites de la libertad propia es imprescindible para hacer posible una convivencia democrática. En un Estado democrático es un elemento esencial del ejercicio de la libertad individual la responsabilidad. Libertad y responsabilidad son dos caras de una misma moneda de forma equivalente a cómo ocurre en el caso de los derechos y los deberes. La responsabilidad supone el compromiso (moral, jurídico o político) de responder ante las consecuencias de nuestras acciones llevadas a cabo en un contexto donde es real el ejercicio del libre albedrío, es decir, el poder elegir qué queremos hacer dentro de unas circunstancias dadas.
Es parte de esa responsabilidad no perder nunca de vista lo que en economía se conocen como externalidades o efectos secundarios, es decir, lo que se deriva de nuestras acciones que afecta a otros que no tienen la opción de evitar padecerlo. Quien decide cada mañana desplazarse a su trabajo distante no más de tres kilómetros en su SUV de alta gama polucionando el aire, cuando podría hacerlo por otros medios menos contaminantes, causa una innegable externalidad negativa. El ciudadano que así procede esgrimirá que es libre de decidir por qué medio se mueve de un lado a otro de la ciudad; pero es responsable de un perjuicio para la salud que se impone al resto de la sociedad de la que es parte integrante, lo quiera ver o no. Lo mismo si se sube a ese coche cargadito de unas cuantas copas de vino. Aquí se presenta una interesante cuestión filosófica ya apuntada, y que es una muestra más del fascinante y vasto catálogo de las paradojas humanas, porque si lo que motiva las conductas de ambos ejemplos es una voluntad débil (pereza para el esfuerzo físico o dificultad para decir basta cuando se bebe), una coerción del Estado que obligara a usar la bicicleta en un caso y a parar de beber tras la primera copa de vino en el otro, contribuiría a una ganancia de autonomía para el individuo. En ninguno de los dos supuestos la coerción normativa es muestra de paternalismo sino de garantía de justicia.
Esta es una de las obligaciones que justifican la existencia de un Estado democrático: garantizar una forma de interrelación entre sus diversos integrantes en la que todos ellos puedan vivir en circunstancias en las que sea real la práctica de su libre albedrío. En la comunidad cívica ideal todos sus miembros tienen conciencia del límite a la hora de ejercer su libertad individual; pero en la real existen los vecinos que ponen la música demasiado alta y los políticos que disponen demasiado libremente de recursos que son de todos. A quienes se conducen de este modo los que padecemos los efectos dañinos de sus acciones queremos que se les ponga límite. La cuestión neurálgica, en definitiva, en lo que a la libertad política se refiere, es dónde se traza ese límite a la hora de restringir las acciones de los individuos por parte de los gobiernos.
Como no hay vida sin muerte no hay libertad política sin límite si es que no queremos incurrir en el pecado de la injusticia. Y como fijar ese límite será siempre objeto de debate, ya que están en continuo conflicto las distintas formas de libertad, se necesita una autoridad. He aquí otro problema político derivado de todo lo anterior: el reconocimiento de la autoridad de las instituciones que ponen los límites a esa libertad. Es lo que refleja de modo insuperable la anécdota más arriba recordada: ¿y quién eres tú para restringirme el número de copas de vino que me puedo beber antes de conducir? En esta pregunta retórica queda patente la ausencia de reconocimiento de la autoridad; esto es, el sujeto no asume que esté legítimamente justificada su obligación de obedecer. Así la autoridad queda seriamente debilitada a efectos de su práctica.
En las manifestaciones que parecen ir en aumento estos días, sobre todo a partir de que se ha decretado el fin del ritual de los aplausos en los balcones, la propuesta política que late es el rechazo de la autoridad del actual Gobierno: ¿y quién eres tú para decirme que no puedo salir a la calle a concentrarme o que no puedo ir a mi casa de la playa o que no puedo convocar a mis amigos a una fiesta, etc.? Sería la adaptación al contexto del estado de alarma de la pregunta retórica de marras.
Desde el comienzo de la presente legislatura, voces autorizadas han tachado este ejecutivo de ilegítimo, de «Gobierno Frankenstein» (es decir, contra natura), en el que se incuba el huevo de la serpiente del totalitarismo, y que se sirve de la excusa de la epidemia para implantar un estado de alarma interminable que nos conduce a la ruina económica. Se ha llegado a denunciar incluso que el Jefe de Gobierno nos conduce a una «dictadura constitucional».
La libertad no es anterior a la justicia y a la igualdad. Si así lo creyésemos, cometeríamos el mismo error de Platón, pero a la inversa. ¿Puede haber libertad real (no como fetiche ideológico) si no es entre iguales? ¿Y no es una de las fuentes de legitimación de la democracia su arquitectura institucional, que sirve para erradicar el imperio de la ley del más fuerte, ayudando a que la ciudadanía pueda satisfacer sus necesidades básicas y aspiraciones legítimas sin dañar el bienestar que todos merecemos? La sociedad no es una colección de individuos a los que sólo unen los vínculos de los contratos (los laborales, los financieros...), los cuales en demasiadas ocasiones son suscritos por las partes en innegable situación de asimetría de poder. Libertad, igualdad y justicia son tres piezas lo mismo de esenciales en el invento ilustrado que es el Estado moderno, una ambiciosa utopía hace tres siglos; hoy, una realidad como tal perfectible.
En relación con los hechos que nos ocupan, a partir de estos conceptos se revela la lógica que lleva a una parte significativa de la ciudadanía, animada por los discursos de confrontación pronunciados en sede parlamentaria, a entender legítima su desobediencia a las normas dictadas por el Gobierno en el marco del estado de alarma, incluso a poner en cuestión la obligación de someterse a éste último.
La profusa exhibición de banderas demuestra ciertamente el ardor patriótico de quienes se visten con ellas. Justificación moral que eleva al altar de las más nobles motivaciones la conducta de quienes, en cierta parte, responden a un mensaje de miedo y sirven sabiéndolo o no a los intereses de los que no están dispuestos a que se limite su libertad en aras de la justicia. Son los mismos que quieren convencernos de que las libertades individuales sólo son reales cuando se sustraen de lo común. En esta protesta ciudadana patriotismo y patrimonialismo privado se encuentran astutamente confundidos.
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