237: José María Agüera Lorente, ¿Vuelta a la normalidad? ¿Qué normalidad?












Yo no quiero volver a la normalidad, si ello significa verme arrastrado por el modo de vida del piloto automático. Todos somos actores afectos a un sistema del que la normalidad representa el vasto conjunto de obligaciones no necesariamente legales cuyo cumplimiento se espera. Cuántas cosas no conscientemente elegidas con las que sin embargo hay que transigir para arrancarle sus momentos de deleite al tiempo. La idea la condensa magistralmente Andrés Rábago, "El Roto", en uno de sus lúcidos dibujos publicados en el diario El País. En la viñeta aparece la cabeza de un androide parecido al C-3PO de La Guerra de las Galaxias (Star Wars) y al menos popular de Metrópolis, el clásico cinematográfico de Fritz Lang. De su boca salen las siguientes palabras: «¡el piloto automático... Qué gran líder!».
Temo que volver a la normalidad signifique reactivar el piloto automático. No quiero despertar cada mañana con el tiempo ya consumido. No quiero el regreso del ruido ni el de los traslados apresurados siempre con el tiempo tasado y apretado entre plazos (de hipotecas, de jornadas laborales, de cursos, de ocio y negocio). No quiero regresar al pensamiento cautivo de los mil y un estímulos que secuestran mi atención en función de las trampas que los ingenieros del comportamiento diseñan para que consuma, porque si no la economía se hunde. El retorno a la normalidad tiene mucho de imperativo económico; hay que ser conscientes de su finalidad crematística, que conlleva una necesidad de control sobre el comportamiento de las gentes. De aquí el cultivo obsesivo de cálculos que opacan la vida, pero cierran el autocomplaciente círculo lógico de un sistema cuyas premisas ideológicas se tienen por asépticos axiomas, y cuyas conclusiones son resultado de una deducción tan inapelable como tramposa. El piloto automático representa en la viñeta de “El Roto” el modo de vida normal, es decir, en el que no hay que pensar qué hacer. Esa normalidad a la que ansiamos retornar, en la que la mayoría de la ciudadanía compromete sus pensamientos y acciones con sus rutinas, hábitos y costumbres proporciona el lenitivo que mitiga toda nuestra problematicidad existencial.
Es verdad que regresar a la normalidad se identifica, sobre todo, con volver a disfrutar de la libertad de movimientos y todo lo bueno que ello trae consigo; pero al mismo tiempo supone ingresar de nuevo en ese mundo de las representaciones con el que enterramos la realidad de la que el coronavirus es su heraldo insolente. Seguramente tornaremos a abrazar con desesperación infantil y desnortada el delirio de la negación de nuestros límites (de nuestro cuerpo), que son los bordes afilados de la materia con los que nos topamos en situaciones como la actual.

Cabe esperar que nos volvamos a refugiar en la («nueva») cotidianidad y a planificar un futuro del que somos rehenes. Y así nos  sentiremos libres, liderados por el «piloto automático». No nos habremos bajado en ningún momento del tren que atravesó el túnel de la pandemia. Habrá quienes cambien de vagón, pero es poco probable que los raíles vean modificado su trazado.

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